—Solo me dijo que tendría que ayudarles con un trabajo de corte… detectivesco. Pero nada más. ¿En qué podría yo colaborar? —Cortés no lograba controlar el movimiento continuo de su pie izquierdo.
—Necesitamos descubrir quién está vendiendo nuestros secretos comerciales a la competencia —soltó Pedro Campo a bocajarro.
Cortés miró a su jefe intentando ocultar su sorpresa. Él no era detective, sino periodista, por lo que no sabía cómo podría ayudar al cliente en algo así. Esperaba de él alguna palabra o gesto cualquiera que le ayudase, pero su jefe permaneció inexpresivo y silencioso. Aquel mutismo lo inquietó.
Durante el regreso en el interior del habitáculo del lujoso todoterreno que conducía José Campo, el financiero continuó mientras Cortés miraba aquel mar Mediterráneo que Joan Manuel Serrat había hecho famoso en el mundo entero, a la vez que trataba de asimilar la naturaleza del encargo. Le vino a la cabeza la frase de Miguel de Cervantes: «La verdad adelgaza y no quiebra, y siempre nada sobre la mentira como el aceite sobre el agua».
Campo estuvo explicándole durante más de media hora lo que debía hacer; aquello no se le antojaba una tarea nada fácil, como parecieron dar a entender ambos jefes.
En resumidas cuentas: en el banco estaban casi convencidos de que había un topo en la dirección comercial, pues su principal competidor se les había adelantado dos veces consecutivas, lanzando al mercado novedades que ya tenían previstas. Esto les supuso pérdidas económicas muy importantes, además de una bronca enorme en el seno de la alta dirección.
—Una vez puede ser casualidad, pero dos ¡es imposible! —concluyó Campo de manera tajante.
Contrataron un detective, pero no esclareció nada. Así que habían pensado en una «solución creativa», tal y como la denominaron, esta consistía en enviar a «un periodista simpático, empático y con dotes detectivescas para ganarse la confianza de los empleados y descubrir la verdad», enfatizó el financiero mirando a Cortés fijamente a los ojos.
Él no pestañeó. Miró de reojo a su jefe, que se limitó a menear la cabeza.
«Al desgraciado solo le falta frotarse las manos con lo que piensa ganar a mi costa», se dijo.
—Contigo matamos no dos, como se suele decir, sino hasta tres pájaros de un tiro. Llevas a cabo el reportaje, das las clases del máster que patrocinamos y haces lo posible por enjaular al buitre cabrón que nos la está jugando —sintetizó Pedro Campo.
—Espero que no maten al pájaro mensajero ¿Y qué pasa si no lo consigo? — se atrevió a preguntar Cortés en un arranque de temeridad.
—Que no cobrarás los diez mil euros adicionales que te daremos si lo descubres —le soltó Campo. A continuación, hizo una larga pausa, como tratando de medir lo que iba a decir—: Y nada más. Solo quiero que me des tu palabra de que harás lo posible por lograrlo, con eso me basta.
«Diez mil euros es muchísimo dinero, casi la mitad de lo que gano al año —calculó Cortés—, pero está claro que estos no regalan ni la hora, y seguro que aquí hay más “gatos encerrados” que en el Quijote».
El periodista no tuvo más remedio que darle su palabra. Al poco pensó que había hecho mal, que tendría que haberse plantado de una vez y mandar a los dos al garete; o a la mierda, en lenguaje hospitalense, de donde procedía.
Se volvió hacia su jefe, que seguía conduciendo, impasible, de regreso a la oficina.
—¿Por qué yo?
José Gutiérrez meditó la respuesta durante unos segundos.
—Eres lo menos malo que tengo —le respondió lacónicamente.
—¿Y qué pasa si me niego a hacerlo?
—Me veré obligado a despedirte. Es nuestro mejor cliente y no puedo… No podemos quedar mal con él —zanjó mirándole de reojo.
Una vez en casa, Cortés decidió enviar un mensaje al detective con el que había hecho amistad durante el caso del putero. Confiaba en que aquel hombre cetrino y agudo como una aguja de coser le ayudara, y estaba dispuesto a compartir con él las ganancias que aquella nueva aventura, de tener éxito, les reportaría.
