Terry Brooks - El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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Los alcaudones revoloteaban a su alrededor, pero no podían atacarlos más de dos a la vez; mientras que los arqueros disparaban flechas con una precisión mortífera, les provocaban heridas y les arrancaban gritos de rabia.

—¡Timón, todo a babor! —gritó Rojote a modo de advertencia cuando un segundo navío trató de cerrarles el paso desde la izquierda.

Mientras la tripulación se preparaba, el capitán dio una vuelta entera al timón y apuntó los espolones hacia la nueva amenaza. La Jerle Shannara dio una sacudida y bandazos cuando los tubos de disección despidieron nuevas descargas de luz convertida y luego salió disparada hacia la popa del contrario, barrió la cubierta y arrancó trozos de barandilla como si fuera paja. Redden Alt Mer dispuso de unos segundos para echar un vistazo a la tripulación enemiga. Un mwellret se agarraba a la rueda del timón, agachado en la cabina para amortiguar el impacto de la colisión. Hizo un gesto y dio órdenes a voz en grito a sus hombres, pero la reacción de estos fue de una lentitud rara y mecánica, como si salieran de un letargo, como si necesitaran más información antes de pasar a la acción. Redden Alt Mer observó los rostros que se habían girado hacia él, carentes de expresión y vacíos, desprovistos de cualquier rastro de emoción o reconocimiento. Sus ojos se clavaron en él, duros y lechosos como las piedras del mar.

—¡Diantres! —susurró el capitán nómada.

Eran ojos de muertos, aunque los hombres se movían. Por un momento, se quedó tan petrificado que perdió por completo la concentración. A pesar de haber visto muchas cosas extrañas, nunca había visto muertos vivientes. No creía que llegaría a hacerlo. Con todo, era lo que veía en ese momento.

—¡Spanner! —le gritó al maestro de aja.

Spanner Frew también los había visto. Miró a Redden Alt Mer y sacudió la cabeza negra y tupida como si fuera un oso enfadado.

Entonces, la Jerle Shannara sobrepasó el segundo buque y se elevó por encima de los demás. Alt Mer la hizo virar y puso rumbo a la península, lejos de la reyerta. Los navíos enemigos los persiguieron al instante y se dirigieron hacia ellos desde todos los flancos, pero estaban demasiado esparcidos por la costa y demasiado lejos como para cortarles el paso de forma efectiva. Se preguntó cómo les habrían encontrado, para empezar. Durante unos segundos, se planteó la posibilidad de que uno de sus hombres lo hubiera traicionado, pero enseguida descartó la idea. Magia, seguramente. Quien fuera que comandara esa flota era capaz de esclavizar a alcaudones y de revivir a los muertos, por lo que seguro que también podría encontrar una tripulación de nómadas con facilidad. Era más que probable que hubiera usado a los alcaudones para seguirles la pista.

O había sido ella, si se daba el caso de que Ilse la Hechicera hubiera regresado.

Maldijo su ignorancia, a la bruja y a una retahíla de circunstancias imprevisibles mientras dirigía la aeronave hacia el interior de la península y sobrevolaba las montañas. Tendría que virar hacia el sur pronto para mantener el rumbo. No podía fiarse de la ruta más corta por tierra. Corría demasiado peligro de perderse y no encontrar a Rojita y a los demás. Y no podía permitirse abandonarlos a su suerte con estos seres tras ellos.

Un golpe repentino se impuso al viento cuando la pasadera de radián de en medio del barco del lado de babor se rompió y empezó a dar latigazos por cubierta como si fuera una serpiente en pleno ataque. Los nómadas, que todavía estaban en cuclillas en las portas de artillería, se tumbaron para protegerse. Spanner Frew se parapetó detrás del palo mayor cuando la pasadera flageló el aire, se enrolló sola alrededor de la porta de popa y, luego, el maestro de aja la soltó de un tirón.

Enseguida, la aeronave empezó a perder energía y equilibrio, ambos ya reducidos por la pérdida de las pasaderas de proa, ahora desaparecidas por completo después de que todo el sistema de babor se hubiera desprendido. Si no cobraban enseguida los cabos, la nave viraría hacia los buques enemigos y quedarían en manos de los muertos vivientes.

