En la Palestina del primer siglo, las personas enfermas sufrían las dificultades asociadas a comunidades pobres y subdesarrolladas. Muchas de esas personas padecían enfermedades y condiciones complejas y posiblemente insuperables, que les movía aún más en el mundo de la pobreza social y económica que los llevaba de manera inmisericorde al mundo de lo paupérrimo y la mendicidad. Por la carencia de infraestructuras de salud adecuadas, quedaban abandonadas a su propia suerte que los hería aún más y los llevaba finalmente a la miseria, el abandono y la desesperanza.
Las personas enfermas percibían sus condiciones desde una doble perspectiva: las dimensiones biológicas y las comprensiones teológicas. A la vez, experimentaban las dolencias del cuerpo y entendían que estaban abandonadas por Dios. Vivían un infortunio continuo e intenso, pues el dolor no solo era físico sino espiritual. A la inhabilidad visual, auditiva, de comunicación o de movilización, se unía un sentido hondo de dolor, angustia, impotencia, rechazo, discrimen… En efecto, las personas enfermas se preguntaban el porqué de sus angustias y condiciones, sin encontrar respuestas satisfactorias a una serie intensa de dolores, interrogantes e insatisfacciones.
Esa multitud de personas enfermas, que vivían en un intenso cautiverio físico, emocional y espiritual, constituyeron un sector de gran importancia en el proyecto misionero de Jesús de Nazaret. Las preguntas existenciales eran complejas. ¿Por qué estoy maldito con esta enfermedad? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Por qué estoy solo? Y esas preguntas eran extremadamente difíciles de responder, pues, para los enfermos, sus calamidades no solo se entendían desde la dimensión médica, sino desde una muy profunda percepción religiosa, emocional y espiritual.
De acuerdo con el pensamiento semita antiguo, en Dios está el origen de la salud y la enfermedad; el Señor era el agente que propiciaba el bienestar o enviaba la calamidad. Esa era una sociedad que entendía que el origen de la vida y la muerte se asociaba con lo divino. Y en el medio del proceso se encuentra la enfermedad. La salud se relacionaba con la bendición divina y la enfermedad, con la maldición.
A ese mundo herido por las enfermedades físicas y mentales, a las que se unía la dimensión espiritual, llegó Jesús de Nazaret con una palabra de esperanza y un mensaje de sanidad. En su anuncio del proyecto del Reino de Dios a la sociedad judía del primer siglo, el Señor no olvidó ni ignoró ni rechazó este sector social de grandes necesidades. A esa comunidad de personas heridas físicamente y angustiadas emocionalmente les faltaba salud, apoyo social, atención médica, comprensión comunitaria y solidaridad espiritual. ¡Además, vivían el abandono inmisericorde de las instituciones religiosas y políticas!
Jesús de Nazaret llega con el proyecto del Reino que incluye una singular y muy importante dimensión de lo milagroso, inesperado, espectacular y prodigioso. Con su verbo elocuente, sus enseñanzas sabias y mensajes pertinentes, contribuyó a que resucitara la esperanza en las personas más dolidas y heridas de la comunidad. Y en medio de las interminables soledades y las incertidumbres eternas de la comunidad enferma, comenzó a escucharse, en las ciudades, los caminos, las aldeas y los montes, que los ciegos veían, los sordos escuchaban, los cautivos eran liberados y a los pobres se les anunciaba el evangelio…
Milagros de Jesús de Nazaret
Al estudiar con detenimiento los milagros que se atribuyen a personajes de la antigüedad, se descubre una serie importante de características singulares en las actividades que llevaba a efecto Jesús. En primer lugar, Jesús no hacía milagros para exhibir sus poderes o para hacer un espectáculo de su autoridad espiritual. Por el contrario, siempre las narraciones de milagros asociadas con las actividades del Señor responden a los clamores humanos más hondos y sentidos. El milagro es un acto para manifestar la misericordia y el amor de Dios.
