Terry Brooks - El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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—Naves del frente, ministro. Naves que puedan resistir un largo viaje y después, una batalla. Naves que puedan transportar a los hombres y el equipo necesarios para conseguir lo que haga falta. Naves que puedan traer los tesoros que espero encontrar.

Sen Dunsidan sacudió la cabeza con aire dubitativo.

—Naves así son difíciles de conseguir. Todas las que tenemos están asignadas al Prekkendorran. Si fuéramos a retirar, digamos, una docena…

—Dos docenas se acercaría más a lo que tenía en mente —lo interrumpió con suavidad el otro.

«¿Dos docenas?». El ministro de Defensa exhaló despacio.

—Dos docenas, entonces. Pero que desaparezcan tantas naves del frente no pasará desapercibido y suscitará preguntas. ¿Cómo voy a explicarlo?

—Estáis a punto de convertiros en primer ministro. No tenéis que dar explicaciones. —Su voz áspera rezumaba impaciencia—. Coged las de los nómadas si vais tan escasos.

Dunsidan bebió otro sorbo de la cerveza que no debería estar tomando.

—Los nómadas son neutrales. Son mercenarios, pero neutrales. Si les confisco las naves, se negarán a construir más.

—Yo no he dicho que se las confisquéis. Robádselas y echadle las culpas a otro.

—¿Y la tripulación correspondiente? ¿Qué tipo de hombres necesitáis? ¿También debo robarlos?

—Sacadlos de las prisiones. Necesito hombres que hayan navegado y que hayan luchado a bordo de aeronaves. Elfos, fronterizos, nómadas, no me importa. Dadme los suficientes para conformar las tripulaciones. Pero no esperéis que os los devuelva. Cuando los haya usado, pretendo deshacerme de ellos. No servirán para nada.

El pelo de la nuca de Sen Dunsidan se erizó. Doscientos hombres, desechados como si fueran zapatos viejos. Destrozados, rotos, inservibles. ¿Qué significaba? De pronto, le entraron unas ganas irrefrenables de salir de la estancia y echar a correr hasta que estuviera tan lejos que no recordara de dónde venía.

—Necesitaré tiempo para disponerlo todo, una semana tal vez. —Trató de mantener un tono de voz firme—. Dos docenas de naves desaparecidas de cualquier lugar darán que hablar. Se notará que faltan hombres en las prisiones. Tengo que pensar cómo hacerlo. ¿Necesitáis tanto de ambos para emprender vuestra travesía?

El Morgawr se quedó quieto.

—Parecéis incapaz de hacer nada de lo que os pido sin cuestionarlo. ¿Por qué? ¿Acaso os pedí cómo deshacerme de esos hombres que os impedían convertiros en primer ministro?

De pronto, Sen Dunsidan se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.

—No, no, claro que no. Es solo que…

—Me entregaréis a los hombres esta noche —lo interrumpió el otro.

—Pero necesito tiempo.

—Los tenéis en las prisiones, aquí, en la ciudad. Disponed su libertad ahora.

—Existen unas leyes que rigen la liberación de los prisioneros.

—Rompedlas.

Sen Dunsidan se sentía como si estuviera sobre unas arenas movedizas y se hundiera a toda velocidad, sin encontrar el modo de salvarse.

—Dadme las tripulaciones esta noche, ministro —siseó el otro—. Vos, personalmente. Será una muestra de confianza para demostrarme que mis esfuerzos por deshacerme de los hombres que se interponían en vuestro camino han sido justificados. Enseñadme que vuestra entrega para con nuestra cooperación no es mera palabrería.

—Pero si…

El otro salió de repente de las sombras y agarró al ministro de la camisa.

—Creo que necesitáis una demostración. Un ejemplo de qué les ocurre a quienes me cuestionan. —Aferró la tela con tanta fuerza que los dedos parecían varas de hierro que elevaron a Sen Dunsidan hasta que únicamente rozó el suelo con las puntas de las botas—. Veo que tembláis, ministro. ¿Puede que sea porque ahora, por fin, tengo toda vuestra atención?

Sen Dunsidan asintió sin abrir la boca, estaba tan asustado que no se atrevía a hablar.

—Perfecto. Acompañadme.

Sen Dunsidan soltó el aire de golpe cuando el otro lo liberó y se alejó.

—¿Adónde?

El Morgawr lo adelantó, abrió la puerta del dormitorio y lo miró desde las sombras de la capucha.

