Carlos Avellaneda - Yo y el otro en busca del nosotros

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¿Cómo vivimos nuestros vínculos? ¿Nos abrimos a los otros o nos protegemos de ellos? Son muchos los que en estos tiempos de tanta aceleración y ocupación sienten que no existen para sus allegados, que no son vistos. Las personas parecen vivir centradas en sí mismas, en sus necesidades, obligaciones, proyectos o temores. Aun cuando hagan mucho por los demás, lo hacen sin mirarlos, sin reconocerlos ni dejarse afectar por el misterio del «otro». Cada vez cuesta más reconocer al «otro» y confirmarlo como persona única e irrepetible, acogerlo por ser quien es y como es. ¿Cómo tenemos que vivir nuestro vínculo con los demás? Las reflexiones presentadas en esta obra abordan con lucidez todas las relaciones humanas, incluida la relación con Dios. Surgen así las preguntas: ¿Dios es un «otro» para nosotros? ¿Somos nosotros un «otro» para él? Con una mirada esclarecedora se nos llama a vivir el encuentro de nuestro «yo» con el «otro» en el seno del «nosotros».

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Si el narcisismo actual ha hecho entrar en crisis los diversos vínculos amorosos en razón de una neurótica afirmación del “yo”, estoy convencido de que la “alteridad” es una clave espiritual y psicológica para poder vivir el amor que todos necesitamos y ser personas plenas y felices. Aprender a vivir la alteridad es dar un paso adelante en nuestra disposición para amar. Pongamos entonces nuestra mirada en los diversos otros de nuestra vida.

YO Y MIS PADRES

Una relación fundante

Nuestra primera relación con “otro” es la que mantuvimos con nuestros padres; primera desde el punto de vista cronológico, genético y psíquico. De ellos recibimos nuestra vida y por eso se trata de una relación fundante. Como nuestros primeros “otros”, ellos han influido en nuestra experiencia básica de la alteridad. Esta experiencia de la que hemos venido hablando nos devela la existencia del otro ante nosotros y entonces de nosotros ante él. El primer descubrimiento de la alteridad es a la vez el inicio de la configuración de nuestra identidad, de “quienes” somos cada uno de nosotros. En el plano psicológico, la alteridad y la identidad, como percepción del otro y de uno mismo, son dos experiencias que están íntimamente unidas, una potencia a la otra. Es otro anterior a nosotros el que está llamado a potenciar nuestro ser propio.

Siempre me ha gratificado ver a padres que favorecen que sus hijos exploren y cultiven sus cualidades más personales. Se comportan así como guías en el descubrimiento de lo propio de cada chico y en su desarrollo. No proyectan sobre los hijos necesidades personales originadas en carencias no asumidas. No se enamoran de hijos ideales, forzados a ser lo que no son pero que sus padres quieren que sean, porque así los necesitan. La paternidad requiere una actitud contemplativa para descubrir al propio hijo a medida que éste se manifiesta e intervenir en su crianza alentando su desarrollo o destrabando las posibles dificultades.

Como vemos, en los albores del sentimiento sobre nosotros mismos, sobre nuestra identidad como condición única y personal, el vínculo con nuestros padres ha sido decisivo. No es que ellos nos dieron en un sentido último nuestro ser “yo”, nuestro “quién” somos, pero sí nos han comunicado la existencia, nos han criado y educado. Somos sus hijos y, a la vez, somos más que esto, somos nosotros. Lo más íntimo de nuestra condición personal escapa a su acción de gestar y criar. En realidad ellos gestan y educan a alguien que recibieron y algún día despedirán. Precisamente porque lo recibieron es que lo despedirán. Les pertenecemos como personas, es decir, trascendiendo toda posesión.

La condición de persona/hijo representa como vivencia primordial un delicado equilibrio de pertenencia y libertad. Sin un vínculo de pertenencia filial nos sentiríamos abandonados, solos y en riesgo. Nuestra identidad se convertiría en un interrogante. ¿Quién soy, si no soy de nadie? Al revés, en una relación posesiva y sofocante con nuestros padres, nuestra originalidad personal se vería ahogada, sentiríamos la falta de autonomía y el temor de ser nosotros mismos. Así también nuestra subjetividad sería una duda. ¿Quién soy, si nunca me dejaron ser yo?

Tiempo atrás estuve dedicado por años a la formación de los futuros sacerdotes en el seminario diocesano. El desafío más importante que teníamos era ayudar a que cada joven discerniera y confirmara la vocación que había sentido. Sabemos que el sacerdocio no es un llamado a cumplir un “rol”, sino a “ser uno mismo” entregándose totalmente a Dios y a los hombres. Ser uno mismo es el propósito de la vida de toda persona, también de un sacerdote. El discernimiento y la formación en el seminario estaban al servicio de este propósito. Pero ¿cómo sentir que Dios me llama para Él (antes que para un servicio) si no me he sentido amado y llamado a la vida, si no experimenté nunca la alegría y la gratitud por ser yo mismo?

