Varios autores - Una mirada oblicua
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Símbolos, atmósferas y omisiones cromáticas en el cine de Valeria Sarmiento*
Paula Dittborn Orrego
Es posible que, a lo largo de nuestras vidas, nos toque experimentar cambios decisivos en el funcionamiento de los medios con los que nos vinculamos. Esos cambios no solo repercuten en la relación corporal, gestual y cotidiana que mantenemos con esos aparatos (distinto es colgarse una cámara de fotos al cuello que guardarla en el bolsillo trasero del pantalón), sino también en nuestra manera de mirar el mundo y de generar imágenes a partir de él. De esa manera, mientras algunas personas fueron testigos de la aparición de las primeras radios a pila, otras en cambio han presenciado cómo sus corpulentos televisores podían ser reemplazados por pantallas planas de mayor resolución. Pero, independiente de la consciencia que hayamos podido adquirir a partir de esos cambios (las radios no siempre fueron portátiles, los televisores no siempre fueron digitales), también es cierto que hay cuestiones que parecieran resultar intrínsecas a determinados medios, siendo que son igualmente históricas. Tal podría decirse que es el caso del color en el cine40.
Si bien dentro de lo que llamamos conocimiento general se encuentra el hecho de que el cine en sus orígenes era en blanco y negro, lo cierto es que actualmente la captura del color suele ser concebida como una facultad a la que el cine estaba predestinado, y cuyo logro no fue sino consecuencia de su supuesta naturaleza especular. Quizás, por lo mismo, no siempre se le conceda al color de una película la autoría que sí se reconoce, en cambio, detrás del guion, la filmación y el montaje. Solo en aquellos casos en los que es muy evidente que la paleta cromática de una película responde a una propuesta estética particular, caemos en cuenta de que el color en el cine en realidad no
se captura, sino que se confecciona —aunque solo sea mediante la elección de una determinada cinta—. En ese sentido, cuando el color es utilizado de manera intencionada y decidida, no solo experimentamos sus efectos en la película misma, sino que además nos enfrentamos a la pregunta por todo lo que es el color en el cine: su función, su historia, su naturaleza física.
En la obra cinematográfica de Valeria Sarmiento encontramos no una, sino varias operaciones en torno al color; operaciones que la misma directora se ha preocupado de declarar, aunque sea de manera imprecisa, en muchas de las entrevistas realizadas en el último tiempo. Se trata de operaciones sofisticadas, caseras, experimentales, distintas, que en algunos casos apuntan a establecer determinadas simbologías, mientras que en otros generan atmósferas que pueden ser o no descifradas, pero sí percibidas. A continuación, quisiera detenerme en al menos dos operaciones tal y como son ejecutadas en algunas de sus películas, con el propósito de reflexionar en torno a esas preguntas que la comprensión del color como recurso suscita.
La primera escena de Rosa la China (2002) consiste en un acercamiento a una radio encendida, en el momento mismo en el que se inicia la transmisión de un folletín radial. El locutor, sin embargo, no parte describiendo a los protagonistas de la historia, sino, en cambio, al autor de la misma: Santiago Ordoñez, quien vendría a ser, en ese sentido, un personaje más de este radioteatro —así como el locutor vendría a ser un personaje más de esta película—. El autor no vuelve a aparecer sino hasta el final, pero la profunda y melodiosa voz del locutor interviene reiteradas veces en el resto de la película. En algunos momentos explicita los pensamientos y emociones que asaltan a cada uno de los personajes (estrategia utilizada con frecuencia en el género latinoamericano de la teleserie), mientras que en otros anuncia el paso de una historia a otra. Es así como la infidelidad de Rosa, las intrigas de su marido Dulzura, los delitos de Marcos, los dilemas de Laura y los intentos de su madre por salvarla se van entrelazando al ritmo de esas intervenciones, hasta llegar a un desenlace que resulta fatídico para muchos de esos personajes —incluso para el mismo autor—.
