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Terry Brooks: El último viaje

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Terry Brooks El último viaje

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Las fuerzas del bien y del mal se enfrentan en una épica batalla final. La lucha contra Ilse la Hechicera ha pasado factura a los héroes de las Cuatro Tierras. Ahora, su adversario más oscuro les pisa los talones: con una flota de aeronaves tripuladas por muertos vivientes, el poderoso hechicero Morgawr persigue a la Jerle Shannara para hacerse con los legendarios libros de magia y destruir a la discípula que lo traicionó, Ilse. La hechicera, prisionera de su propia mente, recurrirá al enorme poder de la espada de Shannara, pero las cosas no saldrán como había previsto, y el destino de las Cuatro Tierras se decidirá en una épica batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

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—Esperad aquí —dijo Sen Dunsidan al Morgawr—. Dejad que persuada a los hombres adecuados para que vengan.

—Empezad con uno —ordenó el Morgawr y se alejó hacia las sombras.

Sen Dunsidan titubeó, luego salió por la puerta con el carcelero. Este era un hombre grande y deforme que había servido siete periodos marciales en el frente, un soldado de toda la vida en el ejército de la Federación. Tenía cicatrices tanto físicas como emocionales: había sido testigo y había sobrevivido a atrocidades que habrían destruido la psique de otros hombres. Nunca hablaba, pero sabía de sobra qué ocurría y parecía no estar preocupado. Sen Dunsidan lo había usado alguna vez para interrogar a prisioneros contumaces. Al hombre se le daba bien infligir dolor e ignorar a quien le suplicaba piedad, tal vez era mejor todavía a la hora de mantener la boca cerrada.

Por extraño que pareciera, el ministro nunca lo había llamado por su nombre. Aquí, todo el mundo lo llamaba Carcelero, como si el título de por sí fuera nombre suficiente para un hombre que se dedicaba a esto.

Recorrieron muchos pasadizos y cruzaron unas cuantas puertas hasta llegar al lugar donde se encontraban las celdas principales. Las más grandes encerraban a los prisioneros apresados en el Prekkendorran. Algunos conseguirían su libertad a cambio de un rescate o se intercambiarían con prisioneros que tenían los nacidos libres. Algunos morirían aquí. Sen Dunsidan indicó al carcelero con una señal la celda que albergaba a aquellos que llevaban más tiempo presos.

—Ábrela.

El carcelero obedeció sin mediar palabra.

Sen Dunsidan sacó una antorcha del tedero de la pared.

—Cierra la puerta cuando entre. No la abras hasta que te lo indique—ordenó.

Entonces, con audacia, entró.

La celda era grande, húmeda y la inundaba el olor de los hombres encerrados. Cuando entró, un montón de cabezas se volvieron a la vez. La misma cantidad de cuerpos se incorporaron en los camastros sucios que había en el suelo. Otros hombres se removían a intervalos. La mayoría siguieron durmiendo.

—¡Despertad! —les espetó.

Sostuvo la antorcha de forma que vieran quién era y luego la metió en un montante que había en la pared junto a la puerta. Los hombres se levantaron mientras intercambiaban susurros y gruñidos. Esperó hasta que se despertaron todos, un grupo harapiento de ojos muertos y rostros destrozados. La mayor parte había perdido cualquier esperanza de salir de allí. Los ruiditos de sus movimientos hacían eco en ese silencio profundo e impuesto, recordatorio constante de lo indefensos que estaban.

—Sabéis quién soy —les dijo—. He hablado con muchos de vosotros. Hace mucho que estáis aquí, demasiado. Y os voy a ofrecer a todos la oportunidad de salir. No para volver a luchar en la guerra. Tampoco para iros a casa, al menos no durante un tiempo. Pero estaríais fuera de estos muros y a bordo de una aeronave. ¿Os interesa?

El hombre que esperaba que hablara en nombre de los demás dio un paso adelante.

—¿Qué pretendéis?

Se llamaba Darish Venn. Era un fronterizo que había capitaneado una de las primeras naves de los nacidos libres que luchó en el Prekkendorran. Había destacado en batalla muchas veces antes de que su nave se precipitara y lo capturaran. Los otros hombres lo respetaban y confiaban en él. Como oficial superior, los había dividido en grupos y les había asignado posiciones, insignificantes para los que eran hombres libres, pero de importancia crucial para los que estaban encerrados.

