Varios autores - Una mirada oblicua

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Este libro, el primero dedicado íntegramente a la obra de Valeria Sarmiento, contiene una serie de ensayos que abordan diversos aspectos de su obra fílmica y una selección de documentos que incluyen su discurso de recepción del Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad de Valparaíso, una extensa conversación con los editores, una filmografía comentada y un álbum de imágenes de su carrera.

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En la pintura, en cambio, encontramos este tipo de operaciones prácticamente desde sus orígenes, conformando toda una serie de simbologías cromáticas que van actualizándose de acuerdo con los espacios y temporalidades en los que son empleadas, y que en algunas ocasiones quedan incluso registradas en diversos tratados44. Es así como el púrpura fue consignado durante mucho tiempo como un color imperial, y el azul de ultramar como un color divino o celestial45 —por mencionar solo los ejemplos más recurrentes de la pintura antigua y medieval europea—46. Quizás, por lo mismo, el historiador del arte Mario de Micheli celebra el que algunos artistas prevanguardistas hayan empezado a asignar, a inicios del siglo XX, otros significados a los colores empleados en sus telas, liberándose así de las limitaciones propias de la tradición47. En cualquiera de los casos se trata, de todas formas, de un uso del color cuya comprensión requiere de un conocimiento previo del código aplicado. De hecho, para no ir más lejos, si no hubiera sido porque la misma Valeria Sarmiento lo menciona en la entrevista realizada por Bruno Cuneo y Fernando Pérez, incluida en este mismo volumen, no hubiera sido consciente de la correspondencia entre las divinidades yorubas y los personajes de ficción.

En mi opinión, sin embargo, la particularidad del uso simbólico del color en Rosa la China no radica en su carácter relativamente inédito dentro del medio cinematográfico, ni tampoco en las reminiscencias pictóricas que pueda llegar a suscitar, sino en la peculiar manera en que participa en la construcción de sentido de la película. Tal como en el caso de Amelia Lopes O’Neill, la trama pareciera girar en torno a la caída en desgracia de cada uno de los diferentes personajes, caída que pareciera ser acelerada por la búsqueda de un oscuro objeto de deseo, tal como señala Bruno Cuneo en otra entrevista48. Dulzura añora los éxitos de un “pasado color de rosa” en ciudades extranjeras a las que continuamente hace alusión, pero muere trágicamente en un último intento por recuperar a su mujer. Rosa, por su parte, habiendo llegado a adquirir cierto poder y prestigio, termina cumpliendo el fatídico destino que le había sido anunciado en la lectura de cartas. Marcos la asesina accidentalmente, tras una seguidilla de delitos menores y despiadados actos de venganza que ponen fin a su estatuto de dios seductor. Mención especial merece el personaje de Rita, quien habiendo recurrido años atrás a la santería local para tener una hija mujer, vuelve a recurrir a ella, pero para salvarla. Finalmente, si bien Laura pareciera ser la única sobreviviente de todos estos infortunios —tal como anuncia con excesivo entusiasmo el locutor radial—, se sube a un auto que bien podría conducirla a los mismos errores del pasado.

Se podría decir, por lo tanto, que en Rosa la China los colores son utilizados de tal manera que refuerzan visualmente esta idea de la caída en desgracia49. David Batchelor, quien ha investigado ampliamente el problema del color tanto desde la teoría como desde la práctica artística, afirma que a lo largo de la historia cultural de Occidente el color ha sido objeto de toda una serie prejuicios y rechazos que habrían de manifestarse en la supeditación del color al disegno en la pintura renacentista, en su consideración como elemento ornamental en la arquitectura racionalista, y en su casi completa omisión en movimientos tales como el arte conceptual50. Incluso el ya citado Mario de Micheli observa que ciertos integrantes del cubismo solían reducir el color a su mínima expresión, considerándolo superfluo frente a la verdad y trascendencia de la forma geométrica51. Ahora bien, en esos contextos en los que es concebido como un elemento superficial y peligroso, sensual e irracional, el color termina siendo relegado a aquello que históricamente ha sido objeto de prejuicios similares, vale decir, a todo lo que se considera femenino, infantil, oriental, queer. Tal pareciera ser el caso de esta película, donde los colores brillantes son utilizados casi exclusivamente por las mujeres que trabajan en el burdel, en las habitaciones en las que se encuentran con sus amantes, y en el escenario en el que realizan sus números musicales. En el caso particular de Rosa, como si no fuera suficiente con vestir siempre de amarillo —el color más luminoso del espectro cromático, por lo demás—, su melena es además de un intenso color rojo. Por otro lado, se podría decir que Latinoamérica, y en especial el Caribe, también ha tendido a ser asociada con un uso irrestricto del color, en concordancia con las pasiones irracionales de las que somos víctimas, las supersticiones en que creemos, los géneros menores con los que nos identificamos y nuestra absoluta falta de rigor —cuestiones todas que aparecen escenificadas en esta película—. Las correspondencias establecidas a través del color entre los personajes de la película y las deidades yorubas parecieran formar parte, por lo tanto, de un sistema simbólico más amplio y complejo, derivado ya no de una tradición pictórica o cinematográfica, sino de una larga serie de prejuicios —prejuicios que la película en ningún caso comparte, sino a los que por el contrario examina—, gracias a la distancia que provee la ficción al interior de la ficción, la novela al interior del radioteatro.

