Así era Ariana, prefería andar con palabras directas y precisas, no daba vueltas como Gabriel. Ella estaba constantemente ocupada por mi culpa, por lo que ver desfilar sus curvas por mi despacho era algo común, aunque eso no significaba que fuera agradable para ninguno de los dos. Ariana era para mí como un investigador privado para los humanos. Su cabecita no paraba de cuestionar mi trabajo porque mis intervenciones al concederles deseos a los mortales alteraban el plan inicial que ella les había diagramado. Sí. Como dije. Ella y sus agentes eran los que se ocupaban de armar la estructura de la vida de todas las personas desde que nacían hasta que morían. Ella era la que volvía loco a Gabriel por mi culpa, era como decir “la buchona, alcahueta, soplona, vigilante, etcétera”.
¿Imaginan en qué lugar quedaba yo para ella? No era difícil de imaginar. Tal cual lo dijo Gabriel con su dulce voz de señorita. Mi trabajo provocaba el efecto mariposa. La alteración de un elemento en una larga cadena. Oh, sí. El bastardo de invisibles alas blancas no erró en su apreciación sobre los efectos secundarios de nuestra actividad en este asquerosísimo lugar. Ariana era hiperactiva por naturaleza y gracias a nosotros se potenciaba, pero ya todos sabíamos que así sería. Todos formábamos parte de este gran circo. Ningún payaso sobraba.
Pero ella, igual que Samuel pertenecían al plano intermedio, por lo que Gabriel, yo y tantos otros éramos invitados o intrusos alterando el orden que tenían establecido. Y desafortunadamente a ella no podía calmarla con mi whisky o mi sonrisa. Para mi sorpresa, la curvilínea pelirroja con pecas de muñeca en la nariz me lanzó un misil con la vista y luego miró a Samuel sin decir palabra y este levantó el trasero del sillón de terciopelo donde había estado inmutado un rato igual que Nadín y Can, puso sus manos en los bolsillos y la siguió como perro faldero para quedarse en el pasillo susurrando irrespetuosamente entre ellos. Algo que colmaba mi paciencia cada vez que lo hacían, ya que no podía evitarlo, interrumpirlos o siquiera oírlos. Esos dos estaban fuera de mi jurisdicción.
Cuando dije que eran piedras en mis finos zapatos negros igual que Gabriel realmente lo pensé así y fue como adivinar el futuro. No, nunca me fue concedido hacer tal cosa, los únicos que veían el destino de la gente, además de los 14 Máximos eran Samuel y Ariana. Pero yo leía a los demás, y en eso era implacable. Podían preparar la función, transformar sus rostros, quitarles o cambiar su expresión, en otras palabras; mentir. Pero a mí no. Sus ojos me daban indicios de una verdad oculta y eso iba para Samuel y para Ariana también.
Algo se estaba cocinando en los pasillos de mi club y podía imaginar por el olor putrefacto del aura que envolvía a esos dos, que me sería presentado un plato fuerte y desagradable de engullir. Mientras seguían afuera, miré hacia Nadín que ajustó sus botas estirando su pierna hacia adelante y hacia arriba, la insinuación sexual más antigua que existía, y la más ordinaria y vulgar. Así era ella. Ordinaria y vulgar, pero además insistente. Ella nunca veía más allá de su puntiaguda y espolvoreada nariz, ni oía ningún otro pensamiento que no viniera de entre sus piernas. No le importaba nada de lo que había pasado hacía un momento. Solo pensaba en sexo, por algo volvía locos a mis clientes todas las noches arrastrándose entre ellos cual serpiente, dejándolos sentirle su olor como toda perra en celo. Admito que era exitosa en eso con ellos, pero conmigo jamás iba a pasar. Después de acostarme con mujeres humanas, las de mi clase se volvieron insípidas.
Bien, no era tan así, exageré un poco. No dejaba que todas las que se entregaban a mí me consiguieran. Era interesante hacerse rogar y, como dije, siempre fui bueno para controlar mis impulsos. Para aceptar saciar mis necesidades debía vencer la pulseada interna entre el deseo y el asco que me producían las mujeres mortales. Y aun así, teniendo esos impulsos enfrentados, las seguía prefiriendo a ellas antes que a mi pobre querida Nadín. La preferencia por los mortales se volvería casi una obsesión, un reto. Pero de entre todas las que decidían entregarse cinco minutos después de perderse en mis ojos, hubo una que no cayó. Y entendí que no eran todas iguales. Algunas preferían jugar. Oh. El preludio. Por favor, ese invento fantástico de las personas cuando se encuentran por primera vez que solo condimenta con cuentagotas el plato para lograr el sabor perfecto. Y eso le daría el sabor que no encontraría en otro lado. ¿No era acaso entretenido para el gato jugar un rato con el ratón antes de comerlo? ¿O ese jugueteo que hacía el pejerrey de hundir la boya fluorescente bajo el agua segundos antes de descubrir que su comida era una trampa? Esa preferencia mía estaba impregnada en mi cara y en mis ojos, ligada sin duda al destino de alguna mortal que ponía nerviosa a Ariana. No tenía que ser un genio para deducir en estos cortos minutos de silencio que los nervios de mi reciente invitada se debían a lo que pasó hace dos días, es decir, el miércoles, cuando la que no cayó a los cinco minutos de verme a los ojos vino a hacer una escena a mi club.
