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Terry Brooks: El último viaje

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Terry Brooks El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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Se dirigió al extremo de la mesa opuesto a Darish Venn, de modo que atraía la atención del capitán y la alejaba de la oscuridad que se arremolinaba tras él.

—El viaje nos conducirá bastante lejos de las Cuatro Tierras, capitán. —Adoptó una expresión seria. Tras Venn, el Morgawr comenzó a materializarse—. Serán necesarios muchos preparativos. Alguien con tu experiencia no tendrá ningún problema para llenar de provisiones las naves que pretendemos llevarnos. Creo que serán necesarias una docena o más.

El Morgawr, enorme y negro, salió con sigilo de las sombras y se acercó a Venn por la espalda. El fronterizo no lo oyó ni lo percibió, por lo que no dejó de mirar a Sen Dunsidan.

—Por supuesto, dirigirás a tus hombres, decidirás quiénes realizarán las tareas…

Una mano emergió de los ropajes negros del Morgawr, nudosa y cubierta de escamas. Se cerró sobre la nuca de Darish Venn y el capitán de aeronaves soltó un grito ahogado. Se revolvió y retorció para tratar de liberarse, pero el Morgawr lo agarraba con firmeza. Sen Dunsidan retrocedió, las palabras se le truncaron mientras contemplaba la lucha. Darish Venn tenía los ojos clavados en él, llenos de furia y de impotencia. La otra mano del Morgawr apareció, resplandeciente con un halo verdoso y siniestro. Despacio, esa garra se dirigió hasta la parte trasera de la cabeza del fronterizo. Sen Dunsidan contuvo el aliento. Los dedos se alargaron, le tocaron el pelo y luego la carne.

Darish Venn chilló.

Los dedos se introdujeron en la cabeza tras atravesar el pelo, la piel y el hueso como si de arcilla blanda se tratara. A Sen Dunsidan se le formó un nudo en la garganta y se le encogió el estómago. El Morgawr había penetrado hasta el interior del cráneo y lo revolvía despacio, como si buscara algo. El capitán había dejado de gritar y de revolverse. La luz le había desaparecido de la mirada y el rostro se le había quedado flácido. Tenía un aspecto apagado e inerte.

El Morgawr retiró la mano del interior de la cabeza del fronterizo y, cuando la volvió a esconder bajo los ropajes negros, estaba mojada y humeaba. El Morgawr respiraba tan fuerte que Sen Dunsidan lo oía: era una suerte de jadeo extasiado, plagado de ruiditos de satisfacción y placer.

—No podéis saber, ministro —susurró—, lo bien que sienta alimentarse de la vida de otro. ¡Qué gozo!

Dio un paso atrás y soltó a Venn.

—Ya está. Hecho. Ahora es nuestro, hará lo que queramos. Es un muerto viviente sin voluntad propia. Hará todo lo que se le ordene. Conserva sus habilidades y su experiencia, pero ya no piensa por sí mismo. Una herramienta muy útil, ministro. Miradlo bien.

A regañadientes, Sen Dunsidan lo hizo. No era una invitación; era una orden. Observó los ojos vacíos y sin vida del otro y su repugnancia dio paso al horror cuando vio que perdían el color y la nitidez y se volvían lechosos y huecos. Dio la vuelta a la mesa con cautela, en busca de la herida que debía haber en la parte trasera de la cabeza del fronterizo, donde el Morgawr había metido la garra. Para su sorpresa, no había ninguna; el cráneo estaba intacto. Era como si no hubiera ocurrido nada.

—Ponedlo a prueba, ministro —dijo el Morgawr entre risas—. Ordenadle que haga algo.

Sen Dunsidan se esforzó por mantener la compostura.

—En pie —le ordenó a Darish Venn con una voz que apenas reconocía como propia.

El fronterizo se levantó. No miró a Sen Dunsidan en ningún momento ni dio señales de saber qué ocurría. Sus ojos siguieron blancos y vacíos, y su rostro, desprovisto de toda expresión.

—Es el primero, pero el primero de muchos —siseó el Morgawr, ahora con tono ansioso e impaciente—. Nos espera una larga noche. Idos, traedme otro. ¡Ya tengo ganas de carne fresca! ¡Venga! Traedme seis, pero que entren uno por uno. ¡Venga, rápido!

Sen Dunsidan salió de la sala sin mediar palabra. Tenía grabada a fuego la imagen de la mano escamosa humeante y mojada con materia gris humana y no podía sacársela de la cabeza.

