Terry Brooks - El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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Así, comenzó a andar y vio cómo las sombras que lo rodeaban retrocedían entre los árboles a medida que el sol se filtraba entre la bóveda de hojas y salpicaba el suelo del bosque. Descendió de las colinas que rodeaban Bastión Caído hasta las llanuras de las que había partido mientras huía de la abominasquión en la que habían convertido a Patrinell hacía dos días. Caminar le hizo sentir mejor, de algún modo. La desolación que le pesaba en el corazón no desapareció, pero la sensación de falta de dirección y de propósito desapareció a medida que se planteó las posibilidades que tenía. No sacaría nada si se quedaba de brazos cruzados. Lo que debía hacer, sin importar lo que le costara, era encontrar a Bek. La insistencia de Quentin de enrolarse en la travesía había convencido a su primo de acompañarlo. Si no conseguía otra cosa, al menos debía devolver a Bek a casa sano y salvo.

Aunque sabía a ciencia cierta que muchos otros miembros de la compañía habían muerto, estaba convencido de que este seguía con vida porque Tamis había estado con su primo antes de encontrarse con Quentin y porque, en el fondo, donde los instintos dictaban cosas que los ojos no veían, sabía que nada había cambiado. Sin embargo, eso no significaba que Bek no estuviera en peligro ni necesitara ayuda y Quentin estaba decidido a no decepcionarlo.

Una parte de él comprendía que su intensidad nacía de la necesidad de aferrarse a algo para salvarse a sí mismo. Era consciente de que, si flaqueaba, la desesperación lo abrumaría. La desolación sería tan absoluta que no podría obligarse a moverse. Si se derrumbaba, estaba perdido. Tomar cualquier dirección, marcarse un propósito le evitaba precipitarse al vacío. No sabía hasta qué punto era realista tratar de encontrar a Bek, solo y sin la ayuda de una magia útil, pero las probabilidades no importaban si se mantenía cuerdo.

No estaba lejos de las ruinas cuando divisó una aeronave que surcaba el cielo, distante y pequeña, recortada sobre el horizonte. Le sorprendió tanto que, durante unos segundos, se quedó petrificado y la contempló, incrédulo. Estaba demasiado lejos para que pudiera identificarla, pero decidió que debía ser la Jerle Shannara, que buscaba a los miembros de la expedición. Lo embargaron esperanzas renovadas y se dirigió hacia la nave enseguida.

Sin embargo, en cuestión de segundos, la aeronave planeó rumbo a la neblina de un banco de nubarrones que procedía del este hasta que desapareció de su vista.

El joven se encontraba en un claro mientras trataba de localizarla de nuevo, cuando oyó que alguien lo llamaba:

—¡Tierralteño! ¡Espera!

Giró sobre sus talones, sorprendido, tratando de identificar la voz y el origen de esta. Todavía escudriñaba las colinas cuando Panax surgió de entre los árboles que había a sus espaldas.

—¿Dónde has estado, Quentin Leah? —le pidió el enano, entre jadeos y colorado por el esfuerzo—. ¡Llevamos buscándote desde ayer! ¡Te he visto por pura casualidad!

Llegó frente a Quentin y le estrechó la mano calurosamente.

—Bien hallado, tierralteño. Estás hecho un desastre, espero que no te importe que te lo diga. ¿Estás bien?

—Estoy bien —respondió Quentin, aunque no fuera cierto—. ¿Quiénes me habéis buscado, Panax?

—Kian y yo, Obat y un puñado de rindge. La abominasquión los ha destrozado a consciencia. La aldea, a los lugareños, todo. La tribu ha quedado desparramada por toda la geografía, al menos, aquellos a los que no mató. Obat reunió a los supervivientes en las colinas; tenían la intención de reconstruir la aldea y seguir como antes, pero ya no. No van a volver. Las cosas han cambiado.

De pronto, se detuvo, observó con más detenimiento el rostro de Quentin y descubrió algo en lo que todavía no había reparado.

—¿Dónde está Tamis? —inquirió.

Quentin sacudió la cabeza.

