Gustavo Vaca Delgado - El canto de la essentia

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¿Cuáles son las circunstancias que enlazan episodios del Renacimiento italiano, del Berlín de comienzos de la Guerra Fría, del Ecuador de contrastes en los años cincuenta, y del Ecuador de estos días, moderno y seductor? ¿Pueden existir eventos que conecten las bellas artes con la fragancia del cilantro, la amistad con un humilde guiso de patatas? El Canto de la Essentia atrapa a los protagonistas en una noble aventura cargada de enigmas que no logran comprender pero que, a pesar de ello, viven con sagacidad y entusiasmo. Son la amistad, el amor y la obstinación los atributos que amalgaman las historias que aquí se presentan, eventos entrañables y heroicos, vividos y contados con las apetencias y los arrebatos personales del autor.

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© del texto: Gustavo Vaca Delgado

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© en la composición de la portada: Amor de Colibríes, Óleo sobre tabla, Gustavo Vaca

© en la contraportada: Mi bodegón, Óleo sobre lienzo, Gustavo Vaca

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2021

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24 Edificio SEVILLA 2,

41018, Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: octubre, 2021

ISBN: 9788418996856

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

Como no podía ser de otra manera, a Sandra

Índice

Exordio

LIBRO PRIMERO FIORALBA

Capítulo I - Maja squinado

Capítulo II - Zea mays

Capítulo III - Solanum tuberosum

Capítulo IV - Tragoediae - Primer episodio En el pasado… Florencia, 1478

Capítulo V - Potus arabicus

Capítulo VI - Solanum quitoense

Capítulo VII - Manihot esculenta

Capítulo VIII - Tragoediae - Segundo episodio Florencia de nuevo, 1479

Capítulo IX - Theobroma cacao

Capítulo X - Farina

Capítulo XI - Cavia porcellus

Capítulo XII - Musa paradisiaca

Capítulo XIII - Chenopodium quinoa

LIBRO SEGUNDO: ALEGRÍA

Capítulo XIV - Anadara tuberculosa

Capítulo XV - Nicotiana tabacum

Capítulo XVI - Tragoediae - Tercer episodio … que inicia en Berlín Oriental, República Democrática de Alemania, en noviembre de 1955

LIBRO TERCERO: INGEBORG

Capítulo XVII - Solanum lycopersicum

Capítulo XVIII - Tragoediae - Cuarto episodio De vuelta al pasado… Italia, 1479

Capítulo XIX - Passiflora edulis

Epílogo

Dar las gracias

EXORDIO

Hubo una vez un hombre que, con la mirada clavada en la luna y el rostro contrito de penitencia, se aferraba con una mano a la barandilla y con la otra a su cigarrillo; lo hacía con tal vigor que los nudillos de ambas manos adquirieron una coloración mortalmente blanca, y los carpos, metacarpos y las falanges estuvieron a punto de inmolarse en polvo de huesos.

Ese hombre era yo y no hace tanto de aquel momento de furiosa vehemencia. Dos años, día arriba, día abajo. Si lo tengo tan presente, no es porque finalmente los huesos se molieran, que casi, sino porque en aquel estado caí por culpa de un evidente motivo y de aquel estado salí por culpa de una aún más evidente cabezonería.

Ya mi madre —que en paz no descanse, sino que siga juergueando sus partidas de cartas con sus amistades celestiales— lo había confirmado hace muchos años en mi más temprana infancia:

De cabezón no te gana nadie —había dicho ella, yo replicado con inocencia que para qué desearía yo dejarme ganar, y ella replicado de nuevo con el latigazo de su mano que hábilmente sabía estrellar con puntería de madres, con su anillo de al menos mil quilates, sobre mi boca y haciéndome arrepentir de mi insolencia.

