Carlos Avellaneda - Yo y el otro en busca del nosotros

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¿Cómo vivimos nuestros vínculos? ¿Nos abrimos a los otros o nos protegemos de ellos? Son muchos los que en estos tiempos de tanta aceleración y ocupación sienten que no existen para sus allegados, que no son vistos. Las personas parecen vivir centradas en sí mismas, en sus necesidades, obligaciones, proyectos o temores. Aun cuando hagan mucho por los demás, lo hacen sin mirarlos, sin reconocerlos ni dejarse afectar por el misterio del «otro». Cada vez cuesta más reconocer al «otro» y confirmarlo como persona única e irrepetible, acogerlo por ser quien es y como es. ¿Cómo tenemos que vivir nuestro vínculo con los demás? Las reflexiones presentadas en esta obra abordan con lucidez todas las relaciones humanas, incluida la relación con Dios. Surgen así las preguntas: ¿Dios es un «otro» para nosotros? ¿Somos nosotros un «otro» para él? Con una mirada esclarecedora se nos llama a vivir el encuentro de nuestro «yo» con el «otro» en el seno del «nosotros».

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El narcisismo que aísla a las personas en su propio “yo” también puede ser vivido en lo comunitario y expresarse como “narcisismo grupal”. En mi experiencia pastoral descubro que algunos espacios compartidos de la fe –grupos de matrimonios, comunidades juveniles, grupos misioneros, movimientos de espiritualidad– a veces terminan siendo un pretexto para que sus integrantes sólo hablen de sí mismos y pierdan la referencia hacia los “otros” a quienes tendrían que salir a servir. Asomándonos a algunos de esos grupos podríamos escuchar: “Hagamos una ‘compartida’, hablemos de nosotros, démonos ese tiempo, somos interesantes para nosotros mismos, somos nuestro tema. Nuestra inquietud no son los otros ni el Otro por excelencia, que es Dios. No nos interesa un proyecto movilizador hacia los otros. Nos hemos convertido en nuestro propio proyecto”. El papa Francisco alude a este “acompañamiento intimista, de autorrealización aislada”. En sentido inverso, dice el Papa que “el auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora” (EG 172). Cada vez son más las personas que encuentran en la comunidad eclesial un espacio para exhibir la propia historia de vida, sus sentimientos, sus logros y frustraciones, sus alegrías y dolores. Por supuesto que compartir la propia vida con hermanos en la fe es algo bueno y sanador. El riesgo aparece cuando la experiencia comunitaria de la fe se convierte en un narcisismo colectivo que impide a los creyentes salir de sí mismos asumiendo vínculos comprometidos de servicio a los demás, y también cuando no abre los corazones a la entrega generosa y fiel al Otro infinito que es Dios, Señor de nuestra vida. Existimos como personas en la medida en que amamos y somos amados. El amor es lo que me permite vivir la alteridad como relación con “otro” que me hace ser “yo”. Cada hombre y mujer está vivo sólo cuando puede hacerlo en sentido personal: siendo amado y amando. El amor es la experiencia fundante y confirmatoria de nuestra alteridad: vengo de otro y soy más yo yendo hacia otro. La identidad personal sólo “surge del amor como libertad y de la libertad como amor”, dice Ioannis Zizioulas. ¿No es acaso ésta la experiencia de tantos que, cuando viven exilados de todo amor, sienten que su ser se desvanece y se hunde en la tristeza? Sin amor, morimos. Solamente un amor que sea realmente libre y despojado de necesidades egocéntricas puede dar vida y crecimiento a seres personales. Sólo el hombre espiritual puede amar desde la libertad y no por necesidad, aunque él mismo sea un ser necesitado.

Identidades en riesgo

Ya hemos mencionado que un rasgo cultural clave para comprender el proceso que se está dando en las relaciones interpersonales es el de la individualización. Además de lo dicho con anterioridad, con esta expresión se alude a que, a diferencia del pasado, en la actualidad la identidad personal de cada sujeto deja de ser un “dato” para convertirse en una “tarea” de cuyas consecuencias los únicos responsables son los actores. Tener que convertirse en lo que se es, esa es la marca característica de la vida moderna (Bauman, 2003). Dicho de otro modo, nadie es quien es de modo seguro e incuestionable. Las personas están obligadas a ser ellas mismas, asumiendo el riesgo de errores y fracasos. Sin contar con actualizados modelos de referencia, todos estamos impelidos a modelar a tientas nuestra identidad, destino y biografía, por este motivo llamada por algunos “biografía de riesgo” (Beck / Beck-Gernsheim, 2003).

