Kyung-ran Jo - En busca del elefante

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Esta es una colección de siete cuentos de la autora Jo Kyung-ran, conocida por su fino y delicado estilo literario. Para la autora, una de las tareas de los escritores es percibir lo invisible, escuchar su espíritu que habla en voz baja y ponerlo en palabras. Por eso se interesa en los seres débiles, en los extraños, y quiere ser su puente hacia el lector y descubrirle aquellos discretos acontecimientos que ocurren en su derredor y que ignora las más de las veces. Su mirada comprensiva le da su sexto sentido. La mayoría de sus personajes son extraños, viven en profundo aislamiento y, cuando se relacionan con otros, a menudo sufren por rupturas que no comprenden ni soportan. No hay nada exitoso en el amor ni se sienten salvados por la familia.

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Primera edición en MINIMALIA octubre de 2007 Director de la colección - фото 1

Primera edición en MINIMALIA, octubre de 2007.

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinación técnica: Laura Rojo

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Formación digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

Esta colección se publica con el apoyo del Instituto de Traducción de Literatura Coreana (KLTI) para el proyecto Libros de Corea, 2005.

© 2007, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.México, D.F.

Teléfonos y fax (conmutador): +52 (55) 5515 1657

Correo electrónico: solar@solareditores.com

Página electrónica: www.solareditores.com

ISBN 978-607-7640-24-0

Índice

Al mismo tiempo

Todos somos ángeles

La lágrima que derramó Kim Yonghi

La casa de Mari

En busca del elefante

Soy el peluquero de una aldea

Casa modelo Ramer

Palabras de la autora

Al mismo tiempo

Hace muchísimo tiempo crecieron los árboles. Y así como crecieron juntos para formar un intrincado bosque, de la misma manera aparecieron los seres humanos. Cuando los árboles crecían exuberantes, los dioses empezaron a partirlos. Y se dice que los trozos de esos árboles así divididos se convirtieron en seres humanos y se separaron por su cuenta para formar parejas de personas. Hay quien dice que los árboles, en vez de dar frutos, daban a luz hijos. Y que éstos eran tan pequeños que vivían en el interior del árbol. Por otro lado, cuentan que cuando hacía mucho viento, sus cuerpos se congelaban como el hielo, y cuando dejaba de soplar, volvían a secarse. También se habla de un país muy lejano en el que había árboles que parían ovejas y árboles cargados de gansos.

Los árboles crecían en medio del viento, la niebla y la lluvia, y cuando llegaba la primavera, el mundo se aclaraba y resplandecía debido a la blancura de los vellos de las semillas acarreadas por el viento que cubrían los árboles como copos de nieve. Las semillas volaban muy lejos y crecían nuevos árboles. De ellos salían nuevos seres humanos que creaban su propia historia; luego, poco a poco envejecían y caían enfermos, olvidándose del comienzo del mundo. Debido a la pérdida de memoria, las personas olvidaban todo: de dónde venían, cómo habían sido creados los bosques, cómo los árboles daban las semillas…

Los terrenos, pequeños y grandes, formados junto a los bosques en épocas remotas, eran zonas río abajo. A los hombres se les olvidó por completo que en la parte baja del río había un denso bosque y abundancia de agua. Si aquellas zonas río abajo fueron devastadas o se convirtieron en desierto, se debió a la desaparición de los bosques. Desde que empezaron a plantar cereales y a cultivar la tierra, los hombres empezaron también a destruir los bosques. Talaron árboles, cada vez más, haciendo desaparecer los bosques hasta la zona río arriba. Por eso hay inundaciones y sequías. Analizando el polen de sedimentos de río, se han investigado los tipos y cantidades de las diferentes plantas que había. A raíz de análisis como éste, se descubrió que el desierto del Sahara fue un extenso bosque en tiempos antiguos.

Los árboles, que veían amenazada su existencia, comenzaron a buscar maneras de sobrevivir ayudándose unos a otros. Además de los árboles que engendran semillas cada tres o cuatro años, crecían otros que producían numerosas semillas cada año, como el álamo, el sauce, el aliso y otros. Algunas de esas semillas no se pudrían, aunque pasasen mil años. Las semillas se desplazaban transportadas por el viento y en las alas de los pájaros hasta lugares lejanos. Las semillas que contenían recuerdos de piedras, de hierbas, del cielo y del sol, se escondían entre los árboles, en lo más espeso del bosque o en el fondo de la tierra, atravesando el duro asfalto. Mucho tiempo después, cada semilla empezó a brotar y fue surgiendo un nuevo bosquecito; así las personas nacieron de nuevo.

