1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 «No te detengas —se dijo a pesar del cansancio y el dolor que lo embargaban—. ¡No te des por vencido!».
Subió como pudo al penol y se arrastró hasta un extremo, se dejó caer con un balanceo sobre la percha y se deslizó bajando por la pasadera del centro del barco hasta el punto en el que se había enredado en la popa. Desenmarañaba los cabos con las botas a medida que descendía. Maltrecho y destrozado, pero aferrándose desesperado a ambos estayes, pidió ayuda a gritos a la tripulación. Dos marineros salieron de las troneras y se colocaron a ambos lados en cuestión de segundos, agarraron las pasaderas y las cobraron en los mismos tubos de disección de los que se habían soltado, ignorando a los alcaudones que se lanzaban en picado hacia ellos y la lluvia de flechas que disparaban los buques que los perseguían.
Redden Alt Mer se desplomó sobre la cubierta, la espalda le ardía de dolor y la tenía mojada de sangre.
—Creo que por hoy se han terminado las heroicidades, capitán —gruñó Britt Rill, que apareció de la nada y lo agarró de un brazo para ponerlo en pie—. Abajo se ha dicho.
Alt Mer se opuso, pero tenía la garganta tan seca que era incapaz de pronunciar palabra. Peor: las fuerzas lo habían abandonado por completo. Lo único que podía hacer era seguir en pie, y solo con la ayuda de Rill. Lo miró y asintió. Había hecho todo lo que había podido. El resto ya era cosa de la nave, y habría apostado por ella en cualquier carrera.
Bajo la cubierta, Britt Rill lo ayudó a desnudarse y le limpió y curó las heridas.
—¿Es muy grave? —preguntó Redden Alt Mer con la cabeza inclinada hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, con todo el cuerpo en tensión debido al dolor—. ¿Me ha desgarrado los músculos?
—No, no es tan grave, capitán —le respondió el otro en voz baja—. Tan solo son unos cuantos cortes profundos que os darán historias que contar a vuestros nietos, en caso de los tengáis algún día.
—Ni hablar.
—Y el mundo os lo agradece, supongo.
Rill les aplicó un ungüento a las heridas, las vendó con tiras de algodón, les echó un buen chorro del pellejo de cerveza que llevaba a la cintura y dejó que el otro decidiera por sí mismo qué hacer ahora.
—Los demás me necesitan —dijo Rill mientras salía por la puerta del camarote.
«Y a mí», pensó Alt Mer. Sin embargo, no se movió de inmediato. Se quedó sentado en la cama durante varios minutos más mientras escuchaba el viento que repiqueteaba contra la ventana, que tenía los postigos cerrados, y notaba el movimiento de la nave. Gracias al balanceo y a cómo planeaba, sabía que hacía lo que debía, que había suficiente energía de nuevo para mantenerla en el aire y en movimiento. No obstante, la batalla todavía no había terminado. Sus perseguidores, poseedores de una magia tan poderosa como para controlar alcaudones y comandar a muertos vivientes, no se darían por vencidos con facilidad.
Al cabo de unos minutos, subió a cubierta, con el cuero desgarrado colocado de nuevo en su lugar. En cuanto salió a merced del viento, echó un vistazo en derredor unos instantes para comprobar su posición, luego se dirigió hasta la cabina del piloto y se colocó junto a Spanner Frew. Satisfecho con dejar que el maestro de aja los guiara, no le pidió que le devolviera el timón. Durante unos minutos observó la nube de siluetas negras que todavía los perseguían, pero que empezaban a difuminarse entre la niebla. Incluso los alcaudones parecían haber abandonado la caza.
Spanner Frew lo miró, tomó nota de las condiciones del capitán y no dijo nada. El aspecto del capitán nómada no invitaba a la conversación.
Alt Mer alzó los ojos al cielo que los rodeaba. Todo eran tonos grises y niebla, con franjas más oscuras que anunciaban lluvia. Las montañas se alzaban amenazadoras a ambos lados mientras se adentraban en la península, hacia los glaciares que debían atravesar para llegar hasta Rue y los demás.
Entonces, divisó un grupo de puntos negros desperdigados ante ellos, por el lado de estribor, donde la costa se curvaba hacia el interior en una serie de calas profundas.
—¡Barbanegra! —le dijo al oído mientras le tiraba del hombro y señalaba hacia delante.
