Más de doscientos cincuenta hombres entraron en esa sala y perdieron la vida que habían conocido. Desaparecieron como si se hubieran convertido en humo. El Morgawr los transformó en seres muertos que todavía respiraban, en criaturas que habían perdido cualquier sentido de identidad y de objetivo en la vida. Los desvirtuó, los transfiguró en seres inferiores a un perro y ni siquiera lo sabían. Los convirtió en la tripulación de sus aeronaves y se los llevó para siempre. A todos, hasta el último. Sen Dunsidan no los volvió a ver jamás.
En cuestión de días, consiguió las aeronaves que el Morgawr le había pedido y se las entregó para cumplir con su parte del trato. Al cabo de una semana, el Morgawr había desaparecido de su vida tras los pasos de Ilse la Hechicera, en busca de venganza. A Sen Dunsidan no le importaba. Ojalá se destruyeran el uno al otro. Rezó para que no volver a verlos jamás.
Con todo, las imágenes no se esfumaron con él, evocadoras, inquietantes y terribles. Era incapaz de borrarlas de su mente. Era incapaz de sobreponerse al horror. Nunca las relegaba lo suficiente, nunca desaparecían de su vista. Sen Dunsidan no durmió durante semanas. No volvió a disfrutar de un momento de tranquilidad.
Se convirtió en el primer ministro del Consejo de la Coalición de la Federación, pero había perdido el alma.
Ahora, meses más tarde y a miles de kilómetros de la costa del continente de Parcasia, la flota reunida por Sen Dunsidan, bajo la comandancia del Morgawr y sus mwellrets, y compuesta por la tripulación de muertos vivientes se materializó entre la neblina y se acercó a la Jerle Shannara. De pie en medio del barco, ante la barandilla de babor, Redden Alt Mer observaba el grupo de cascos negros y velas que llenaban el horizonte oriental como eslabones que conforman la cadena que los rodeaba.
—¡Soltad amarras! —espetó el capitán nómada a Spanner Frew, a la vez que levantaba el catalejo por enésima vez para asegurarse de lo que veía.
—¡No está lista! —soltó a su vez el maestro de aja.
—Está tan lista como debería. ¡Da la orden!
Barrió las naves que se acercaban con el catalejo. No llevaban insignia ni bandera. Eran buques de guerra sin marcas en una tierra que, hasta hacía unas semanas, nadie conocía. Enemigos, pero ¿de quién? Debía asumir lo peor: que los navíos los perseguían. ¿Ilse la Hechicera habría traído refuerzos además de la Fluvia Negra, naves que se habían mantenido lejos de la costa hasta ahora mientras aguardaban a que la bruja los llamara?
Spanner Frew gritaba a la tripulación y los ponía a todos en movimiento. Como Furl Hawken estaba muerto y Rue Meridian se había adentrado en el continente, no quedaba nadie más para ocupar el cargo de primer oficial. Nadie se lo cuestionó. Todos habían visto los buques. Las manos, obedientes, agarraron cabos y cabrestantes, soltaron amarras y la Jerle Shannara recuperó la libertad. Los nómadas comenzaron a cazar las pasaderas de radián y los acolladores. De este modo izaron las velas hasta las puntas de los mástiles, donde tomaban mejor el viento y captaban la luz. Conocedor de lo que se encontraría, Redden Alt Mer echó un vistazo en derredor. Contaba con ocho tripulantes, incluido Spanner y él mismo. No era suficiente, ni con mucho, para tripular un navío de guerra como la Jerle Shannara, y todavía menos para presentar batalla. Tendrían que huir y a toda prisa.
Corrió hasta la cabina del piloto y los mandos; las botas resonaban por la cubierta de madera.
—¡Descapotad los cristales! —gritó a Britt Rill y a Jethen Amenades cuando pasó volando ante ellos—. ¡El de proa a estribor no! Dejadlo encapotado. ¡Solo los de popa y los de en medio del barco!
No disponían de un cristal diapsón funcional en el tubo de disección de proa en el lado de babor, de modo que, para equilibrar la pérdida de energía de la izquierda, se veía obligado a mantener encapotado su opuesto. Les reduciría la energía un tercio, pero incluso en estas condiciones, la Jerle Shannara era lo bastante rápida.
Spanner Frew se colocó a su lado, tras trastabillar entre el mástil principal y el armero.
