Francisco Valdés Ugalde - La regla ausente

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En este libro, el autor analiza lo que considera el principal problema político de México: la contradicción irresoluble entre las reglas de gobierno impuestas después de la Revolución con las modificaciones constitucionales que habilitaron el autoritarismo y el sistema presidencialista, y la apertura obligada por la crisis económica y política de 1995, que llevó al partido hegemónico a pactar una transición democrática hacia un régimen competitivo de partidos con alternancia en el poder.
Sin transformaciones que solucionen este conflicto, nos advierte, la democracia mexicana está condenada a involucionar.

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Si nos atenemos estrictamente a la formulación de Hart, la regla de reconocimiento es una regla secundaria que estipula quiénes y bajo qué condiciones son aceptados para emitir las reglas de cumplimiento obligatorio y cómo pueden ser controlados o depuestos: las metarreglas y las reglas objeto. Pero las democracias modernas, al menos las más desarrolladas, incluyen una tercera regla que, en palabras de Hampton (1994: 36), es de carácter terciario y por la cual «el pueblo no solamente define el objeto del juego político, sino que también determina el sistema mediante el cual puede revisar ese juego y bajo qué circunstancias tiene el derecho de hacerlo». Para fundamentar esto in extenso:

Actualmente, todas las sociedades políticas tienen una estructura de tres niveles. Lo que hace diferentes a las sociedades democráticas es que el modo en que uno se embarca en actividades del tercer nivel está ahora gobernado por reglas. Esto es, en un régimen no democrático el papel del ciudadano como miembro de la población que crea, mantiene o destruye la regla de reconocimiento que define el juego objeto está poco definido, frecuentemente mal entendido y diluido por el gobernante al máximo posible […] En una democracia moderna el ciudadano no juega únicamente un papel en el juego objeto o como miembro de la población que crea, mantiene y cambia la regla de reconocimiento que define al primer juego, sino que desempeña este último papel de acuerdo con procedimientos bien definidos, diseñados en otras dimensiones de la regla de reconocimiento, unos procedimientos que pueden incluir elecciones, plebiscitos, congresos constituyentes, etcétera (Hampton, 1994: 36).

La regla de reconocimiento en la democracia es, en consecuencia, aquella que subsume la legitimidad de toda forma de transformación a la del cambio democrático acordado. Deja fuera, por tanto, formas de cambio no democráticas que, por este solo hecho, no son legítimas. Si la regla de reconocimiento establecida en una constitución define quiénes y bajo qué procedimiento están facultados para iniciar actividades tendientes al cambio de las estructuras políticas del régimen, es posible dar legitimidad al cambio no solamente dentro de las estructuras vigentes, sino también «fuera de ellas», es decir que, bajo ciertas circunstancias, puede legitimarse una acción democrática, pacífica y razonable para cambiar no solo el régimen político, sino de régimen político.

La regla de reconocimiento y su relación con la soberanía no es solamente materia de explicitación verbal en el texto de la constitución, sino que se entrevera con prácticas concretas que sirven de soporte a su ejercicio en el transcurso del tiempo en cada sistema político.

En sentido estricto, el primer problema para la operación de la regla de reconocimiento en las constituciones lo ofrece el hecho de que estas son «acuerdos» transgeneracionales que, por la intrínseca contradicción que implica la mera presunción de que generaciones distantes en el tiempo deliberen entre sí, hace de ellas un artefacto peculiar mediante el cual los acuerdos políticos cristalizados en un momento del tiempo se plasman en textos que formulan valores, preferencias, órdenes y procedimientos políticos relacionados con lo que una sociedad considera como propiedad o derecho de sí misma y que distribuye entre sus miembros de un modo particular. Son, así, sistemas complejos de reglas para la decisión y la acción colectivas.