Spanner Frew miró donde le indicaba. Los puntos de enfrente cobraron forma y les salieron alas y velas.
—¡Más! —gruñó el hombretón, con un ligero rastro de incredulidad en la voz—. Y también alcaudones, si no me engaña la vista. ¿Cómo nos han adelantado?
—¡Los alcaudones conocen la costa y los acantilados mejor que nosotros! —Alt Mer tenía que esforzarse para oír por encima del rugido del viento—. Han encontrado una vía para cortarnos el paso. Si mantenemos el rumbo, nos atraparán. Tenemos que adentrarnos más en la península y hay que hacerlo ya.
Su compañero echó un vistazo a las montañas envueltas en niebla.
—Si nos dirigimos hacia allí con esta niebla, nos estamparemos.
Alt Mer le sostuvo la mirada.
—No tenemos otra opción. Dame el timón. Adelántate y hazme señales cuando creas que lo necesito. Pero no hagas ningún ruido, la voz nos delataría. Hazlo lo mejor que puedas y evita que nos despeñemos.
Tras haber reparado las pasaderas rotas y haberse desecho de los destrozos, la tripulación estaba atenta junto a los cabos. Spanner Frew los llamó cuando pasó ante ellos, los mandaba a sus puestos y les advertía de lo que iba a ocurrir. Nadie respondió. Se habían criado de acuerdo con la tradición nómada de mantener la fe en quienes poseían la suerte. Nadie tenía más suerte que Redden Alt Mer. Embarcarían en una nave en llamas rumbo a un incendio si él les ordenaba que lo hicieran.
Este inspiró hondo y echó otro vistazo a las formas que se cernían ante ellos y que los perseguían. Eran demasiadas para esquivarlas o plantarles cara. Viró el timón a babor hacia el banco de niebla. Dejó que la aeronave mantuviera la velocidad hasta que se adentraron en la bruma, entonces la redujo hasta casi punto muerto, mientras veía cómo el vapor se arremolinaba y difuminaba, delicados mantos blancos que cubrían las aristas más oscuras de las montañas. Si chocaban con un pico a esta altura, con esta niebla, desprovistos de una tercera parte de la energía, estaban acabados.
Con todo, los alcaudones no podían seguirles el rastro, y sus perseguidores se enfrentaban al mismo problema que ellos.
Un silencio peculiar reinaba en la neblina, desprovista como estaba de cualquier ruido mientras la Jerle Shannara, acunada por los peñascos, planeaba como un ave. Las montañas que los cercaban parecían flotar, macizos oscuros que aparecían y se esfumaban como si fueran espejismos. Alt Mer consultó la brújula y luego la guardó. Tendría que navegar guiándose por cálculos aproximados e instinto puro y luego esperar que pudiera recuperar el rumbo cuando se disipara la bruma. Si es que se disipaba. Podía seguir así incluso en el interior de la península, al otro lado de los peñascos. Si ese era el caso, estaban tan perdidos como si no hubieran tenido rumbo desde el principio.
A duras penas divisaba la silueta de Spanner Frew de pie en la proa. El nómada corpulento estaba inclinado hacia delante, con la concentración puesta en las volubles capas de blanco. De vez en cuando, hacía una señal con la mano (a la izquierda, a la derecha, más lento) y Redden Alt Mer toqueteaba los mandos siguiendo sus instrucciones. El viento silbaba con ráfagas bruscas hasta que se extinguió, cortado por la cara de un acantilado o difuminado en las corrientes de aire. La niebla se arremolinaba en las cumbres, vacía y sin dirección. Solo la Jerle Shannara perturbaba su composición etérea.
La lluvia regresó: un banco de nubes negras pronto se convirtió en un torrente de agua. Envolvió la aeronave y a su tripulación, los caló hasta los huesos, los sometió a una capa de humedad y penumbra y los dominó como el mar se apodera de un navío que zozobra. Alt Mer, que había capeado tormentas peores, trató de no pensar en el modo en que la lluvia distorsionaba las figuras y las distancias, pues creaba la ilusión de obstáculos que no existían y daba a entender que había vía libre en lugares repletos de paredes de roca. Confiaba en sus instintos más que en sus sentidos. Había sido marinero toda la vida; conocía de sobra las ilusiones que formaban el viento y la lluvia.
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