Entró envuelta en furia, completamente empapada y sus ojos me penetraron inmediatamente luego de chocarnos el uno con el otro. Fue la manera más rápida de captar mi absoluta atención como nunca antes, solo por el hecho de ignorarme, hundida en su imperativa necesidad de dar con el dueño del club o el sujeto a cargo, sin saber que lo había chocado.
¿Cómo pude guardar en un cajón lo que pasó esa tarde? Evidentemente ese suceso se me vendría encima como avalancha de montaña conmigo al pie, de manera que necesité poner mi mente en blanco para traer los detalles precisos que sin duda Ariana me exigiría tras abandonar el pasillo de luces verdes y rojas y cruzar la puerta escoltada por Samuel. Ella sabía más que yo sobre todo lo que pasaba en el Intermedio, de allí nació la regla fundamental que teníamos que era colaborar con ella, aunque nuestra naturaleza nos prohibía hacer aliados, de ninguna manera podía tenerla en mi contra. Cerré los ojos y regresé en mis pasos a ese glorioso día de tormenta. Yo odiaba los días entre semana, y si el reloj marcaba un horario entre las 7 h y 17 h me encontraría en mis peores humores, pero estaba lloviendo y el cielo oscureció la ciudad cubriéndola con nubes negras y cargadas de electricidad, fue tan intimidante como si alguien allá arriba estuviera furioso. Las personas se vieron obligadas a despoblar las calles dejando un paisaje gris sin gente. Eso fue glorioso para mis ojos e hizo que la tarde fuera llevadera. Oh, sí. Como cada miércoles en la tarde, mi día comenzaba en la clásica recorrida por las instalaciones preparándonos para los cuatro días de la semana que más desbordaban nuestro trabajo; jueves, viernes, sábados y domingos.
Esa música de rock and roll de las décadas de los setenta u ochenta recorría los pasillos haciéndome compañía. Can era amante de AC/DC, yo no. Sin embargo me sabía de memoria su disco Highway To Hell, el favorito de mi molesto súbdito. Podía escucharlo entonar el coro de “Get It Hot” desde la sala de proyección, su voz resaltaba por sobre las demás, tenía una especialidad para hacerse notar en donde sea que esté. Si Can estaba despierto y andando, todos nos íbamos a enterar. Oh, el detalle era que nosotros tres vivíamos en la parte inferior del lujoso edificio de tres pisos, el resto del personal cumplía un horario acorde a la rutinaria actividad de un club nocturno. Cabe aclarar que la planta baja y sus dos pisos estaban destinados a dicha actividad social, salones con pisos desnivelados, mesas de pool, barras expendedoras de tragos en todas las paredes, mesas redondas y cuadradas y, por supuesto pistas de baile. Pues bien, el subsuelo contaba con dos amplios pisos, desde luego no accesibles para los mortales, no eran siquiera visibles para ellos, si un humano subía al ascensor, solo podía digitar tres números: 0, 1 y 2, y era lógico. Las actividades que Nocturnal tenía en los pisos inferiores no eran de la incumbencia de nadie, salvo que yo así lo considerase. No se trataba solo de la intimidad de mi casa (en el piso más bajo), sino que literalmente eran las puertas al plano inferior cuyo acceso era solo para los oscuros o para los decesos de las almas mortales que bajarían conmigo en el momento correcto. Nuestra presencia mientras estábamos abajo no era percibida por los oídos u ojos humanos por más que se quedaran atrapados en el ascensor. Ellos nunca veían ni oían nada, era parte de su naturaleza inferior, admito que poseían una gran curiosidad, pero solía opacarse por su gran temor. Así que las altas notas que Can lograba alcanzar cantando el estribillo de “Get It Hot” desde la sala de proyección solo lastimaban mis oídos a medida que me iba acercando. La sala de proyección era mi lugar favorito, literalmente era mi sala de cine para observar a las personas. Y los humanos tenían algo de razón cuando inmortalizaron una famosa frase:
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