«¿Cómo estás de curro, Mafias? Creo que te voy a necesitar».
Cita en el Raval
«Qué escalofrío se pudo sentir; cuando entró un tipo
bajito, pero eso si bacilón; que poseía todo lo que el bar quería».
Partiendo la pana (Estopa)
18 de octubre, Poblenou, Barcelona
Aquella noche volvió a soñar con los perros, con el cubículo oscuro y tenebroso en el que yacía desprotegido y solo. Se incorporó de la cama gritando, sudando a chorros. Su mujer le soltó una retahíla de improperios.
—Perdona, Laura, ha sido una pesadilla.
—¡Tú y tus pesadillas! —farfulló ella con los ojos cerrados—. Ve a ver a un puto psiquiatra. O a dormir al sofá, así no me molestas.
Cortés no dijo nada. Miró el reloj, no eran ni las cuatro de la madrugada. Se levantó, fue al baño a mojarse la cara y después anduvo con cuidado hasta el salón. Por el camino entreabrió la puerta de la habitación de su hija y comprobó que dormía.
Ya en la sala de estar, Cortés contempló en silencio la estantería donde reposaban los libros de su infancia y adolescencia, aquel tiempo mejor, cuando todos los días eran buenos. Pasó el dedo por la colección de Los Cinco, de Enid Blyton, Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores. de Robert Arthur. e incluso las andanzas de la rebelde Puck, de Lisbeth Werner, que le robaba de pequeño a escondidas a su hermana. Más arriba descansaban varias docenas de libros que había leído después, su inseparable Quijote y algunos ejemplares sobre la historia de España y sus conquistadores y cronistas. De joven le apasionaba el tema y solía subrayar las citas que le gustaban. Más de un profesor le había acusado de sacrilegio por esta práctica, pero él la defendía a capa y a espada. No consiguió acordarse de cuándo había sido la última vez en que pudo sentarse tranquilo a leer por placer y no por trabajo.
Pensó en el detective por unos instantes. Como Toni, siempre había ido a la suya y se mantenía soltero y medio entero, como solía decirle entre risas. Tenía justo un mensaje de su amigo de la noche anterior en el que le decía que se alegraba mucho de volver a verlo y le adjuntaba un video de Youtube y unas frases de la canción Sin pijama que justo le traía a Cortés malos recuerdos por el incidente de su hija en el colegio: «Hoy hay toque de queda. Seré tuya hasta la mañana. La pasamos romantic. Sin piloto automatic. Siempre he sido una dama pero soy una perra en la cama. Así que dale pom pom».
Cortés frunció el ceño y tomó el libro de Cervantes y lo abrió por una página al azar. La cita que tenía subrayada no podía ser más acertada para describir al Mafias: «Aun entre los demonios hay algunos que lo son más que otros, y entre muchos hombres malos suele hallarse uno bueno».
Después cogió el libro Historia de la conquista de México escrito por William H. Prescott. En el prefacio destacaba el siguiente párrafo: «Entre las heroicas proezas ejecutadas por los españoles en el siglo dieciséis, ninguna es más sorprendente que la conquista de México». No recordaba haberlo subrayado, como tampoco en páginas posteriores el texto en el que explicaba el sacrificio de «un hombre hermoso, dotado de eterna juventud, para representar a la deidad». Llevaba una vida fácil y llena de lujos, incluida la compañía en la cama de cuatro bellas muchachas, hasta más o menos un mes antes de su sacrificio. Una de las barcazas reales le llevaba al otro lado del lago hasta un templo que se elevaba en la orilla. En la cima le recibían seis sacerdotes, le llevaban hasta la piedra de sacrificio, un enorme bloque de jaspe con la superficie un poco convexa. Aquí se estiraba al prisionero. Cinco sacerdotes atenazaban su cabeza y sus miembros, mientras que el sexto vestido con un manto escarlata abría diestramente el pecho de la desdichada víctima con una hoja afilada e insertando su mano en la herida arrancaba el corazón palpitante. Después lo lanzaba a los pies de la deidad a la que estaba dedicado el templo. Los sacerdotes exponían la trágica historia de este prisionero como ejemplo del destino humano que, brillante en su inicio, tan a menudo acaba en dolor y desastre.
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