La película está ambientada en la Cuba de inicios de los años cincuenta, poco tiempo antes de iniciarse la revolución que habría de erradicar, al menos por un tiempo, el descarado despliegue de juego, contrabando y prostitución que caracterizó en gran parte al gobierno de Batista. Parte importante de la acción transcurre, de hecho, en hoteles y salones, donde se alternan los encuentros furtivos con las peleas a golpes, las triquiñuelas políticas con los espectáculos de vodevil. Las mujeres que trabajan en esos lugares visten colores fuertes, vivos, como los del plumaje de un pájaro tropical, en contraste con el blanco de los políticos, mafiosos y marineros para quienes trabajan. Quizás el caso más llamativo sea el de la misma Rosa, quien en uno de sus números musicales viste una suerte de bikini dorado sin tirantes y con cola, cuyos vuelos y brillos acentúan cada uno de sus movimientos pélvicos. Es interesante pensar en la asociación implícita que se establece entre el color y las prácticas de seducción que en estos lugares se efectúan; no solo en esta película, sino también en el documental de Valeria Sarmiento sobre las bailarinas de dos históricos clubes nocturnos, titulado justamente Un sueño como de colores (1972).
De todas formas, lo que más ha sido destacado hasta ahora con respecto al uso del color en Rosa la China41 es el hecho de que cada uno de sus personajes se identifica con una orishá o divinidad de la santería afrocubana, mediante el uso de los colores que le son característicos. Marcos, quien durante toda la película luce diferentes camisas rojas y blancas, vendría a ser Changó, cuyos atributos son también el sentimiento de la ira y el valor de la justicia —expresados en la película, si se quiere, a través de su violento y último acto de venganza—. La madre de Marcos, Rita, también se viste de rojo durante el día, pero en la noche se la ve en cambio de azul, en concordancia con el color de la deidad asociada a la maternidad: Yemayá. María, la persona a la que Rita recurre para salvar a su hija de la desgracia, ha sido identificada con Oyá, deidad vinculada tanto con los huracanes como con la muerte. Según la prensa de la película consultada por Macarena García Moggia42, el color que supuestamente comparten estos personajes es el negro, aunque es probable que eso se deba al carácter fúnebre que suele serle atribuido a este color en Occidente y no al código de la santería misma —según el cual a Oyá le corresponden todos los colores, menos ese—.
Una vez más, el personaje de Rosa es el que expresa de manera más llamativa estas asociaciones. En su caso, más que en ningún otro, es evidente el color que la caracteriza, dado que todos y cada uno de sus vestidos son amarillos. Pienso que el carácter intencional de este rasgo se reafirma casi al final de la película, cuando Rosa prepara su maleta para abandonar a su marido —escena melodramática por excelencia—. Como si se tratara prácticamente de un recuento visual, Rosa despliega y dobla sobre la cama cada uno de los vestidos que ha utilizado hasta ese momento, de manera tal que podamos volver a apreciarlos en conjunto. Los vínculos con la deidad a la que le corresponde el amarillo no son, en ese sentido, menos evidentes. Ochún también es descrita como una mujer hermosa, implacable y severa, emparejada ni más ni menos que con Changó (Marcos). Pero, además, se trata de una deidad cuyo baile es particularmente sensual, con voluptuosos movimientos de caderas y brazos extendidos “que llaman al sexo”43 —imagen que remite una vez más a la escena del número musical—.
Tengo la impresión de que solo en ocasiones muy puntuales es posible encontrar un uso tan marcadamente simbólico del color en el cine como el que acabamos de analizar, sin que por ello sean menos significativos. Con ello, me refiero a un uso en el que le es atribuido, a uno o más colores de una misma película, un determinado significado que suele estar en concordancia con códigos culturales más amplios. En ese sentido, uno de los ejemplos más emblemáticos es el de la trilogía de Krzysztof Kieslowski de inicios de los años noventa (Bleu, Blanc y Rouge), cuyos colores azul, blanco y rojo —preponderantes en cada una de ellas, respectivamente— remiten a los de la bandera francesa, y con esto a los valores que propugnan. También podríamos remitirnos a las películas en blanco y negro en las que un elemento, claramente decisivo, aparece a todo color, aunque en este caso se trata de una simbología que no está dada por el tinte específico de cada elemento, sino por el solo hecho de que no sea en blanco y negro. Tal es el caso de la pintura en Andrei Rublev (1966) de Andrei Tarkovsky, los peces dorados en Rumble Fish (1983) de Francis Ford Coppola, o el abrigo rojo en Schindler’s List (1993) de Steven Spielberg.
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