—Capitán. —Sen Dunsidan lo saludó con un asentimiento de cabeza—. Necesito hombres para emprender un viaje al otro lado del Confín Azul. Una larga travesía, de la que algunos no regresarán. No os voy a negar que encierra peligros. No tengo marineros de sobra para asignarles esta misión, ni el dinero para contratar mercenarios nómadas. Pero la Federación puede prescindir de vosotros. Soldados de la Federación acompañarán a quienes accedan a las condiciones que os presento, de modo que se os ofrecerá algo de protección y se impondrá orden. Sobre todo, saldréis de aquí y no tendréis que volver. El viaje os llevará un año, tal vez dos. Seréis vuestra propia tripulación, vuestra propia compañía, siempre y cuando hagáis lo que se os ordena.

—¿Por qué nos ofrecéis esto ahora, después de tanto tiempo? —preguntó Darish Venn.

—Eso no os lo puedo decir.

—¿Por qué deberíamos confiar en vos? —inquirió otro con descaro.

—¿Por qué no? ¿Qué diferencia hay, si os saca de aquí? Busco marineros dispuestos a emprender una travesía. Y vosotros queréis la libertad. Me parece que este trato es aceptable para ambas partes.

—¡Podríamos haceros prisionero y entregaros a cambio de nuestra libertad y no tendríamos que aceptar nada! —le espetó el hombre en tono inquietante.

Sen Dunsidan asintió.

—Podríais, pero ¿qué consecuencias tendría? Además, ¿creéis que bajaría aquí y me expondría al peligro sin protección?

Se produjo un rápido intercambio de susurros. Sen Dunsidan se mantuvo firme y no alteró su expresión impasible. Se había expuesto a mayores peligros que este y no tenía miedo de esos hombres. Las consecuencias de no lograr hacer lo que el Morgawr le había pedido lo asustaban en extremo.

—¿Nos queréis a todos? —preguntó Darish Venn.

—Todos los que elijan venir. Si os negáis, os quedáis aquí. La elección es vuestra. —Hizo una pausa un momento, como si se lo pensara. Su perfil leonino se recortó contra la luz y una expresión meditabunda se adueñó de sus facciones marcadas—. Haré un trato con vos, capitán. Si lo deseáis, os enseñaré un mapa del lugar al que vamos. Si aprobáis lo que veis, os enroláis al momento. Si no, podéis volver y contárselo a los demás.

El fronterizo asintió. Tal vez estaba demasiado agotado y el encarcelamiento lo había embotado de tal modo que no se lo estudió a conciencia. Tal vez estaba desesperado por encontrar una escapatoria.

—De acuerdo, iré.

Sen Dunsidan dio unos golpes en la puerta y el carcelero la abrió. Hizo señas al capitán Venn para que cruzara primero, y luego salió de la celda tras él. El carcelero cerró la puerta con llave y Dunsidan oyó unos pasos que correteaban cuando los prisioneros se parapetaron contra la puerta para escuchar.

—Al final del pasillo, capitán —le informó en voz alta para que lo oyeran—. Os serviré un vaso de cerveza también.

Recorrieron el pasillo hasta la sala donde aguardaba el Morgawr; los pasos resonaban en el silencio. Nadie abrió la boca. Sen Dunsidan miró al fronterizo de soslayo. Era un hombre grande, alto y de espaldas anchas, aunque caminaba encorvado y había adelgazado debido al encarcelamiento, tenía el rostro esquelético y la piel pálida y recubierta de llagas y suciedad. Los nacidos libres habían intentado ofrecer un trato por su libertad muchas veces, pero la Federación era consciente del valor que tenían los capitanes de aeronaves y prefería mantenerlo encerrado y lejos del campo de batalla.

Cuando llegaron a la sala donde esperaba el Morgawr, Sen Dunsidan abrió la puerta para que pasara Venn, le indicó con un gesto al carcelero que esperara fuera y cerró la puerta tras de sí. El fronterizo echó un vistazo a los instrumentos de tortura y a las cadenas y luego miró a Dunsidan.

—¿De qué va esto?

El ministro de Defensa se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa que pretendía desarmarlo.

—Ha sido lo mejor que he podido encontrar. —Señaló uno de los taburetes de tres patas que había bajo la mesa—. Siéntate, vamos a charlar.

No había ni rastro del Morgawr. ¿Se habría ido? ¿Habría decidido que todo aquello era una pérdida de tiempo y que sería mejor hacerse cargo de las cosas él solo? Durante unos segundos, Sen Dunsidan fue presa del pánico. Pero entonces vio que algo se movía entre las sombras; bueno, notó» sería más pertinente que «vio».

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