Tal posibilidad no se le había ocurrido a Quentin. Tenía tantas ganas de que fuera la Jerle Shannara, suponía, que en ningún momento se había parado a pensar que podía ser la aeronave enemiga. Se había olvidado de su némesis.
Sacudió la cabeza lentamente.
—No, no estoy seguro.
El enano asintió.
—No pasa nada, pero tenemos que ir con cuidado. La bruja y sus mwellrets todavía andan por aquí.
—¿Y qué me dices de Bek y los demás?
Panax parecía incómodo.
—Todavía no hemos encontrado ni rastro de ellos. No sé si los encontraremos, tierralteño. El pueblo de Obat no quiere volver a las ruinas; dicen que es la cuna de la muerte, aunque ya no exista Antrax ni estén activos los escaladores ni los filamentos de fuego. Dicen que está maldito, que nada ha cambiado. He tratado de convencerlos para que me acompañaran esta mañana, pero, después de lo ocurrido, han vuelto a las colinas a esperar. —Sacudió la cabeza—. A ver, no los culpo, pero tampoco es de mucha ayuda.
Quentin se enfrentó a él.
—No pienso abandonar a Bek, Panax. Ya estoy harto de huir, de ver a la gente morir y no hacer nada para evitarlo.
El enano asintió.
—Seguiremos buscando, tierralteño. Todo lo que podamos, no dejaremos de buscar. Pero no te hagas demasiadas ilusiones.
—Está vivo —insistió Quentin.
El enano no respondió, su rostro curtido y franco no revelaba sus pensamientos. Clavó la mirada en el cielo, en dirección al norte, y Quentin copió su gesto. Una línea de manchas negras había aparecido en el horizonte, y avanzaba en paralelo a la tormenta, desplegadas sobre el cielo matutino.
—Aeronaves —anunció bajito Panax, con cierta afectación en la voz áspera.
Contemplaron cómo las manchitas se agrandaban y tomaban forma. Quentin no comprendía cómo habían salido tantas aeronaves, al parecer de la nada, en un momento. ¿Ante quién respondían? Miró a Panax, pero el enano estaba tan confundido como él.
—Mira —dijo Panax mientras señalaba.
La aeronave que Quentin había visto hacía un rato había reaparecido entre la oscuridad y surcaba el cielo a toda velocidad rumbo al este, hacia las montañas. Esta vez no había lugar a dudas: se trataba de la Fluvia Negra. El grito de socorro murió en los labios del tierralteño, que se quedó petrificado donde estaba cuando esta los sobrevoló y se perdió en la distancia. Ahora veían que trataba de cortarle el paso a otra nave, más adelantada. La inclinación distintiva de los tres mástiles les reveló que no era otra que la Jerle Shannara. La bruja y sus mwellrets daban caza a los nómadas y los otros buques les pisaban los talones a ambas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Quentin, tanto para sí como para Panax.
Al cabo de unos segundos, la flota perseguidora se dividió en dos grupos: uno se fue tras la Fluvia Negra y la Jerle Shannara y la otra se dirigió hacia las ruinas de Bastión Caído. Este segundo grupo era más pequeño, pero estaba capitaneado por la aeronave más grande. En formación lineal, los buques planearon sobre las ruinas y se prepararon para aterrizar.
—No creo que debamos quedarnos aquí, expuestos de esta manera —sugirió Panax al cabo de unos instantes.
Enseguida, buscaron el amparo de los árboles y se retiraron hacia las colinas, donde encontraron un punto de avanzada desde donde observar lo que sucedía. No tardaron mucho en admitir que habían tomado la decisión correcta. Las aeronaves lanzaron escaleras de cuerda, que colgaban a pocos metros del suelo, y puñados de mwellrets las descendieron y se esparcieron por la zona. A bordo de las aeronaves, la tripulación se quedó en sus puestos. Sin embargo, había algo raro en su porte. Estaban quietos, petrificados, como estatuas, no había trajín ni hablaban con los demás compañeros. Quentin los observó durante un buen rato, con la intención de detectar algún tipo de reacción en ellos. No se produjo ninguna.