Redden Alt Mer evocó esos ojos lechosos y vacíos, desprovistos de toda humanidad, carentes de cualquier percepción del mundo que los rodeaba.

Sin pararse a reflexionar, cortó la energía de mitad del barco del lado de estribor y empujó la palanca de babor al máximo. O la Jerle Shannara aguantaba lo suficiente para darles la oportunidad de escapar o se desplomaría por completo del cielo.

—¡Barbanegra! —le gritó a Spanner Frew—. ¡Ponte tú al timón!

El maestro de aja subió los escalones con pesadez, se metió en la cabina del piloto y sus manos nudosas agarraron los mandos. Redden Alt Mer no dedicó ni un solo segundo a explicarle nada, salió a toda prisa hacia las escaleras que conducían a cubierta, directo hacia el palo mayor. Se sentía estimulado y resuelto, como si cualquier cosa que hiciera no fuera una temeridad que debía plantearse dos veces. Tampoco era tan descabellado, decidió. El viento, fuerte y sibilante, le azotó la melena pelirroja y los pañuelos de colores vivos. Notaba cómo la aeronave se balanceaba bajo sus pies, mientras trataba de mantener la estabilidad y de no caer en picado. Había perdido tres pasaderas, ya debería estar desplomándose. Otra nave no habría durado tanto.

A su izquierda, las pasaderas enredadas daban latigazos y se soltaban, amenazando con desprenderse en cualquier momento. Se arriesgó a echar un rápido vistazo por encima del hombro. Sus perseguidores se les habían acercado tras sacar provecho de los problemas que estaban teniendo. Casi tenían a los alcaudones encima.

—¡Mantenedlos a raya! —les gritó a los nómadas que estaban agachados en las portas de artillería, pero el viento se llevó sus palabras.

Escaló el palo mayor por las clavijas de hierro hundidas en la madera, se apretó contra el grueso mástil para evitar que el viento lo arrancara de un soplo y lo lanzara al vacío. Su ropa de piloto de cuero, contribuía a protegerlo, pero incluso así el viento era despiadado, soplaba desde las montañas y asolaba la costa con corrientes gélidas y despiadadas. No miró atrás ni hacia las pasaderas. Los peligros eran evidentes y no podía hacer nada al respecto. Si las pasaderas se soltaban del todo antes de que llegara hasta ellas, podían asestarle tales latigazos que lo descuartizarían. Si los alcaudones se acercaban lo suficiente, lo arrancarían de la percha y se lo llevarían. No valía la pena invertir tiempo pensando en ninguna de esas posibilidades.

De reojo, le pareció advertir un parpadeo oscuro. Por el rabillo del ojo vio otro que le pasaba cerca, veloz como un rayo. Otro hendió el aire. Eran flechas. Los buques enemigos estaban lo bastante cerca y podían usar ya los arcos. Tal vez, los mwellrets y los muertos vivientes no dominaban esas armas lo suficiente. Tal vez, parte de la suerte que lo había salvado en tantas otras ocasiones lo salvaría ahora.

Quizá la suerte era todo lo que le quedaba.

Por fin llegó a la punta del mástil y rodeó el penol hasta donde estaba atada la pasadera traidora. Se agarró a este con los dedos entumecidos y magullados, las fuerzas lo abandonaban a golpe de ráfaga glacial. En cubierta, los rostros de sus hombres alternaban de las alturas al objetivo: disparaban flechas a los alcaudones que se acercaban y luego alzaban la vista para comprobar cómo avanzaba su capitán. Advirtió la preocupación en esos rostros curtidos. «Bien», pensó. Sería una desgracia que no fueran a echarlo de menos.

Un alcaudón se lanzó en picado hacia él mientras chillaba. Le clavó las garras en la espalda y le arrancó y desgarró el cuero. Un latigazo de dolor lo sacudió cuando las zarpas del ave le destrozaron la piel. Se soltó de un lado y por poco cayó; perdió pie, de modo que quedó colgando del penol agarrado solo con las puntas de los dedos. La vela se hinchó contra él como un globo y se apoyó en ella mientras hacía acopio de fuerzas. Mientras la tela lo rodeaba, otro alcaudón se lanzó hacia él, pero no llegó lo bastante cerca. Viró y se alejó, frustrado.

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