De nada servía especular. Había venido con la nómada para encontrar a cualquiera que hubiera sobrevivido, así que ahora no tenía sentido que pusiera obstáculos a la búsqueda antes de haberla empezado. Al fin y al cabo, Obsidiano había encontrado motas más pequeñas todavía en grandes extensiones de tierra con probabilidades mucho menores. Había posibilidades de encontrarlos, lo único que tenía que hacer era aprovecharlas al máximo.
Voló describiendo círculos cada vez más amplios mientras el sol despuntaba en el horizonte y, de paso, trataba de atisbar algún tipo de movimiento en tierra que pareciera fuera de lugar e indicara la presencia de algo ajeno a esa tierra. Mientras lo hacía, pensó en su decisión de emprender este viaje y se preguntó si habría hecho mejor al quedarse en casa. No se lo planteaba solo porque la travesía había sido una catástrofe, sino porque parecía que no habían conseguido nada a pesar de lo mucho que les había costado. Si Walker había muerto, entonces, seguir el mapa de Kael Elessedil habría sido en vano. Peor, se habían malogrado vidas que podrían haberse salvado. Los jinetes alados creían firmemente en dejar que las cosas siguieran su curso, en vivir su propia vida y no entrometerse en las de los demás. Había tenido que transigir mucho para embarcarse en esta travesía y le resultaba un gran esfuerzo seguir hasta el final. El sentido común le decía que debía dar media vuelta y volver a casa, que cuanto más se quedaba, menos probabilidades había de que partiera. Sin duda, los nómadas debían de sentirse igual. Los nómadas y los jinetes alados se parecían: eran trotamundos por elección y mercenarios de profesión. Su lealtad y su sentido de la obligación se compraban y pagaban, pero nunca dejaban que eso interfiriera con su sentido común.
No obstante, no se iría. No abandonaría a quienes habían desembarcado, no importaba las probabilidades que hubiera de encontrarlos, si es que existía alguna de que siguieran con vida. Sin embargo, no dejaba de cuestionar sus propias decisiones, aunque no supusiera ninguna diferencia respecto a lo que él consideraba que era el compromiso que había adquirido con sus compañeros desaparecidos. ¿Y si…? ¿Y si…? Era el tipo de ejercicio al que uno se dedicaba si pasaba mucho tiempo solo y en circunstancias peligrosas, pero tan solo era una distracción.
El sol asomó por encima de las montañas y la luz del nuevo día bañó el territorio; las ruinas se extendían tan silenciosas y vacías como antes. Echó la vista atrás, hacia la Fluvia Negra, que pilotaba Rue Meridian, la figura solitaria que ocupaba la cabina del piloto. Estaba tan cansada que era peligroso, y el jinete no estaba seguro de hasta cuándo podría pilotar la aeronave sola. Hacerse con la nave de Ilse la Hechicera había sido una idea acertada, pero se convertiría en un lastre si no conseguían ayuda para Rue Meridian enseguida. Con todo, no estaba seguro de dónde la sacarían. Él se la prestaría si pudiera, pero no sabía casi nada sobre aeronavegación. Lo mejor que podía hacer era sacarla de cubierta si las cosas empeoraban.
Divisó algo extraño en el extremo norte de las ruinas y descendió para verlo más de cerca. Descubrió un montón de cuerpos desparramados, pero no eran los cadáveres de sus compañeros de la Jerle Shannara, ni siquiera lo eran de gente con la que se hubiera topado alguna vez en su vida. Esas personas tenían la tez bruñida, el pelo bermejo y vestían como los gnomos. Nunca había visto a nadie así, pero su atuendo les confería cierto aspecto tribal y asumió que se trataba de indígenas. Cómo habían terminado así era un misterio, pero era como si una fuerza extraordinaria los hubiera desmembrado. Escaladores, tal vez.