—Dudo que sean aliados —anunció Panax en voz baja. Hizo una pausa—. Mira eso.
Un elemento nuevo había aparecido: un puñado de criaturas que carecían de una identidad reconocible. Las colocaban en redes de carga y las hacían descender mediante cabestrantes desde la aeronave mayor, una tras otra. Parecían humanos demasiado crecidos, con unas espaldas y brazos enormes, las piernas gruesas y los torsos peludos. Caminaban encorvados, usando las cuatro extremidades, como los primates del viejo mundo. Sin embargo, las cabezas tenían un aspecto lobuno: tenían el morro estrecho y marcado, las orejas puntiagudas y unos ojos penetrantes. Incluso desde la distancia, esos rasgos eran inconfundibles.
—¿Qué son? —dijo Quentin, que soltó una bocanada de aire.
Las partidas de búsqueda se abrieron en abanico por las ruinas, con una docena de mwellrets en cada una, armados y protegidos: sin duda, era un invasor hostil. Llevaban esas peculiares criaturas encorvadas atadas de largas cadenas y les habían dado la orden de buscar, como si fueran perros. Con el hocico amorrado al suelo, avanzaron entre los escombros en distintas direcciones y los mwellrets las siguieron. En las ruinas no se produjo ninguna reacción por parte de Antrax. No aparecieron escaladores y ningún filamento de fuego hendió el aire. Al parecer, los rindge tenían razón sobre lo que había ocurrido. Sin embargo, eso tan solo consiguió que Quentin no dejara de pensar en lo que le habría sucedido a Bek.
Kian, el elfo fornido de tez morena, surgió de repente de entre los árboles y se acercó a ellos. Saludó a Quentin con un asentimiento de cabeza, pero no dijo nada.
—Tenemos un problema, tierralteño —anunció Panax sin mirarlo.
Quentin asintió.
—Nos están buscando. Y tarde o temprano, nos encontrarán.
—Y yo diría que será más temprano que tarde. —El enano se irguió—. No podemos quedarnos aquí. Hay que irse.
Quentin Leah observó cómo sus perseguidores se adentraban en la ciudad, a lo lejos, eran figuritas, como juguetitos. Quentin entendía a Panax, pero no quería expresarlo en voz alta. Panax le sugería que debían abandonar la búsqueda de Bek, que tenían que poner tanta distancia como pudieran entre ellos y quienes los estuvieran persiguiendo.
Notó que una parte de sí mismo se marchitaba y se moría ante la perspectiva de volver a abandonar a Bek, pero sabía que, si se quedaba, lo encontrarían. Con eso, no conseguiría nada de provecho y podría acabar muerto. Trató de reflexionar sobre ello a fondo. Quizá Bek poseía magia, Tamis así lo afirmaba. Lo había visto usarla, un poder con el que podía hacer trizas a los escaladores. Su primo no estaba completamente indefenso. En realidad, era posible que él tuviera más opciones que ellos de salir con vida. Quizá incluso había encontrado a Walker, así que, tal vez, estaban juntos. Tal vez ya habían salido de las ruinas y habían huido a las montañas.
Se detuvo, enfadado. Lo estaba racionalizando. Trataba de hacerse sentir mejor por abandonar a Bek, por romper su promesa por enésima vez. Pero, en realidad, no se creía ni una palabra de lo que se decía. El corazón no se lo permitía.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó al final, resignado a realizar la única cosa que se había prometido que no haría.
Panax se rascó la barbilla, ya cubierta con una barba incipiente.
—Nos adentraremos en el Arca Aleutera, esas montañas que quedan detrás, con Obat y su pueblo. Nos adentramos en el corazón de Parcasia. Las aeronaves se dirigían hacia allí; tal vez alcancemos alguna. Quizá podamos hacerle señales. —Se encogió de hombros, cansado—. Tal vez podamos sobrevivir.
No mencionó una palabra sobre volver a por Bek y los demás o sobre reanudar la búsqueda más adelante. El joven comprendió que algo así no ocurriría, que quizá nunca regresarían a las ruinas, y no le haría una promesa que no podría cumplir.
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