Terry Brooks - El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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Nada de eso ayudaba a Quentin a desembarazarse de su sentimiento de traición, pero era mejor ser realista con las perspectivas que había que aferrarse a falsas esperanzas.

«Lo siento, Bek», se dijo a sí mismo.

—Vienen hacia aquí —anunció Kian de pronto.

Uno de los grupos de batida había aparecido en el extremo de las ruinas que había más abajo y había encontrado los cuerpos de los rindge que la abominasquión de Patrinell había matado hacía dos días. Las criaturas encorvadas ya olisqueaban el suelo en busca de un rastro. Una cabeza lobuna se alzó y miró en la dirección en la que se encontraban ellos, agachados entre los árboles, como si fuera consciente de su presencia, como si fuera capaz de divisarlos.

Sin mediar palabra, el enano, el elfo y el tierralteño se mezclaron con los árboles y desaparecieron.

* * *

Les llevó casi una hora llegar hasta el claro donde estaban reunidos Obat y los rindge. Se encontraban en la ladera de la colina que se alzaba ante el Arca Aleutera, que atravesaba Parcasia de noroeste a sureste como una espina dorsal escarpada. Los rindge tenían aspecto andrajoso y desalentado, aunque no conformaban un grupo desorganizado o poco preparado. Habían apostado centinelas y se encontraron con ellos antes de llegar a la columna de rindge. Habían recuperado las armas, así que los hombres iban todos equipados. Sin embargo, la mayor facción de supervivientes estaba formada por mujeres y niños; algunos de estos solo eran bebés. Al menos había un centenar de rindge, aunque era más probable que se acercarán a los doscientos. Sus pertenencias formaban montones a su alrededor, atadas en fardos o metidas en sacos de paño. La mayor parte de ellos estaban sentados y quietos en las sombras, mientras charlaban entre ellos y aguardaban. En la luz moteada del bosque, parecían tener las cuencas de los ojos vacías y que fueran espectros indefinidos.

Obat se acercó a Panax y se puso a hablar con él de inmediato. Panax lo escuchó y le respondió con la antigua lengua de los elfos que había usado con buenos resultados cuando se habían conocido. Obat le escuchó y sacudió la cabeza. Panax lo volvió a intentar y señaló la dirección de la que procedían. Para Quentin era evidente que le explicaba que habían llegado los intrusos que habían visto en las aeronaves. No obstante, a Obat no le hacía ninguna gracia lo que oía.

Con la exasperación cincelada en el rostro, Panax se volvió hacia el tierralteño:

—Le he dicho que tenemos que irnos a toda prisa, que deben dejar todas las pertenencias aquí. Tal y como están las cosas, nos costará bastante trasladar a toda esta cantidad de gente sana y salva sin tener que, además, lidiar con todas sus cosas. Pero Obat dice que es todo lo que les queda, que no lo dejarán.

Se volvió hacia Kian:

—Vuelve al camino con un par de rindge y montad guardia.

El elfo cazador giró sobre los talones sin mediar palabra, gesticuló a un par de rindge para que lo acompañaran y desapareció entre los árboles al trote.

Panax se volvió hacia Obat y lo intentó de nuevo. Esta vez realizó ademanes que no dejaban lugar a dudas sobre lo que pasaría si los rindge iban demasiado lentos al escapar. Su rostro ancho estaba sonrojado y mostraba enfado; alzó la voz. Obat lo miró de hito en hito, impertérrito.

«Estamos perdiendo el tiempo, —pensó Quentin, de pronto—. Un tiempo del que ya no disponemos».

—Panax —lo llamó. El enano se volvió—. Diles que agarren sus cosas y empiecen a caminar. No tenemos tiempo de seguir discutiendo. Deja que descubran por sí mismos si vale la pena o no cargar con sus posesiones. Marca un paso que las mujeres y los niños puedan seguir y vete. Déjame una docena de rindge. Veré qué puedo hacer para entorpecer el avance de nuestros perseguidores.

El enano lo miró con detenimiento y luego asintió.

—De acuerdo, tierralteño, pero yo también me quedo. Y no me lo discutas. Como tú bien dices, no tenemos tiempo para discutir.

Entonces, intercambió unas rápidas palabras con Obat, quien se volvió hacia su pueblo y empezó a gritar órdenes. Los rindge se reunieron en un abrir y cerrar de ojos, con sus pertenencias a cuestas. Guiados por un pequeño grupo de hombres armados, caminaron por un sendero estrecho del bosque hacia las colinas, en silencio y con determinación. Quentin se sorprendió al ver lo rápido que se habían puesto en marcha. No hubo titubeos ni confusión. Todo el mundo parecía saber qué tenía que hacer. Tal vez ya lo habían hecho otras veces. Quizá estaban mejor preparados para moverse de lo que Panax creía.

En cuestión de segundos, el claro se vació de gente y tan solo quedaron Quentin, Panax y más o menos una docena de guerreros rindge. Obat también había optado por quedarse. Quentin no estaba seguro de que fuera una buena idea, puesto que era evidente que Obat era el líder de la tribu, y perder su presencia podría resultar desastroso. Sin embargo, no era una decisión que él debiera tomar, así que no dijo nada.

Se volvió para mirar en la dirección de las ruinas a la vez que se preguntaba de cuánto tiempo dispondrían antes de que los mwellrets y esas criaturas encorvadas los descubrieran. Quizá no ocurriría con tanta rapidez como se temía. Habría otros rastros que los distraerían, otras huellas que seguirían. Tal vez elegían alguna que los conduciría hacia otra dirección, pero no se lo creyó ni por un segundo.

Entonces, pensó en las desgracias que habían acontecido desde que había partido de las Tierras Altas de Leah, de las oportunidades que había desperdiciado y las cuestionables elecciones que había tomado. Había partido con grandes expectativas. Había creído que sería capaz de dictar la dirección de su vida. Se había equivocado. Al final, solo había conseguido mantenerse a flote en el mar de confusión que lo rodeaba. Ni siquiera había podido decidir cómo usaría la magia de su espada tan aclamada para proteger. La usaría para ayudar a aquellos a quienes el destino ponía a su alcance y, a veces, ni siquiera a ellos.

Los rindge se contaban entre estos. Podía dejarlos y seguir adelante, porque, al fin y al cabo, no tenían nada que ver con él ni con sus razones para ir a Parcasia ni con la promesa que le había hecho a Bek. Si acaso, eran un estorbo. Si esperaba tener la oportunidad de llegar hasta una de las aeronaves y encontrar el modo de salir de esta tierra, la velocidad podría marcar la diferencia. Sin embargo, tras su incapacidad de salvar a Tamis y a Ard Patrinell y de encontrar a Bek, sentía la necesidad imperiosa de ayudar a alguien, quien fuera. Los rindge le ofrecían tal oportunidad. No podía darles la espalda. No permitiría que nadie más resultara herido por su culpa.

Haría lo que pudiera por aquellos a quien podía ayudar. Si apoyar a los rindge era la oportunidad que le había brindado la fortuna, tendría que ser suficiente.

Panax se colocó a su lado.

—¿Y ahora qué, Quentin Leah? ¿Cómo evitaremos que esas cosas atrapen al pueblo de Obat?

«Ojalá lo supiera», pensó el tierralteño.

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