Pongamos ejemplos. La nueva condición femenina hace que una mujer de hoy no pueda copiar la manera de vivir de su madre o de su abuela; siendo mujer, ella no podrá ni querrá serlo como lo fueron sus mayores. En el intento de delinear su propio perfil femenino la mujer actual tendrá que abrirse paso a través de los nuevos desafíos que sus antepasadas ni imaginaron. Nuevas posibilidades y también nuevas tensiones y dudas se le presentan a la mujer de hoy. Un hombre que es padre no siempre encuentra en el suyo el mejor modelo a imitar en la relación con sus hijos. Tendrá que aprender las habilidades emocionales que lo acerquen a su familia y vivir otro tipo de autoridad, pero hay que reconocer que no son tantos los hombres buscadores de una nueva masculinidad. Un sacerdote joven no puede vivir el mismo perfil humano y pastoral de uno mayor. Sintiendo obsoleto el anterior modo de ser cura, ensayará nuevas modalidades adaptadas a los tiempos. En este intento, su identidad humana y consagrada puede terminar “accidentada”, para usar la expresión del papa Francisco.

Todas las realidades –la sociedad, la política, la religión, la familia, los vínculos– están atravesando grandes cambios. Esto obliga a los actuales protagonistas a crecer como sujetos sin referencias bien definidas ya que las identidades del pasado parecen haber alcanzado su fecha de vencimiento.

Por eso decimos que desde el punto de vista social y cultural las identidades no vienen dadas, sino que se van configurando con conductas más o menos acertadas en contextos nuevos y de acelerada transformación. En la actualidad, nadie es padre por haber engendrado hijos, sino porque cada día va forjando esa identidad mediante una relación cuidada y atenta con ellos. Nadie vive como consagrado por haber formulado sus votos o recibido la ordenación. Lo hará si, aun en medio de la inestabilidad de estos tiempos, va madurando como hombre o mujer capaz de entregar a Dios la totalidad de su ser (cuerpo, corazón, mente y voluntad), dedicándose a sus hermanos. En la actualidad, un docente no posee otra autoridad que aquella que él mismo se gane en el aula por su modo de vincularse con los alumnos cumpliendo la tarea de suscitar aprendizajes. Religiosos, políticos, docentes, esposos, padres de familia, cualquier identidad que se busque es hoy una fuente constante de movilización personal, de aciertos y errores, de gratificaciones y conflictos. Consagrados que dejan los hábitos, matrimonios que se separan, padres que se sienten fracasados por el estilo de vida de sus hijos, políticos que son cuestionados: en todos se muestra que “ser uno mismo” se ha convertido en una tarea que demanda dedicación y que no está asegurada. Teniendo que validar diariamente la propia identidad ante los demás y ante sí mismas, no es infrecuente que las personas experimenten dudas, ansiedades y cuestionamientos.

Si como hemos dicho, nuestra vida es un don recibido de otro que se confirma y crece entregándonos a otro, pareciera que la capacidad de vinculación es una condición imprescindible para afirmarnos como personas y madurar nuestra identidad. Deseamos profundizar en estas páginas la cuestión “identidad–alteridad–comunión”. Trataremos de hacerlo de modo sencillo pero intentando ahondar en los diversos temas para descubrir en esta formulación una guía en nuestro camino de encuentro con nosotros y con los otros. Si la alteridad es vivida unas veces como amenaza y otras como posibilidad, se debe al hecho de no saber entablar con el otro una relación suficientemente saludable y segura. Necesitamos del otro en nuestra vida pero tenemos miedo de que ese otro nos dañe, incomode o limite. Nuestra fe en el Dios que es Alteridad y Comunión, y nuestro seguimiento de Cristo que nos llama al amor de unos con otros, son un estímulo para superar aquellos temores. Así podremos reconocer a los otros de nuestra vida como hermanos a quienes necesitamos y para quienes deseamos vivir.

Pero además de alentarnos y guiarnos en nuestro salir de nosotros hacia los otros, el Señor nos sana para poder hacerlo. Nuestras alteridades están heridas, nuestras relaciones muchas veces son tóxicas y agobiantes. Algunas veces las miradas de los demás nos ignoran, otras nos presionan, otras nos juzgan o reprochan. Sólo la mirada de Dios es totalmente pura, comprensiva y valorativa. Él dice a su pueblo elegido y también a nosotros: “Tú eres de gran precio a mis ojos, porque eres valioso, y yo te amo” (Is 43,4). Su mirada de amor a nosotros es creadora y recreadora de nuestra identidad; necesitamos tomar contacto con esa mirada. Ante ese Otro no amenazante que es Dios, un Otro liberador, yo sí puedo ser verdaderamente yo, aun con mis miserias y fragilidades.

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