En los sistemas democráticos se reconoce que la soberanía es un derecho inalienable de sus titulares. Pero en sentido práctico, esta no es siempre igual y va cambiando ineluctablemente con las transformaciones de la sociedad. La memoria de quienes han tomado decisiones en el pasado, cuyas consecuencias han hecho que estos trasciendan en el tiempo, no puede, en términos de un principio consecuentemente democrático, ser el motivo para obstaculizar el derecho de los vivos a su autodeterminación. Sin embargo, dado el carácter de acuerdos políticos fundacionales que tienen las constituciones, suelen inscribirse en ellas condiciones que hacen difícil su transformación para que su variación se mantenga fuera del alcance del capricho individual, de la voluntad de una minoría e, inclusive, de la decisión de mayorías insuficientemente calificadas para representar de manera legítima la unanimidad del conjunto social. Se entiende aquí unanimidad en el sentido antes mencionado de la regla de unanimidad formulada por Buchanan y Tullock (1962: 85-96). Este concepto define a las constituciones como reglas de decisión fundamentales, que, por ser de aceptación general, disminuyen los costes de la toma de decisiones y hacen que el disenso sea irrelevante para su funcionamiento, una vez que las instituciones que fundan han sido creadas y puestas en movimiento. Inversamente, cuando la Constitución pierde legitimidad, el coste de decisión reaparece como si no existiera regla de unanimidad o esta estuviera puesta en cuestión por los actores políticos relevantes. Cuando se presenta una situación de este tipo, la erosión de esta regla de unanimidad llama a su reformulación.

Pero si la durabilidad de la constitución tiene un fundamento legítimo, este depende de si pone al alcance de las generaciones vivas los medios para que, de acuerdo con ciertas condiciones y procedimientos, la soberanía pueda cambiar o sustituir el régimen político constitucional, los derechos contenidos en ella, las estructuras del régimen y su entramado de facultades, relaciones y poderes, así como los mismos procedimientos para llevar a cabo la transformación de sus estructuras fundamentales.

Además de expresarse en una materialidad jurídica, la regla de reconocimiento es también un hecho cultural y político. El reconocimiento de la legitimidad de las normas primarias, de las metarreglas secundarias y de las reglas de las prácticas «terciarias» solo puede producirse si ha arraigado la regla secundaria que hace que el grupo social respalde los actos de autoridad del Estado que se desprenden de ella. Igualmente, el grado y la forma que adquiere este arraigo repercuten en la fortaleza del Estado de derecho como «vehículo» para la realización de las preferencias sociales, la solución de conflictos, la producción de deliberación, consenso y disenso, y la formación de cohesión social. Y esto último solo es susceptible de afianzarse si las actividades legítimas para cambiar el régimen o de régimen están debidamente codificadas.[8]

Democracia constitucional

¿Debe haber algún límite a la libertad de la soberanía para cambiar la estructura política? La teoría democrática tiene dos vertientes de respuesta a esta pregunta. Por un lado, la que sostiene que la democracia es el gobierno de la mayoría, y que esta no puede conocer otro límite que su propia voluntad. La otra vertiente sostiene que la mayoría no puede tomar decisiones que afecten a los derechos de las minorías o los derechos básicos de los individuos.[9] Esta distinción ha conducido, en su forma más estilizada, a dos tradiciones de pensamiento distintas y opuestas. La primera adjudica a la soberanía una libertad completa para imponerse como «voluntad general», no solamente en la elección del gobierno, sino en cualquier tema de decisión colectiva. La segunda limita la soberanía a la elección de gobierno y al establecimiento de contrapesos entre los poderes que lo ejercen, y deja la política pública en manos de los funcionarios y la decisión de deponer o mantener a los gobernantes en los electores a través de comicios periódicos, sin intervenciones decisivas (excepto en forma de «opinión pública») entre estos.

La primera vertiente enfatiza la voluntad mayoritaria, mientras que la segunda la limita e interpone un principio contramayoritario. El razonamiento de la segunda es más complejo que el de la primera, pues si bien reconoce que la mayoría elige a los gobernantes y «toma» las decisiones constitucionales, también advierte que las decisiones mayoritarias y su ejecución por los gobernantes pueden violar derechos fundamentales o marcar retrocesos en la organización de las instituciones políticas. De ahí que se imponga un principio para proteger derechos fundamentales contra los excesos de la mayoría, la cual, de este modo, ve limitado el campo de dominio de la soberanía.

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