Esa noche, llevó más hombres a la sala, tantos que perdió la cuenta. Los llevaba en grupos pequeños y los hacía entrar de uno en uno. Contemplaba cómo el Morgawr les profanaba el cuerpo y les destruía la mente. Se quedaba quieto, sin mover un dedo por ayudarles mientras estos dejaban de ser hombres y se convertían en meros receptáculos huecos. Era extraño, pero después de Darish Venn, era incapaz de recordar sus rostros. Para él, todos eran lo mismo. Eran el mismo hombre.

Cuando la sala estaba demasiado llena, se le ordenó que los condujera fuera y se los entregara al carcelero para que los colocara en una estancia más espaciosa. El carcelero los llevó sin hacer ningún comentario, sin siquiera mirarlos. Sin embargo, en una ocasión, tal vez cuando ya llevaban unos cincuenta, Sen Dunsidan se topó, en ese rostro destrozado y de mirada dura, con una expresión que le rompió el corazón. Los ojos reflejaban culpa y acusación, horror, desesperación y, sobre todo, una rabia absoluta. Esos ojos le decían que lo que hacían estaba mal. Superaba cualquier cosa imaginable. Era una locura.

Con todo, el carcelero tampoco hizo nada.

Ambos eran cómplices de un crimen atroz.

Ambos eran participantes silenciosos de la perpetración de un daño monstruoso.

Sen Dunsidan ayudó a corromper a muchos hombres que se dirigieron a su destrucción sin nada con lo que poder defenderse, engañados con las palabras vacías de un político y sus miradas tranquilizadoras. No sabía cómo lo había conseguido. No sabía cómo había sobrevivido a lo que todo ese horror le había hecho sentir. Cada vez que la mano del Morgawr emergía húmeda y goteando tras terminar otro festín, el ministro de Defensa creía que saldría corriendo y gritando. Sin embargo, la presencia de la muerte era tan sobrecogedora que trascendía cualquier otra cosa durante las terribles horas que duró aquello, y lo paralizaba. Mientras el Morgawr se daba un atracón, Sen Dunsidan observaba, incapaz de desviar la mirada.

Hasta que, por fin, el Morgawr estuvo saciado.

—Ya es suficiente por ahora —siseó, empachado y borracho de vidas arrebatadas—. Mañana por la noche, ministro, terminaremos lo que hemos empezado.

Se levantó, se alejó y se llevó la muerte hacia la noche hasta convertirse en una sombra que arrastra el viento.

Llegó el amanecer y un nuevo día, pero Sen Dunsidan no lo vio. Se encerró y no salió. Se quedó tendido en su dormitorio y trató de deshacerse de la imagen de la mano del Morgawr. Dormitó y trató de olvidar el modo en que se le erizaba la piel al oír el mínimo sonido de voz humana. Había quien preguntaba por su salud. Se requería su presencia en las salas del Consejo. La votación para el cargo de primer ministro era inminente. Se buscaba algún tipo de seguridad. Pero a Sen Dunsidan ya no le importaba. Ojalá nunca se hubiera puesto en esta posición. Ojalá estuviera muerto.

Al anochecer, quien estaba muerto era el carcelero. Incluso a pesar de la dura vida que había tenido y la resistencia de su mente, no había sido capaz de soportar lo que había presenciado. Cuando nadie lo vio, bajó hasta las profundidades de la prisión y se colgó en una celda vacía.

¿O lo había hecho otro? Sen Dunsidan no estaba seguro. Tal vez se trataba de un asesinato enmascarado de suicidio. Quizá el Morgawr no quería que el carcelero siguiera viviendo.

Tal vez Sen Dunsidan era el siguiente.

Pero ¿qué podía hacer para salvarse?

El Morgawr regresó a medianoche y, de nuevo, Sen Dunsidan lo acompañó a las prisiones. Esta vez, Dunsidan despachó al nuevo carcelero y se encargó él mismo del trabajo superfluo. A estas alturas, ya se había insensibilizado, se había hecho inmune a los gritos, a la mano humeante y mojada, a los gruñidos de horror de los hombres y a los suspiros de satisfacción del Morgawr. Ya no formaba parte de aquello; se había retraído en otra parte, en un lugar tan lejano que lo que ocurría allí, en ese lugar durante esa noche, no significaba nada. Al alba, habría terminado y, cuando hubiera acabado, Sen Dunsidan se convertiría en otro hombre con otra vida. Se sobrepondría a esta situación y la olvidaría. Empezaría de nuevo. Se reharía a sí mismo de un modo que lo libraría del daño que había cometido y de las atrocidades a las que había contribuido. No sería tan difícil. Era lo que hacían los soldados cuando regresaban a casa tras la guerra. Así era como una persona olvidaba lo imperdonable.

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