En Fahrenheit 451 la televisión controla la población a través de la disuasión (si bien no como aparato de vigilancia), hasta el punto en el que quien no tiene antenas receptoras en su casa es identificado como disidente del régimen imperante. 32La mujer del bombero Montand es el estereotipo del ciudadano disciplinado y condicionado por esta sociedad. Ella observa en las grandes pantallas instaladas en su hogar a los presentadores que la invitan a participar en un programa de concurso en donde será la protagonista por un breve instante: será la star “por un cuarto de hora” en la sociedad del espectáculo. Andy Warhol había visto la estrategia de esta sociedad al disuadir a los individuos mediante el consumo pasivo de la ilusión de ser únicos. Este deseo postergado es la estrategia de un control que ya no se desgasta vigilando a cada ciudadano, sino que les promete a todos en sus hogares ser exclusivos, promoviendo el individualismo que permite “socavar el derecho a la reunión”. En Fahrenheit 451 , solo puede resistir este control quien en solitario cultive la lectura de libros conseguidos sin permiso. En Alphaville el único libro permitido es revisado diariamente para borrar de él las nuevas palabras prohibidas. En ambos casos se muestran cómo los mecanismos de control se establecen a partir de consumos codificados. Pero hoy ya se ha implementado el control del ciudadano consumidor mediante los códigos de barras de las tarjetas comerciales que tienden a reemplazar a los carnets de identidad. Comentando el concepto de sociedades disciplinarias , definido por Foucault, Deleuze llama la atención sobre la aparición de una nueva forma de sociedades del control :
Una ciudad en la que cada uno podía salir de su apartamento, de su casa o barrio, gracias a su tarjeta electrónica (individual) mediante la que iba levantando barreras; pero podría haber días y horas en la que la tarjeta fuera rechazada; lo que importa no es la barrera, sino el ordenador que señala la posición, lícita o ilícita, y produce una modulación universal. 33
En esta ciudad, construida en el mismo territorio de la sociedad disciplinaria, las mercancías y el espectáculo —que tienden a ser lo mismo— sirven más al control que busca el consumo, el entretenimiento y la disuasión, que los espacios donde los cuerpos eran sometidos a la vigilancia y disciplina de la producción.
Deleuze y Guattari numeran tres etapas del desarrollo de las máquinas técnicas: las máquinas de producción de la Primera Revolución Industrial, las máquinas motrices y de traslación y las máquinas cibernéticas o informáticas. Estas se interconectan entre sí y requieren de una relación estrecha y permanente con el ser humano, quien fácilmente deja de ser sujeto y pasa a estar sometido por una máquina, que recuerda a la megamáquina de la esclavitud maquínica . 34
La televisión como aparato de control del trabajador —imagen con la que el cine representó la televisión durante el período de entreguerras— se desarrolló comercialmente como un aparato de disuasión del consumidor. Este cambio permitió un control más sutil e invisible, llevado a cabo por la televisión y el internet, pues los ciudadanos prefieren el control de su tarjeta de crédito antes que el de su productividad. En menos de un siglo, el cine deja de denunciar la vigilancia en los espacios de producción para sospechar del soterrado control por medio del consumo en el espacio doméstico. Y aunque las cámaras no cesan de vigilar los espacios públicos, ahora los espacios privados son inundados por pantallas incesantes que ofrecen las mercancías producidas en las nuevas fábricas. La disposición del panóptico ha girado 180º, ubicando ahora a sus condenados en la torre del vigía para brindarles una inmensa oferta del mismo espectáculo: el del otro en su celda, es decir, la exhibición de la vida privada. Esta es la propuesta de todos los reality shows y de Facebook: crear una ilusión y una sutil forma de control que le hace creer a cada uno que es el vigía.
Como la biblioteca de Babel, las ciudades son un conjunto de infinitas celdas, desde donde cada uno ve a los demás tras el cristal de su pantalla, manteniendo la ilusión de elegir libremente entre un centenar de ficciones que no son más que variaciones de la primera: hombres y mujeres encerrados en sus rutinas, ya sea por medio de la publicidad, los seriales, los noticieros o los programas de concursos. Pero la libertad que promueve este espectáculo es la del consumo. La televisión ha traído la exhibición de las mercancías en el escaparate de los pasajes comerciales, aparecidos en 1830 como emblema de la ciudad burguesa, a esta caja de cristal convertida en foco de la vida doméstica, imitando además la cuidadosa iluminación de los productos en las vitrinas. En estas pantallas se presenta todo de igual manera: las mercancías, las ficciones o las noticias. En la Sociedad del espectáculo , Debord muestra cómo la máquina de visión se transforma en aparato de control gracias a la inversión de la disposición espacial del panóptico: no es posible ver a quién vigila, pero la exhibición de las mercancías impone el control mediante la disuasión que ella misma genera. Por medio de la pantalla, todo adquiere el mismo valor: la publicidad y la noticia trágica, el simulacro de vidas privadas y la real vida política. Se ha querido ver en ella “el órgano más democrático de las sociedades democráticas”, donde “nunca antes tantos ciudadanos participaron en la vida pública, fueron informados, se expresaron y votaron de manera tan igualitaria”. 35Pero esto no es más que publicidad de la televisión, donde reina la demanda mercantil antes que la discusión de ideas.
Siguiendo el símil de Debray, ya no estamos en el ágora de Atenas, sino en la de Cartago. La verdadera democracia conlleva la alfabetización necesaria para confrontar ideas, argumentos y propuestas, más que la seducción mediante la imagen de políticos asesorados por publicistas. En la televisión, la política se ha convertido en publicidad y mercancía, congraciándose con las masas al evitar el filtro de la alfabetización. Los estadistas han creado sus propios espacios televisivos dirigidos y presentados por ellos mismos. De esta manera, presidentes como Álvaro Uribe o Hugo Chávez presentaban los consejos comunitarios o Aló Presidente. A pesar de esto, se han hecho esfuerzos por crear documentales a partir de archivos de televisión que denuncian la manipulación política de los medios. Un ejemplo de esto podría ser Videograma de una revolución , acerca de la revolución contra Nicolae Ceaușescu, o La revolución no será transmitida , sobre el intento golpista a Chávez. 36
Es necesario hacer justicia con la televisión, pues el uso social que le han impuesto los Estados y el mercado impide ver todas sus posibilidades creativas y expresivas. El cine siempre ha sido valorado por sus obras más importantes, y la televisión por su producción habitual. Así, la historia del cine se juzga por sus grandes alcances artísticos y la televisión por su servicio, su mercado o su forma de control social. Reconociendo esta falencia, Arlindo Machado realiza una lista de “los treinta programas más importantes de la historia de la televisión”, 37entre los que se incluyen trabajos de cineastas como Rossellini, Bergman, Godard, Fassbinder o Greenaway; de reconocidos realizadores de televisión, como Ernie Kovacs o Jean-Christophe Averty, y de experimentadores en los nuevos medios, como Nam June Paik o Zbigniew Rybczyński. Esta lista demuestra la potencia creativa de un medio sometido como ningún otro a servir los intereses políticos y económicos de las sociedades imperantes. Hoy, las series que circulan en internet y se transmiten a través de dispositivos como pantallas de computadores o celulares cumplen cabalmente con el propósito de la sociedad del espectáculo y la disuasión: suspender el tiempo y los actos de sus espectadores, mantenerlos bajo control a través de una mirada que se ha invertido y ya no recae sobre ellos, sino que son estos los que creen tener el dominio en la mirada.
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