Francisco Valdés Ugalde - La regla ausente

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En este libro, el autor analiza lo que considera el principal problema político de México: la contradicción irresoluble entre las reglas de gobierno impuestas después de la Revolución con las modificaciones constitucionales que habilitaron el autoritarismo y el sistema presidencialista, y la apertura obligada por la crisis económica y política de 1995, que llevó al partido hegemónico a pactar una transición democrática hacia un régimen competitivo de partidos con alternancia en el poder.
Sin transformaciones que solucionen este conflicto, nos advierte, la democracia mexicana está condenada a involucionar.

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Todo régimen político se funda en una voluntad soberana que instituye las normas fundamentales, y la cadena de regulación del conflicto en torno a ellas culmina en las decisiones de última instancia que no admiten apelación, como una sentencia de la Corte Constitucional o de un tribunal internacional. Pero no en todos los sistemas constitucionales se admite de la misma forma la soberanía, ni los intérpretes de la ley tienen el mismo poder sobre ella y sus consecuencias. Esto quiere decir que, en cuanto al problema del origen, la interpretación y la aplicación de las leyes puede identificarse un continuo que admite diferentes grados y modalidades de actuación de la soberanía y de poderes de última instancia sobre la constitucionalidad de las leyes y los actos de autoridad. Por ejemplo, una monarquía o una dictadura no actúan desprovistas de una legitimidad identificada en estatutos constitucionales y legales en los que se especifica al soberano y se define la forma en que procede para legislar; lo mismo ocurre con los distintos sistemas políticos caracterizados como democráticos. Este hecho identifica a todos los regímenes políticos con una matriz común que remite su legitimidad a acuerdos y normas, si bien cada forma de legitimidad es distinta en cuanto a la manera de definir su relación con la legalidad y el grado de profundidad con que se arraiga en la sociedad. Una de las distinciones fundamentales para el origen de las formas de legitimidad reside en quién es identificado como soberano y a través de qué medios y procedimientos puede emitir normas vinculantes, sobre qué asuntos, con qué extensión y estabilidad de su autoridad, para qué finalidades y con qué limitaciones.

En el fondo, esta estipulación consiste en un «lenguaje» o código mediante el cual se reconocen las características de otro lenguaje. En este caso, una disposición legal obligatoria es reconocida como válida o legítima en virtud de una «metarregla» que hace posible reconocerla. La regla de validación de la legitimidad de las normas vinculantes es una metarregla que estipula la autoridad del emisor de esas normas para formularlas y la obligación de los demás de respetarlas.

La regla de reconocimiento: jurídica y política

Uno de los más importantes teóricos del derecho del siglo xx, H. L. A. Hart (1998), llama «regla de reconocimiento» al procedimiento fundamental del que deriva la legitimidad de las normas. La regla de reconocimiento es un tipo de norma orientada a la reducción de incertidumbre de la validez de acompañar una ley con hechos coercitivos que son legítimos gracias a ella. Especifica la característica de reconocimiento de la ley que debe ser obedecida; es una indicación concluyente de que efectivamente se trata de una norma de un grupo apoyada por la presión social del mismo. Su característica fundamental es servir de referencia para el reconocimiento de las normas obligatorias y de instrumento apropiado para elucidar las dudas sobre su validez. Se trata de «una regla para la identificación concluyente de las reglas básicas de obligación» (Hart, 1998 [1961]: 95). A contrario sensu, las «normas» que no cumplen con esta condición pueden ser desconocidas y no acatadas.

Pero el revolucionario concepto de Hart en la teoría política requiere ser ampliado. La regla de reconocimiento «identifica quién es el soberano y, por consiguiente, quién tiene el poder de decidir los conflictos en un régimen» (Hampton, 1994: 24). El reconocimiento de la legitimidad de un orden jurídico se funda en el acuerdo de quién decide en última instancia sobre su naturaleza. «Crear un sistema político es como crear un juego: los creadores establecen las reglas que perfilan los roles que cada persona puede desempeñar en el juego (y la mayoría de nosotros ejerce el rol de gobernado [ruled] en el sistema político), y cada uno juega su parte mientras un número suficiente está satisfecho con su decurso […] Un sistema político es enteramente una institución humana cuya existencia depende en muchas formas del comportamiento de los que la constituyen» (Hampton, 1994: 30).

