1 ...7 8 9 11 12 13 ...24 Tras él, la niebla y la oscuridad los cercaban. No quedaba ni rastro de sus perseguidores; de hecho, de nada que no fuera el cielo, las montañas, la lluvia y la niebla que lo llenaban todo.
Spanner Frew regresó a la cabina del piloto. No tenía sentido que siguiera en proa; el mundo que los rodeaba había desaparecido.
El maestro de aja miró a Redden Alt Mer y le ofreció una sonrisa de oreja a oreja. El capitán nómada se la devolvió. No tenían nada que decirse.
La Jerle Shannara continuó navegando las tinieblas.
El calor y la luz dieron paso a una oscuridad gélida, la sensación tan peculiar de cosquilleo se convirtió en entumecimiento y el presente se tornó pasado cuando el poder de la espada de Shannara se adueñó de Ilse la Hechicera. Se encontraba en el corazón de las catacumbas de Bastión Caído, a solas con su enemigo, el druida Walker, rodeada de los escombros de otra era. De repente, se había adentrado tanto en su interior que no sabía dónde estaba. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser una criatura de carne y hueso a poseer la misma sustancia que los pensamientos que la asolaban.
Tan solo dispuso de un segundo para preguntarse qué le ocurría, nada más.
Se adentró sola en la negrura, pero era consciente de la presencia de Walker junto a ella, no con una silueta reconocible, ni siquiera completamente formada, sino más bien en forma de una sombra, un espectro que la seguía como la caída de su larga melena oscura. Notaba el pulso del druida en el talismán al que se aferraba como si de un salvavidas se tratara. Walker era tan solo una presencia etérea, pero la acompañaba y la observaba.
Cuando Ilse la Hechicera emergió de las tinieblas, se encontró en otro lugar y en otra época que reconoció al instante. Estaba en la casa de su infancia, de donde la habían arrancado cuando solo era una niña. Creía que nunca más la vería, pero ahí estaba, tal y como la recordaba, envuelta en las sombras del amanecer que se acercaba, sumida en el silencio y rodeada de peligro. Notó la frescura del aire de la madrugada y le llegó la fragancia intensa de los arbustos de lilas. Reconoció el instante al momento: se había trasladado a la época en que sus padres y su hermano habían muerto y a ella la habían secuestrado.
Contempló cómo se desarrollaban de nuevo los acontecimientos de aquella fatídica mañana, pero esta vez como espectadora, como si le ocurriera a otra persona. Volvieron a matar al viejo Ladrido cuando salió a investigar. Las formas encapuchadas pasaron de nuevo junto a su ventana bajo la tenue luz del alba cuando se dirigían hacia la puerta de entrada. Ella volvió a salir corriendo en vano. Escondió a su hermano en la bodega y trató de eludir el mismo sino que sus padres. No obstante, las figuras encapuchadas la esperaban. Vio cómo la apresaban mientras su casa se quemaba envuelta en una humareda rojiza. Observó cómo se la llevaban, inconsciente e indefensa, hacia el sol naciente.
Había ocurrido tal y como lo recordaba. Pese a todo, también había sido distinto. Fue testigo de cómo unas siluetas negras hacían un corrillo para debatir mientras ella yacía atada, con los ojos vendados y amordazada. Sin embargo, había algo que no cuadraba. Esos no parecían los metamorfóseos que ella sabía que se la habían llevado. Tampoco había rastro del druida Walker. ¿Había visto cómo pasaba ante las ventanas de su casa esta vez, como ella recordaba? Le parecía que no. ¿Dónde estaba?