—A las prisiones, ministro, para que me deis mis hombres.

2

Juntos, el Morgawr y Sen Dunsidan recorrieron los pasillos de la casa del ministro, atravesaron las puertas del complejo y se adentraron en la noche. Ninguno de los guardas o de los sirvientes con los que se cruzaron les dijo nada. No parecía que los vieran siquiera. «Magia» pensó Sen Dunsidan, sin poder hacer nada. Reprimió el impulso de pedir ayuda a gritos, pues sabía que no recibiría ninguna.

Qué locura.

Pero ya había escogido.

Mientras caminaban por las calles vacías y oscuras de la ciudad, el ministro de Defensa trató de recuperar, poco a poco, la compostura que había perdido. Si quería sobrevivir a esa noche, debía hacerlo mejor que hasta ahora. El Morgawr ya creía que era un debilucho y un cretino; si pensaba que también era inútil, se desharía de él en un abrir y cerrar de ojos. Mientras andaba a un ritmo constante, con largas zancadas y respirando profundamente, Sen Dunsidan hizo acopio de valor y determinación. «Recuerda quién eres —se dijo—. Recuerda lo que está en juego».

A su lado avanzaba el Morgawr, sin mirarlo, sin hablar con él, sin dar señales de que tenía interés en él.

Las prisiones se erigían en el extremo occidental de los barracones del ejército de la Federación, cerca de las aguas rápidas del Rappahalladran. Conformaban una colección oscura y formidable de torres y muros de piedra picada. Hendiduras estrechas hacían las veces de ventanas y pinchos de hierro coronaban los parapetos. Sen Dunsidan, como ministro de Defensa, visitaba las prisiones con regularidad y había oído las historias. Nadie había conseguido escapar. De vez en cuando, los encarcelados encontraban el modo de llegar hasta el río, con la esperanza de nadar hasta la otra orilla y huir a través del bosque. Nadie lo lograba. Las corrientes eran traicioneras e impetuosas. Tarde o temprano, el río arrastraba los cuerpos hasta la orilla y los colgaban de los muros para que los demás integrantes de las prisiones los vieran.

A medida que se acercaban, Sen Dunsidan reunió la determinación suficiente para acercarse al Morgawr.

—¿Qué pretendéis hacer cuando entremos? —preguntó, en un esfuerzo por mantener un tono de voz firme—. Necesito saber qué decir si queréis evitar que hipnotice a toda la guarnición.

El Morgawr soltó una leve carcajada.

—¿Habéis recuperado un poco de vuestro aplomo habitual, ministro? Muy bien. Pues quiero una estancia en la que poder hablar con los posibles miembros de mi tripulación. Quiero que me los traigan uno por uno, empezando con un capitán o alguien con autoridad. Y quiero que estéis presente para ver qué ocurre.

Dunsidan asintió mientras trataba de no pensar en qué quería decir con eso.

—La próxima vez, ministro, pensáoslo dos veces antes de hacer una promesa que no pretendéis cumplir —siseó el otro, con voz áspera y tensa—. No tengo paciencia con los mentirosos y los cretinos. No me parecéis ni lo uno ni lo otro, pero bien es cierto que sois bueno en convertiros en quien necesitáis ser cuando tratáis con otros, ¿verdad?

Sen Dunsidan no dijo nada; no había nada que añadir. Se centró en lo que haría una vez entraran en las prisiones. Ahí, dominaría más la situación, estaría en un terreno más conocido. Ahí, podría hacer más para demostrar su valía a esa criatura monstruosa.

El guardia de la puerta los dejó entrar sin preguntar al reconocer a Sen Dunsidan al instante. Se pusieron en posición de firmes y descorrieron los cerrojos de las puertas. Dentro olía a humedad, a podredumbre y a excrementos humanos, nauseabundos y repugnantes. Sen Dunsidan pidió al oficial de servicio una sala de interrogación específica, una que conocía bien, que estaba alejada de todo, situada en las profundidades de las prisiones. Un carcelero los condujo por un largo pasillo hasta la sala que había pedido, una estancia grande con paredes llenas de humedad y un suelo que se había combado. Una mesa que tenía cadenas de hierro y abrazaderas ocupaba el centro de la habitación. A un lado, un aparador de madera lleno de instrumentos de tortura colgaba de una pared. Una sola lámpara de aceite iluminaba la penumbra.

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