Mi muy querida sobrina Yunsul, cuando unos bosques empezaron a ser talados y los bosques restantes poco a poco desaparecían, tú eras una semilla pequeña y blanca que llegó aquí volando en una lejana nube, llevada por el viento hacia los rayos del sol.

Si te hablo de los árboles y del bosque, olvidados en cierta época, y de los vellos de las semillas que flotan por encima de nuestra cabeza, oye, Yunsul, ¿despertarás? Quizá estés volando por el aire como si fueras un pájaro ligero y pequeño, acompañado de esas semillas vellosas, pero no te vayas muy lejos. Si te vas demasiado lejos, es posible que tardes en volver aquí diez o veinte años, o hasta más de cien. No sé si tardarás aún más tiempo. Por eso, abre los ojos, por favor.

Cuando movías la cabeza con mirada melancólica, dudaba un rato pensando si debería llevarte conmigo de todos modos. Como deseabas quedarte constantemente a solas, sabíamos muy bien que ni el parque, ni la sombra, ni la música que te gustaba, ni tu tío, ni yo, te serviríamos de nada. Sin embargo, no podía dejarte sola. No podía permitir que te quedaras sola en casa; no obstante, salí para rezar por un difunto y te dejé.

Eran alrededor de las diez de la mañana cuando llegué al templo budista Mikwangsa. Hacía muy buen tiempo, mucho sol. En el firmamento no se veía la más mínima nube. Era un día esplendoroso, pero tan seco que con una sola chispa todo el cerro habría podido quedar envuelto en llamas. Cuando iba a quitarme los zapatos para entrar al templo del guardián de niños y viajeros, pasando por el templo principal, de repente oí ladrar a un perro a lo lejos. Miré a mi alrededor, pero no se le veía por ningún sitio. El ruido que creí ladrido de perro y que llegaba a mis oídos, poco a poco fue convirtiéndose en el canto de un pájaro. Pensé que se trataba de un cuervo, una urraca o un cuco de espalda negra, pero no se veía nada. Un sonido ronco, que al principio no pude distinguir si era de pájaro o de perro, ascendió con mayor fuerza, pero de pronto ya no oí nada. Entré al templo del guardián de niños y viajeros después que se tranquilizó el entorno. Centenares de lámparas blancas en las que estaban escritos los nombres de los difuntos iluminaban el ambiente, sin embargo, el interior era tan oscuro que casi no se veía la estatuilla de Buda sentado en el lado opuesto. En la oscuridad estuve de rodillas largo rato, al mismo tiempo que Byongha sufría ese accidente, ¿también oíste ese ruido?

Cuando volví a casa, usé la llave para abrir la puerta y no despertarte si acaso estabas dormida. Al pasar delante de tu alcoba me pareció oír ese canto que había escuchado en el templo del guardián. De tu cuarto salía suavemente una resonancia como de un enorme tambor. Creí que te habías quedado dormida dejando sonar la música. La música siguió tocando y tampoco te despertaste cuando acabé de preparar la ensalada de calabacitas condimentada, después de haberme lavado la cara.

¿Cómo puedo olvidarme del joven Han Byongha? El día que cenó con nosotros por primera vez en casa estuvo sentado en el columpio del parquecillo hasta que prendiste la luz de tu alcoba. Los champiñones que me trajo como regalo todavía están en el refrigerador.

¿Recuerdas, Yunsul, que él me llamó “madre” cuando nos visitó por primera vez? Así me decía. Como sabes, te criaste conmigo. Quizá no notaste que tu tío, sentado a mi lado, me tomó disimuladamente por los hombros. Metí mi brazo en el suyo y miré despreocupadamente la cara del joven bien crecido y sano como un abedul. A partir de entonces me llamaba madre en vez de tía, en un tono limpio y claro, como si le hubieras dicho que me llamara así. Sí, claro. No había sido nunca tu tía. Es una historia tan lejana.

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