Como si pretendiera responder a su pregunta, una figura emergió de entre los árboles, alta, negra y encapuchada, como sus captores. Tenía la apariencia de un druida: se fundía con la noche que retrocedía y prometía la llegada de la muerte. Hizo un gesto a sus secuestradores, los llamó junto a él, les dijo algo que no alcanzó a oír y luego se apartó. De pronto, se produjo un trajín de actividad: sus captores se pusieron en guardia, como si fueran combatientes, y lucharon unos contra otros. Sin embargo, su lucha no era encarnizada y brutal; tan solo era un ejercicio. De vez en cuando, alguno se detenía para echar un vistazo a la niña, como si pretendiera calcular los efectos de la simulación. La figura encapuchada dejó que siguieran durante un rato mientras esperaba y, entonces, de golpe, la agarró, la alzó y desaparecieron entre los árboles, alejándose de ese extraño panorama.
Mientras la silueta corría, la bruja entrevió sus antebrazos. Eran escamosos y veteados. Eran reptilianos.
La cabeza le empezó a dar vueltas cuando cayó en la cuenta. «¡No!».
La figura oscura y encapuchada la condujo hasta el interior del bosque, a un lugar tranquilo, y la dejó en el suelo. Contempló cómo le revelaba su identidad y no era el druida, como ahora ya sabía, pues era consciente de que no podía ser otro que el Morgawr. «¡Traidor!». La palabra le retumbó en la mente. «¡Mentiroso!». Pero era algo mucho peor. Ninguna palabra era suficiente para describirlo, no era ni humano. Era un monstruo.
Sabía que contemplaba la verdad. Se lo decía su instinto, por mucho que dudara que fuera cierto. Las imágenes que evocaba la magia de la espada de Shannara no podían ser falsas. Lo presentía, y tenía todo el sentido del mundo. ¿Cómo no lo había sabido antes? ¿Cómo se había dejado engañar con tanta facilidad?
Se recordó que, con todo, en aquel entonces solo tenía seis años. No era más que una niña.
Atormentada por las emociones que la desgarraban como una manada de lobos famélicos, habría chillado a causa de la rabia y la desesperación si hubiera podido. A pesar de ello, era incapaz de dar voz a lo que sentía; solo podía seguir mirando. La magia de la espada no le permitía hacer más.
Oyó cómo el Morgawr le hablaba con voz suave, con intención de seducirla, con un tono traicionero. Vio cómo ella misma, poco a poco, aceptaba sus mentiras, se creía quien él afirmaba que era y que había sido víctima de las maquinaciones de un druida. Fue testigo de cómo se la llevaba a lomos de un alcaudón hasta su guarida subterránea en el corazón del valle de los Indómitos. Contempló cómo ella misma cerraba la puerta de su propia prisión, ingenua y solícita, y se convertía en un títere en una confabulación que empezaba a vislumbrar por primera vez. Observó cómo iniciaba una nueva vida; una niña pequeña engañada que se dejaba llevar por el odio y la determinación. Se contempló consciente de que nunca volvería a ser la misma; que nunca sería capaz de evitarlo, de hacer algo que no fuera desesperarse por el destino que la aguardaba.
Aun así, las imágenes no dejaron de sucederse, de exponer la verdad que le habían negado durante todos estos años. Vio cómo un metamorfóseo hurgaba entre los escombros calcinados a los que había quedado reducida su casa para salvar a su hermano, que aún vivía. Contempló cómo se lo llevaba a una fortaleza que se erguía solitaria y que, de inmediato, reconoció como Paranor. Fue testigo de cómo entregaba a su hermano al druida Walker, quien, a su vez, lo llevaba hasta las Tierras Altas de Leah y se lo confiaba a un hombre de rostro amable y a su mujer, que ya tenían hijos propios y una deuda pendiente con el druida. Vio cómo su hermano crecía con esa familia y cómo la carita de bebé le cambiaba con el paso de los años hasta exhibir unos rasgos que, poco a poco, empezó a reconocer.
Habría soltado un grito ahogado o incluso habría chillado al darse cuenta de que estaba viendo al muchacho que había venido a esta tierra lejana con Walker, el chico que se había enfrentado a ella y había afirmado ser Bek. No había confusión posible. Era el mismo muchacho al que no había creído, el mismo al que había perseguido con el caull y que casi había matado. Bek era el hermano que estaba tan segura de que había muerto en el incendio…
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