Lo que antecedió a mi descorazonado momento descrito fue una colosal bronca con Misán, una de esas riñas que de vez en cuando acontecen en todo matrimonio y que a menudo se inflaman hasta el punto de incendiar todo el bosque de emociones, aunque hubiesen originado con un único e ingenuo chispazo.

Yo trajinaba en mi hábitat natural, la cocina, y así, entre cebollas en brunoise y zanahorias en rondelles , le lancé a Misán una elocuente respuesta a su pregunta.

—¿Y por qué no? —repuse con gran facundia.

—¡Porque es una estupidez! —dijo la moza que tiene el don de la palabra y atina siempre a utilizar las correctas.

—Pues a mí no me lo parece, al fin y al cabo…, es por una buena causa.

Sentía en mi mano el sensual roce de la empuñadura de mi cuchillo de chef de cerámica aeroespacial, el último grito en herramientas culinarias para frikis como yo. El balanceo de la herramienta sosegaba mi ímpetu al igual que los relojes de péndulo arrullan a los hipnotizados.

Misán y yo vivimos en Quito, capital de Ecuador, según el oráculo ubicable sobre las coordenadas 0°13'07"S 78°30'35"O.

En promedio, la ciudad se alza a 2850 metros sobre el nivel del mar como un sarpullido en la vasta cordillera de los Andes y compuesto por más de dos millones de granitos humanoides que lo habitamos.

Acerca de Misán y nuestro feliz reencuentro escribí en su momento otro relato que, al tiempo de escribir este, aún aguarda en una cajonera. Quizás un día se publique, por lo que aquí únicamente resumiré un par de detalles que sirvan para adentrar al lector en el contexto de esta historia.

Misán en realidad se llama Sandra, nombre que reduje cómodamente a un «san» monosilábico y antecedido de un «Mi» que nada tiene que ver con el adjetivo posesivo, sino con la tercera nota musical que es mi favorita. Como una nota fresca, Misán había reaparecido en mi vida treinta años después de habernos separado en tiempos estudiantiles, con la feliz prebenda de que en aquel entonces habíamos sido cálidos amigos y, en el ahora, somos ardorosos enamorados. La alta temperatura de nuestro vínculo actual está atizada por los fuegos de los treinta años que vivimos cada uno por nuestro lado. Nuestra amistad de juventud se había interrumpido cuando egresé de bachiller, y no se habían vuelto a cruzar nuestros caminos en tres décadas. Pero, cuando nos reencontramos hace ya unos años, casual o predestinadamente, nos surgió un frenético enamoramiento con alocados tintes de pasión madura y carnosa. Coincidimos en una fiesta cumpleañera de una amiga común a la que, aunque no había preparado la jugarreta, consideramos nuestra hada hechicera por habernos abierto las puertas a tan fabuloso amor. Desde la fiesta, Misán y yo no volvimos a separarnos, y así hasta ahora, venciendo las tempestades que toda pareja que se precie enfrenta alguna vez.

La que estaba yo narrando, la que inicia esta historia, era una riña más, aunque con visos de convertirse peligrosamente en más trascendental que anteriores peloteras.

Tal como lo recuerdo, estaba yo faenándome un pimiento rojo en juliana cuando ella bramó su terrible sentencia. Decir bramar es una licencia literaria que me tomo para dotar al momento de un mayor dramatismo. Porque Misán no sabe bramar, ni falta que le hace. Ella insinúa, y con eso basta para que la tierra tiemble, al menos la mía, la que yo piso.

—Muy bien, cabezón. Haz lo que quieras. ¡Pero hazlo sin mí!

Como aprendiz de literato no estoy capacitado para encontrarle palabras medidas a las sensaciones de rugidos, rayos y metrallas que sentí. No sabría ni cómo transcribir la galopante taquicardia que me entró al escucharla decir lo que dijo. Me retemblaron las rodillas, hice un último esfuerzo para verter el pimiento en la olla, y me arrastré derrengado hasta la terraza para encaramarme a la citada barandilla y al cigarrillo.

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