De acuerdo con este principio, la legitimidad de un régimen político constitucional deriva del establecimiento colectivo de unas reglas de reconocimiento que definen quién es el soberano y de qué manera se puede identificar una voluntad, ya sea de una persona o un grupo, cuyos designios son reconocidos legítimamente como ley válida que debe ser obedecida. Solamente de la presencia de esta regla puede resultar el establecimiento de un sistema político y jurídico.

En el constitucionalismo moderno aparece sistemáticamente una separación entre la residencia de la soberanía y el ejercicio de la autoridad gubernamental. La soberanía ha tenido en la historia varios lugares de residencia: un texto sagrado, un monarca o dictador o el pueblo.[4] En los sistemas democráticos este papel reside en la ciudadanía o en el pueblo, y se transfiere para el ejercicio del gobierno a los gobernantes electos o designados. De este modo se introduce la distinción entre gobernantes y gobernados, así como las relaciones entre ellos, estructuradas por las facultades o poderes de cada uno. Los gobernados son la última instancia de validación de la legitimidad de un régimen jurídico-político, de ahí que la regla de reconocimiento, tal y como la concibe H. L. A. Hart (1998) y como es reelaborada por Hampton (1986, 1994) es susceptible de modificarse en el tiempo de acuerdo con las transformaciones en la percepción colectiva de la legitimidad.

La solución a la paradoja de Hobbes[5] (Hampton, 1994: 28 y ss.; Valdés, 2000), en la cual participan ambos filósofos de la política y el derecho, puede enunciarse así: si cada norma susceptible de aplicarse a los gobernados requiere de una justificación para ser obedecida ¿cuál es su última justificación? En El Leviatán, Thomas Hobbes no consiguió resolver el dilema, prisionero como estaba de la ambivalencia entre la soberanía del rey y la del pueblo, que lo lleva a depositar en aquel la última instancia de la soberanía. No es sino cuando el obstáculo del absolutismo cede al pensamiento que sobreviene la idea de que a toda forma legítima de gobierno subyace la aceptación de los gobernados a su forma; el reconocimiento de los gobernados a la modalidad de gobierno a la que se someten. Esta aceptación no es necesariamente unánime, como mostraron Buchanan y Tullock (1962), sino mayoritaria o dominante, aunque para efectos de la constitución de un sistema político se trata de una «regla de unanimidad». Pero la esencia del problema está en que la justificación del reconocimiento a la autoridad política se transformó a partir de la idea de que la soberanía no deriva de Dios sino del pueblo. En ambas situaciones hay una regla de reconocimiento acerca de quién está facultado para conformar el sistema político y, en consecuencia, para emitir normas de cumplimiento obligatorio. Pero el contenido cultural y sociológico del reconocimiento es diametralmente opuesto en un caso y en el otro.[6]

Para entender la regla de reconocimiento como definitoria de un régimen político debe atribuírsele un determinado contenido, a saber: cómo «la regla de reconocimiento socialmente reconocida y aceptada debe identificar el derecho si ha de crearse un gobierno: es decir, que debe especificar el derecho como producto de algún tipo de voluntad humana» (Hampton, 1994: 25).

Entre las relaciones más relevantes de gobernantes y gobernados derivadas del tipo de régimen aceptado están: que los gobernados obedecen a sus gobernantes; que esa decisión responde a métodos especificados que pueden variar de un sistema a otro;[7] que ambos pueden realizar determinados actos (tales como legislar o garantizar la aplicación de la ley), mientras que tienen prohibido realizar otros (en el caso de la autoridad, aquellos que no le están expresamente permitidos; en el de los gobernados, la acción contra terceros o la desobediencia a la autoridad legalmente reconocida, etc.); que los gobernantes pueden ser depuestos bajo ciertas circunstancias y así, sucesivamente.

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