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Justicia y derechos
en la convivencia escolar
Análisis de la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia sobre los derechos fundamentales de los estudiantes frente a los manuales de convivencia de las instituciones educativas
Javier Orlando Aguirre Román
Ana Patricia Pabón Mantilla
Universidad Industrial de Santander
Facultad de Ciencias Humanas
Escuela de Filosofía
Bucaramanga, 2018
Página legal
Justicia y derechos en la convivencia escolar
Análisis de la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia sobre los derechos fundamentales de los estudiantes frente a los manuales de convivencia de las instituciones educativas
Autores:
Javier Orlando Aguirre Román
Ana Patricia Pabón Mantilla
Auxiliar de investigación:
Paul Breinner Cáceres Rojas
Ilustración portada: Domingó
©Universidad Industrial de Santander
Reservados todos los derechos
Primera edición: 2007
Segunda edición: 2018
ISBN: 978-958-8956-78-7
Diseño, diagramación e impresión:
División de Publicaciones UIS
Carrera 27 calle 9, ciudad universitaria
Bucaramanga, Colombia
Tel: 6344000, ext. 1602
ediciones@uis.edu.co
Prohibida la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin autorización escrita de la UIS.
Impreso en Colombia
Introducción
La Constitución de 1991 representó en su momento las ilusiones de toda una generación que buscaba un país más justo, equitativo y pluralista, en donde todas las personas tuvieran garantizado el disfrute de sus derechos fundamentales.
Por tal razón, la Constitución se concibió durante mucho tiempo como un gran pacto de paz y reconciliación nacional que garantizaría el futuro de Colombia. Así, diversas fuerzas políticas y sociales se organizaron para defender sus necesidades y conveniencias desde los distintos espacios públicos. Partidos políticos, movimientos sociales y comunitarios de todo tipo, académicos, artistas, medios de comunicación, juristas, empresarios y otros grupos relevantes de la sociedad civil parecían estar de acuerdo en un punto: Colombia necesitaba de una reforma constitucional. Y, de igual forma, la mayoría de esas mismas fuerzas se mostraba orgullosa con el trabajo final, una vez expedida la nueva Carta Política.
Hoy en día el panorama ha cambiado radicalmente, y la Constitución de 1991 parece tener pocos defensores. De hecho, se habla de las promesas incumplidas de la Constitución. En ella se consagraron los derechos a la vida, a la educación, a la salud, a una vivienda digna, entre otros. No obstante, cuando se observa la realidad social de Colombia se genera la sensación de que existe una brecha entre las normas y su posibilidad de aplicación real1. En la actualidad, esta situación se mantiene, a pesar de la gran cantidad de reformas que se han aprobado desde la expedición de la Carta Política. En consecuencia, ciertos sectores políticos plantean la necesidad de una nueva Asamblea Constitucional que declare un pacto de paz y reconciliación nacional.
En general, los críticos de la Constitución de 1991 tienen razón en un aspecto: entre la realidad social de Colombia y los artículos de su Constitución hay un abismo que, a veces, parece agrandarse aún más. Y, sin embargo, ese hecho es menos sorprendente de lo que muchos críticos consideran. Incluso, era algo que se sabía desde un comienzo.
Aunque es innegable que, de una u otra forma, toda norma social responde al contexto en el que surge, en 1991 no se diseñó una Constitución que describiera la situación social, política y económica de entonces. El valor de la Constitución de 1991 estribaba, y estriba todavía, en las aspiraciones que logró consolidar.
En ese sentido, siempre se ha sabido que Colombia, a pesar de que tiene un modelo teórico ideal, no es un Estado social de derecho. Para que el país logre esa condición, es necesario que se cumplan todas las características del Artículo 1° de la Constitución: Colombia debe ser un Estado descentralizado —con autonomía de sus entidades territoriales—, democrático, participativo, pluralista, fundado en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y en la solidaridad de las personas que lo integran.
Así mismo, se debe cumplir el Artículo 2°. Es decir, que los fines esenciales del Estado sean: servir a la comunidad; promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la nación, y defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo.
Además, es menester que las autoridades de la República se ocupen de proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades, así como de asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares.
Si como resultado del proceso de paz que actualmente se adelanta en el país, y de los que se espera que se adelanten en el futuro, se promulga una nueva constitución, es seguro que una gran cantidad de características y fines esenciales del Estado se repetirán2; y tal vez, cinco o diez años después, se hable, una vez más, de las promesas incumplidas y de las vanas y poco reales proclamaciones de la nueva constitución.
Probablemente esto será así porque las constituciones de países como Colombia no pueden ser de otra forma. El cinismo político del país no ha llegado a tanto como para dedicarse a describir, en la Constitución nacional, la realidad imperante de la sociedad, y, de esa forma, normalizarla mediante tal acto de institucionalización. Jamás habrá una constitución en donde se diga que tan solo el 20 % de los colombianos tiene derecho a una vivienda digna, o que solo el 25 % de los colombianos tiene derecho a una educación superior, o que Colombia es un país en donde se discrimina a las mujeres, a los ancianos, a los afrocolombianos, a los homosexuales y a todo aquel que piense y actúe diferente. Las constituciones, al menos en nuestro actual estado de cosas, funcionan como cartas de navegación que, de una u otra forma, le recuerdan al país el destino con el que se comprometieron en cada una de ellas.
Por esto, es necesario reconocer que defender una nueva constitución no quiere decir únicamente abogar por su promulgación. En efecto, por extensa que esta sea, como lo es la colombiana con sus 380 artículos, toda constitución necesita desarrollo y aplicación; y esto es algo que no puede quedar solo en manos del gobierno y de los jueces.
Por el contrario, se necesita, al menos por parte de todos esos grupos sociales interesados en defender la Constitución, eso que algunos autores han llamado un “constitucionalismo militante”3, y que consiste en el compromiso político de esos grupos de acompañar y exigir el desarrollo y la plena aplicación de los postulados de la Constitución en todos los ámbitos de la vida social. Y es que la misma Constitución establece que los deberes de la persona y del ciudadano son defender y difundir los derechos humanos como fundamento de la convivencia pacífica y participar en la vida política, cívica y comunitaria del país (Artículo 95 de la Constitución).
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