Sin un suficiente registro del propio sí mismo es difícil poder escuchar de verdad que uno mismo es llamado por Dios. Recuerdo que algunos muchachos deseaban entrar al seminario con la inconsciente intención de ser alguien en la vida porque en el fondo no se sentían nadie. La crianza familiar o bien los había abandonado dejándolos sin un vínculo significativo con su padres y provocando un pobre sentimiento de su sí mismo o, al revés, los había sofocado con expectativas volcadas sobre ellos que los presionaban generando un inconsciente escape hacia una opción diferente. Pero el sacerdocio no es una “prótesis” que suple la carencia de un sí mismo suficientemente firme. Cuando las personas se aferran a un “rol” (aunque sea un rol sagrado), como lo hace un inválido a sus muletas, la perseverancia vocacional está en riesgo. Lo mismo ocurre con la vocación al matrimonio. Más de una vez me entrevisté con parejas donde alguno de los dos me decía: “sin él no soy nadie” o “ella es una parte de mí como si fuera mi brazo”. También esas personas vivían la relación para suplir su déficit de identidad personal.

La experiencia de pertenencia y libertad en la crianza familiar va formando el sentimiento del propio sí mismo que no se extinguirá con la salida de la casa paterna, sino que se irá transformando. Será siempre una experiencia necesaria. Habrá otros vínculos de libre pertenencia que nos harán sentir nosotros mismos. A esos vínculos los llamamos amor: de esposos, de hermanos, de amigos, etc. Vivir en un sentido personal, siendo nosotros mismos en nuestra irrepetible originalidad, es posible gracias al amor experimentado. La persona sólo está viva cuando es amada y ama, esa es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad.

Como vemos, tratándose de la primera pertenencia amorosa, nuestra condición filial es tan fecunda como conflictiva. Tiene poder para enriquecernos y también traumarnos: somos beneficiarios, y a veces, víctimas de las relaciones vividas en casa.

Potencialidades y fragilidades de nuestro vínculo filial

Ser persona significa en primer lugar ser alguien recibido y que se va recibiendo. Como dijimos, una persona es siempre un don que proviene de otro, experiencia que se prolonga a lo largo de toda la vida. Antes de desplegar nuestro protagonismo libre y creativo, tenemos que recibir lo que somos y así aprender a descubrir y acoger quiénes somos. Nuestra relación con nosotros mismos refleja de alguna manera el modo como fuimos mirados, atendidos y aceptados en nuestra infancia. Al vínculo con nuestros padres se unirán y seguirán los de nuestros abuelos, familiares y maestros. Y a lo largo de toda la vida nuestra personalidad se verá afectada por cada nueva relación, pudiendo evolucionar en un sentido positivo o conflictivo. Cada persona que nos reconoce o nos desvaloriza, que nos apoya o nos ignora, reafirma o niega algún aspecto de eso que sentimos respecto de nosotros mismos (Zanotti de Savanti, 2005).

El origen de nuestra identidad personal nos muestra que ella se configura de modo relacional, que somos en algún sentido el fruto de esa primera relación con nuestros padres. Una dinámica de presencias y ausencias, empatía e incomprensión, estímulos e indiferencias fueron acompañando nuestra infancia, es decir, el surgimiento de nuestra condición personal. De este modo, nuestros primeros años de existencia, que es existencia filial, dejarán en nosotros la experiencia de la confianza o la desconfianza, de la autonomía o la vergüenza, de la iniciativa o la culpabilidad (Erickson, 2000). Sobre esta base, nuestra personalidad seguirá configurándose relacionalmente a lo largo de toda la vida.

En los primeros meses de vida, la relación con una madre empática logra que el niño comience a salir espontáneamente de sí mismo hacia ella en actos de confianza y entrega (Kohut, 1996). Se despliega naturalmente la vida hacia el otro. La psicología del self (sí mismo) afirma que antes de la adquisición del lenguaje se juega el futuro de cada ser humano, la posibilidad de descubrir activamente al otro o, si se fracasa, tener una existencia signada por la reacción al medio, edificada para sobrevivir, no para vivir, y sin la posibilidad de descubrir al otro. La falla materna no confrontó al hijo con “el otro” semejante pero radicalmente diferente, sino con “lo otro” impersonal. Cuando el niño no puede en su despliegue descubrir la alteridad y luego se topa con otro, con lo que se confronta es con “lo otro” porque se le impone desde fuera, con una otredad objetiva, pero no con alguien reconocido como otro, es decir, como persona. La capacidad relacional no se habrá desplegado espontáneamente, sino como reacción al exterior, de modo defensivo y adaptativo a las expectativas del medio y con una sumisión automática a estas (Painceira Plot, 2007).

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