No sé qué le pasa a mi perro Malte. Lleva días rehuyéndome. Está en plena adolescencia. Como mi hijo pequeño. Me mira pidiéndome algo. Y yo no sé qué quiere.
Uno de mis problemas más evidentes, aparte de no andar, es mi incontinencia. Nada me funciona por esa zona. Y es una lata. Bastante grande. Hace unos diez años que llevo un pañal. La gente se queda flipada cuando lo cuento. Yo también. Me acuerdo de cría, cuando me puse una compresa por primera vez. De aquellas gordas de algodón. Pues eso es una tontería comparado con lo de ahora. Llevo un pañal que me llega a la cintura. En invierno y en verano. Aunque haga cincuenta grados.
¡Buf! Y además tengo que llevar medias de compresión, en invierno y en verano. Yo siempre voy de negro. Entera. Aunque vaya a la playa, voy de negro, con mis medias negras. Me gusta mi imagen. La mantengo siempre. A pesar de las críticas.
XXII. Mi chimenea encendida
Llevo veintisiete días sin escribir. Creía que no lo iba a conseguir. Cuando lo dejo un tiempo, me cuesta muchísimo volver a empezar. Otra vez me parece que no tengo nada que decir.
Este mes ha sido intenso en actividades sociales. Fiestas, visita de mis primas italianas, visita de mi amiga catalana, varios viajes… Mucho comer, mucho beber. No he parado. A todas partes con mi silla. Pero lo he conseguido.
Y ahora estoy delante de mi chimenea encendida.
Hoy he tenido un sueño precioso. He visto a P., el marido de mi prima, que murió en marzo. Venía de la mano con ella, llevaba un jersey azul y estaba muy guapo, sonriente, se le veía feliz. Me decía que venía a despedirse de mí. Me daba un beso con muchísimo amor y paz. Mi prima estaba sonriente, contenta. Yo me he quedado muy bien. Al despertar, ha sido como si de verdad lo hubiese visto. Me siento mejor.
Mi prima vino a Madrid un fin de semana. Fue estupendo. Pudimos hablar de todo, pasamos mucho tiempo juntas. Ella es una persona magnífica. A pesar de haber estado cinco años luchando contra el cáncer de su marido, nunca perdió el ánimo ni la alegría. Tiene cuatro hijos, el pequeño, de doce años. Han vivido toda la muerte de su padre de una forma excepcional.
Podría decir que hasta con alegría. Como explica Elisabeth Kübler-Ross en sus libros. Hizo el paso con paz. Él y su familia. Cuando llegué a Génova, él ya se había ido. Pero su cuerpo seguía en su casa, en su cama. Estaba muy delgado, pero muy guapo. Mi prima fue muy generosa y todos pudimos estar con él el rato que quisimos. En la casa había mucha gente, comida y bebida, como en una fiesta. Nadie lloraba. Solo yo lloraba. Me sentí ridícula. Pensaba encontrar desolación y encontré paz.
Todos estábamos en el salón comiendo y bebiendo y él en su cama, muerto. Me costó entender que todos habían sufrido demasiado, que se habían podido despedir muy bien, que no quedaban deudas que saldar. Transmitían serenidad.
Hoy tengo curso y hemos leído el libro de Elisabeth Kübler-Ross, justamente sobre la muerte. Y he pensado mucho en ellos. Quizás por eso he soñado con él. Y he pensado que me gustaría tener una muerte como la suya. Gracias, P.; gracias, C.
Mañana tengo fisio con J. Ya me duele la tripa de pensarlo. J. es un fisio excelente, y yo conozco muchos fisios, pero ninguno tan bueno. Pero veo las estrellas en sus sesiones. Llevamos juntos quince años. Cuando él llegó, tenía veintiuno, era un chaval recién licenciado. Enseguida nos llevamos muy bien y empezamos a hablar de cosas personales. Le pregunté si tenía novia y me dijo que no. Bueno, era normal, era muy joven. Cuando pasó el tiempo, me di cuenta de que no era por joven, sino que era homosexual. Los prejuicios comienzan cuando se dan por asumidas ciertas cosas, como las novias o los novios. Por entonces, se empezó con la fiesta del Orgullo. Yo le contaba que había estado, que Chueca estaba divertidísima. Él entendió que yo le iba a entender. Pero nunca me dijo nada. Más adelante se emparejó con un italiano estupendo.
Hoy siguen juntos y hemos quedado más de una vez a comer o tomar algo. Pero su familia no le llama ni por Navidad.
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