El propósito de Jesús en su tarea milagrosa es eliminar las dolencias, enfermedades o condiciones que le impedían a las personas vivir vidas liberadas, autónomas, gratas y bendecidas. No había honorarios ni los milagros se llevaban a efecto para castigar personas, que son detalles que se descubren al estudiar las narraciones generales de milagros en las sociedades griegas y romanas de la antigüedad.
El buen modelo de Jesús como rabino, maestro, profeta y sanador se descubre y afirma en los Evangelios canónicos. Para Jesús, su tarea docente y profética incluía lo milagroso, para afirmar desde diferentes ángulos la llegada del Reino. Los milagros y las sanidades eran parte integral de la comprensión misionera y programática de Jesús.
En los evangelios apócrifos, sin embargo, se presenta una imagen de la infancia del Señor que no concuerda con los relatos bíblicos. Estos evangelios apócrifos presentan a un Jesús niño que hace milagros para exhibir sus poderes o para castigar a alguien. Y esa no es la intención misionera del Jesús adulto, de acuerdo con las narraciones canónicas que están a nuestra disposición.
En las narraciones de milagros que se encuentran en los Evangelios canónicos, se puede identificar una serie recurrente de temas de importancia o de motivaciones para llevar a efecto las sanidades. La finalidad de este tipo de relato de milagro de sanidad es responder a los reclamos de alguna persona necesitada, además de glorificar a Dios.
El estudio de los Evangelios canónicos descubre que Jesús de Nazaret lleva a efecto varios tipos de acciones milagrosas. Y esas acciones están íntimamente relacionadas con su anuncio y afirmación del Reino de Dios. Son milagros que no solo responden a las necesidades humanas, sino que transmiten valores y enseñanzas, de acuerdo con la finalidad teológica y educativa de cada evangelista.
Las narraciones de milagros en los Evangelios presentan cuatro tipos generales de prodigios. El primer tipo de acción milagrosa de Jesús son las sanidades. Y esas sanidades incluyen, varias condiciones de salud: por ejemplo, curaciones de ciegos, sordos, paralíticos y leprosos. Esas acciones del Señor son signos claros de misericordia divina que destacan el poder de Dios sobre el cuerpo, la mente y el espíritu.
El segundo tipo de milagro son las liberaciones de demonios o espíritus impuros. Y con las liberaciones se pone de relieve el poder de Jesús sobre el mundo espiritual, sobre los poderes demoníacos que quieren quitarle la paz y la tranquilidad a la humanidad. Las resurrecciones constituyen el tercer tipo de acción milagrosa. Esos actos de resucitar difuntos son signos del poder divino sobre la vida y la muerte. Y para completar esas acciones extraordinarias y portentosas del Señor, se descubren los milagros sobre la naturaleza, que son formas teológicas de afirmar que Jesús tiene el poder divino sobre el cosmos y la creación.
Esas acciones milagrosas ponen de manifiesto el poder de Dios en medio de las realidades humanas; además, revelan la misericordia de Jesús ante las necesidades de individuos y comunidades. Esos relatos de milagros ponen de relieve el compromiso de Jesús con la gente en necesidad y reiteran su comprensión de la voluntad divina que se hacía realidad en medio de la historia humana. El propósito del ministerio de Jesús era restaurar la comunicación de Dios con las personas, y para lograr ese objetivo unía su ministerio docente y profético a sus labores llenas de señales milagrosas y signos de Dios.
La evaluación amplia de todas las narraciones de los milagros de Jesús descubre que un segmento importante de esos recuentos de intervenciones divinas portentosas se relaciona con la sanidad de mujeres. En una sociedad patriarcal, donde las mujeres no eran vistas con mucho prestigio social, el Señor separó tiempo de calidad para atender a sus necesidades espirituales y para sanarlas físicamente y liberarlas espiritualmente.
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