—Ha muerto. Ard Patrinell también. Se mataron el uno al otro. No pude salvar a ninguno de los dos. —Le temblaban las manos y era incapaz de pararlo. Clavó la mirada en el suelo, confundido—. Le preparamos una trampa entre Tamis y yo. Nos escondimos en el bosque, junto a uno de los hoyos, y dejamos que la abominasquión nos encontrara con la esperanza de hacer que cayera en la trampa. Usamos un señuelo, un ardid para atraerla. Funcionó, pero salió del hoyo y Tamis…

Se le apagó la voz, incapaz de continuar y las lágrimas se le agolparon en los ojos por enésima vez, como si fuera un niño que revive una pesadilla.

Panax agarró las manos de Quentin entre las suyas, las aquietó y se las sujetó hasta que los temblores se detuvieron.

—Parece que tú también escapaste por los pelos —observó en tono calmado—. Supongo que no podías hacer más para salvarlos que no hubieras probado ya. No te exijas demasiado, tierralteño. La magia no siempre proporciona las respuestas que buscamos. El druida lo habrá descubierto por sí mismo, esté donde esté. A veces, debemos aceptar que tenemos limitaciones. Hay cosas que no podemos evitar. La muerte es una de ellas.

Le soltó las manos y lo asió de los hombros.

—Siento mucho lo de Tamis y Ard Patrinell, de verdad. Seguro que lucharon por sus vidas, tierralteño, pero tú también. Creo que, tanto a ellos como a ti mismo, les debes hacer que haya servido de algo.

Quentin miró los ojos marrones del enano y volvió paulatinamente en sí, mientras forjaba una nueva determinación. Evocó el rostro de Tamis al final, el espíritu feroz con el que se había enfrentado a su propia muerte. Panax tenía razón: derrumbarse ahora, entregarse a la tristeza, sería traicionar todo por lo que la elfa había luchado. El joven inspiró hondo.

—De acuerdo.

Panax asintió y retrocedió.

—Bien. Necesitamos que seas fuerte, Quentin Leah. Los rindge llevan explorando desde esta madrugada, desde antes del amanecer. Se han adentrado en las ruinas. Bastión Caído está plagado de escaladores, pero no funciona ninguno. Ya no funcionan los filamentos de fuego. Al parecer, Antrax ha muerto.

Quentin lo miró de hito en hito sin comprender nada.

—Pues muy bien, dirás, pero mira ahí. —El enano señaló al este, al banco de nubarrones que se avecinaba, como una cortina de oscuridad que llenaba el horizonte—. Lo que se avecina es un cambio en el mundo, de acuerdo con los rindge. Tienen una profecía que lo anuncia. Si Antrax es destruido, el mundo volverá a ser como era. ¿Recuerdas que los rindge insistían en que Antrax controlaba el tiempo? Bien, pues antes de que lo hiciera, esta tierra solo era hielo y nieve, hacía un frío gélido y era casi inhabitable. Tan solo se volvió cálida y frondosa después de que Antrax la cambiara hace eones. Y ahora, está volviendo a su estado original. ¿Notas el fresco?

Quentin no se había dado cuenta antes, pero Panax tenía razón. El ambiente se enfriaba a un ritmo constante, a pesar de que el sol hubiera salido ya. Ese ambiente fresco era de los que anunciaban la llegada del invierno.

—Obat y su pueblo cruzarán las montañas hasta el interior de Parcasia —continuó el enano—. Allí hace mejor tiempo y la región es más segura. Si no encontramos el modo de salir de aquí enseguida, creo que lo mejor será acompañarlos.

De repente, Quentin se acordó de la aeronave.

—Justo acababa de ver a la Jerle Shannara, Panax —dijo, y atrajo la atención del otro hacia el frente—. Ha estado visible durante unos segundos, justo por ahí. La he visto justo cuando me has encontrado, pero luego la he perdido entre esas nubes.

Escudriñaron juntos la oscuridad durante unos minutos, pero no vieron nada. Entonces, Panax se aclaró la garganta.

—No quiero ponerte en duda, que conste, pero ¿estás seguro de que no se trataba de la Fluvia Negra?

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