En Amelia Lopes O’Neill (1991) también nos encontramos frente a un relato al interior de otro. En este caso, sin embargo, se trata de una historia contada por un personaje que ha sido testigo de todos y cada uno de los sucesos, incluso de aquellos de mayor intimidad —tal vez porque su oficio de ladrón y mago se lo permiten—. La historia, contada a un escritor de nombre Joaquín, gira en torno al personaje de Amelia Lopes O’Neill, quien según el mismo narrador es, ante todo, “una mujer fiel”. Desde un principio, Amelia es acosada no por uno sino por varios hombres: el ladrón mismo, el amigo y colega de su difunto padre, e incluso el misterioso personaje de saco azul que pareciera encarnar a la muerte. Muchos de ellos asumen que Amelia se dedica a la prostitución, como si el solo hecho de andar sola por la calle lo afirmara. La única vez que termina accediendo a estos incómodos asaltos es con Fernando, quien de hecho le paga por haberse acostado con él. No obstante, basta ese primer encuentro para que Amelia, de manera un tanto excéntrica, se declare la esposa legítima de este hombre, sin importar que ya esté casado o que en realidad no lo ame.

En una conversación con los dos editores de este libro realizada en el año 201852, Valeria Sarmiento explica que en Amelia Lopes O’Neill tuvo la idea de eliminar un color primario, con el propósito de permitir “una sensación de irrealidad” y de cuento. Al empezar a ver la película, supuse que esa ausencia me sería inmediatamente revelada, dado que está ambientada ni más ni menos que en Valparaíso —ciudad que, entre otras cosas, se caracteriza por los llamativos colores de la mayoría de sus casas—. Sin embargo, en la escena del travelling inicial, en la que el narrador desciende en bicicleta por un cerro que solo a ratos parece ser Artillería, no se echa en falta ningún color en las fachadas que, una a una, se van sucediendo. En la escena siguiente, filmada al interior del bar o café donde es contada la historia, se podría pensar que el color que ha sido sustraído es el amarillo, del que solo vemos una tenue evocación en los muros. Y, sin embargo, acto seguido la película pareciera querer demostrar, burlona, lo contrario, exhibiendo las ramas florecidas de un aromo y luego un funicular de un amarillo todavía más saturado.

En una entrevista realizada en el año 2019, la directora especifica que el color sustraído en esta película fue el azul, con el propósito de dar esa sensación de irrealidad a la que ya había aludido anteriormente53. Sin embargo, así como no se echa en falta ningún otro color en fachadas, vegetación y funiculares, tampoco se observa una ausencia notoria del azul en el mar —cuya aparición, como es de esperar, es frecuente en una película ambientada en una ciudad portuaria—. Como mucho, se podría decir que, en aquella escena en la que Amelia contempla a los amantes arrojarse al vacío desde la irónica “piedra feliz”, las olas se ven efectivamente un tanto más grisáceas. Pero, así y todo, la bata que tiene puesta su hermana Ana cuando cae por la escalera es azul, el guardapolvos del hospital en el que es atendida por Fernando es azul, el sombrero de plumas que usa Ginette cuando se casan es azul, así como azul es el tren que corre a ver Cristóbal, el hijo de Amelia, pensando que se trata de su papá. Todo esto sin mencionar el color cerúleo de la distinguida casa de la familia O’Neill, cuya fachada fue pintada especialmente para la película debido al deterioro en el que se encontraba tras el terremoto de 198554.

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