Sobrevoló los cuerpos inertes durante unos segundos más con la esperanza de atisbar algo más que lo ayudara a descubrir qué había sucedido. Se le ocurrió que tal vez valdría la pena descender para ver si había algún rastro de la implicación de miembros de la compañía de la Jerle Shannara, pero al final decidió que no. Tal información no le serviría de nada a no ser que tratara de seguir el rastro a pie y era demasiado peligroso. Echó un vistazo por encima del hombro hacia la Fluvia Negra, que planeaba a unas cuantas decenas de metros de distancia empujada por el viento. Indicó con un gesto a Rue Meridian que virara para echar un vistazo y luego se alejó en dirección a las ruinas. La nómada ya decidiría qué hacer; él continuaría. Si no encontraba nada más, ya volvería luego.
Apenas había adoptado un ritmo ligero de vuelo sobre la gran extensión de la ciudad cuando, por el rabillo del ojo, detectó unas figuras que se acercaban volando hacia ellos desde el noreste. Obsidiano también las había visto y soltó un chillido al reconocerlos.
Era Po Kelles a lomos de Niciannon.
* * *
Rue Meridian acababa de ejecutar una maniobra con la Fluvia Negra sobre el abanico de cuerpos que había desparramados a un extremo de las ruinas y se preguntaba qué hacer cuando miró a Hunter Predd y vio al segundo jinete alado. Sabía que tenía que tratarse de Po Kelles y eso reavivó sus esperanzas de que su presencia era señal de que su hermano a bordo de la Jerle Shannara estaba a punto de llegar. Con dos aeronaves buscando, tendrían más posibilidades de encontrar a Bek y a los demás. Tal vez podría quedarse con un par de nómadas para que la ayudaran a pilotar la Fluvia Negra y que ella pudiera descansar unas cuantas horas.
Observó cómo los dos jinetes describían círculos en tándem mientras hablaban y gesticulaban a lomos de sus respectivos rocs. Sin alterar el rumbo, la piloto escudriñó la costa para tratar de divisar el otro navío. Sin embargo, todavía no había nada que ver, así que devolvió su atención a los jinetes alados. La discusión se había animado y la embargó una vaga sensación de intranquilidad. Había algo en la forma en que se comunicaban, incluso desde la distancia, que le hacía pensar que algo no iba bien.
«Son imaginaciones tuyas», se dijo.
Entonces, Hunter Predd se alejó de Po Kelles y se dirigió hacia la nave, viró para colocarse junto a ella y descendió hasta quedar por debajo de la borda de popa. Se agarró al cabo que había dejado colgando antes, desmontó el roc y trepó, mano sobre mano, hasta volver a bordo. Con un gesto indicó al roc que se alejara hasta quedar junto a la nave y mantuviera su misma velocidad.
Rue Meridian aguardó mientras el elfo se apresuraba a llegar hasta la cabina del piloto y entró. Incluso bajo la tenue luz matinal, advirtió que parecía alterado.
—Escúchame bien, Rojita. —Exhibía una expresión tranquila pero tensa en ese semblante curtido—. Tu hermano y los demás se dirigen hacia aquí, pero los persiguen. Una flota de aeronaves enemigas apareció en la costa ayer al amanecer. La Jerle Shannara ha escapado por los pelos. Han volado de este modo desde entonces con la intención de darles esquinazo, pero, por rápidos que vayan, no pueden rehuirlos. Los han perseguido por las montañas, hasta la península, aunque han ido cambiando el rumbo, y ahora están a punto de llegar aquí.
¿Aeronaves enemigas? ¿Aquí, tan lejos de las Cuatro Tierras? Se tomó unos segundos para asimilar la información.
—¿Quiénes son?
El otro le quitó importancia con un ademán.
—No lo sé. Nadie lo sabe. No enarbolan ninguna bandera y sus tripulaciones parecen muertos vivientes. Caminan, pero no parecen ver nada. Ayer, Po Kelles les echó un vistazo de cerca cuando los nómadas aterrizaron para descansar, creyendo que los habían eludido. No había pasado una hora y ya volvían a pisarles los talones. Los miembros que vio eran hombres, pero no actuaban como tal. Actuaban como máquinas. No parecían estar vivos: iban rígidos y tenían la mirada vacía, desenfocada. Sabían adónde iban, pero no parecían necesitar un mapa para encontrarnos.
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