—No lo sé, Barbanegra, pero dudo que sean nuestros aliados.
Abrió los cuatro tubos de disección que tenía disponibles y transportó la energía de las pasaderas hasta los cristales. La Jerle Shannara dio una sacudida y tomó altura cuando empezó a convertir la luz ambiental en energía, pero el capitán nómada vio que iban demasiado lentos para escapar con seguridad. Casi tenían a los buques invasores encima: conformaban una colección peculiar, eran de todo tipo de formas y tamaños, ninguno era reconocible excepto por su diseño general. Advirtió que era un grupo heterogéneo: la mayor parte habían sido construidos por nómadas, pero había unos pocos de factura élfica. ¿De dónde habían salido? Veía las tripulaciones respectivas, que se paseaban por cubierta sin prisas, sin dar muestras de la agitación y el fervor que él tanto conocía. Tranquilidad a las puertas de la batalla.
Po Kelles, que montaba Niciannon, pasó volando junto a la cabina del piloto por el lado de estribor. El gran roc se ladeó tan cerca de Redden Alt Mer que este advirtió el brillo azulado de las plumas del ave.
—¡Capitán! —chilló el jinete alado mientras apuntaba con el dedo.
No señalaba a los navíos, sino a una oleada de puntitos que habían aparecido de repente entre estos, pequeños y con mucha más movilidad. Eran alcaudones de guerra, que avanzaban en contubernio con los buques enemigos, protegían los flancos y ocupaban la vanguardia. Ya los habían avanzado y se dirigían a toda velocidad hacia la Jerle Shannara.
—¡Sal de aquí! —le gritó a Po Kelles—. ¡Ve hacia el continente y encuentra a Rojita! ¡Avísala de lo que ocurre!
El jinete alado y su roc viraron y se alejaron tomando altura en ese cielo neblinoso. La mejor opción de un roc contra alcaudones era ganar altura y poner distancia. En las distancias cortas, los alcaudones llevaban las de ganar, pero todavía estaban demasiado lejos y Niciannon aumentó la distancia que los separaba. Con las directrices de navegación que Po Kelles le había dado, no tendría problemas para llegar hasta Hunter Predd y Rue Meridian. El peligro lo corría la Jerle Shannara. Las garras de un alcaudón podían reducir a jirones una vela. Y pronto, las aves tratarían de hacer precisamente eso.
Las manos de Alt Mer se deslizaron por los controles a toda velocidad. Alcaudones confabulados con buques de guerra enemigos. ¿Cómo podía ser posible? ¿Quién gobernaba a las aves? Sin embargo, supo la respuesta en cuanto se planteó la cuestión. Se requería magia para controlar alcaudones de este modo. Alguien o algo a bordo de esos navíos poseía esa magia.
Se preguntó si sería Ilse la Hechicera. ¿Habría salido de la península, donde se había adentrado para perseguir a los otros?
No tenía tiempo para pensar en ello.
—¡Barbanegra! —le gritó a Spanner Frew—. ¡Coloca a los hombres a ambos lados, en las portas de artillería! ¡Usad arcos y flechas y mantened a raya a los alcaudones!
Con las manos firmes en los mandos, observó cómo los buques de guerra y las aves se alzaban imponentes ante él, demasiado cerca para esquivarlos. No podía sobrepasarlos ni virar con la rapidez suficiente para poner la distancia necesaria entre ellos. No le quedaba otra opción: en esa primera pasada, tendría que cruzar entre la flota.
—¡Agarraos! —chilló.
Entonces, el buque de guerra que quedaba más cerca llegó hasta ellos; surgió de pronto de la neblina, enorme y oscuro, recortado contra la penumbra matinal. Redden Alt Mer ya había pasado antes por esto; sabía qué tenía que hacer. No trató de evitar la colisión. Al contrario, inició la maniobra para provocarla: viró la Jerle Shannara en dirección al navío más pequeño de la flota. Las pasaderas de radián zumbaban mientras canalizaban la luz ambiental hacia los tubos de disección y los cristales diapsón los convertían en energía con un ruidito característico. La nave respondió con un temblor cuando hizo palanca con los mandos, inclinó el casco levemente a babor y se llevó por delante el trinquete y las velas del buque enemigo; los desarboló de una sola pasada y mandó el navío a pique.
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