Yo le había hablado de la papa, llamada también patata, tubérculo humilde que ya mencioné con anterioridad, originario de Sudamérica, por mucho que le pese a otras naciones que se jactan de usarla como ingrediente local dentro de sus gastronomías. Con Misán nos habíamos quedado desconcertados cuando, al encontrar unas pocas papas en nuestra despensa, don Piero había repetido sus gestos de atolondramiento, confesando su desconocimiento al respecto de sus utilidades y sabores. Con todo un recital de atributos y recetas que yo le enumeré, explicándole la magnificencia de este producto, le había prometido que aquel día degustaríamos una de sus infinitas aplicaciones. Porque, si hay un plato tradicional de nuestra ciudad, inseparable de nuestra idiosincrasia alimenticia, como herencia emblemática de nuestros legados ancestrales, fruto modesto de la Pachamama, nuestra deidad incaica, la Madre Tierra, este es nuestro Locro Quiteño. Siendo una crema de papa aromatizada con cebolla blanca —la de verdeo, la alargada y de perfume sureño—, achiote y leche, que se sirve con queso fresco y aguacate, puede sostener con facilidad cualquier comparación con otras cremas de patatas que existan en el mundo. No es patriotismo; nuestro locro de papa, nuestro guiso de patata, extrae su exquisitez de sus orígenes y elaboraciones humildes, y no conozco a nadie a quien esta soberbia vianda haya dejado indiferente.
Así también le sucedió a don Piero en el restaurante que elegí. Ni bien maridó su primera cucharada de crema con un trozo de queso a medio fundir y otro de aguacate, lo paladeó con su usual finura, estalló en un saleroso bramido de entusiasmo para alarma del dueño del local, que con nervio se acercó a interesarse por los motivos del exabrupto. El hombre quedó doblemente feliz cuando don Piero se deshizo en fatuas alabanzas hacia el plato y pidió otro para repetirse el banquete. Es un efecto que provoca nuestro Locro Quiteño, nuestro guiso de solanum tuberosum .
No hay manera de encontrarle un sentido lógico a lo que vino después del festín que nos dimos. Sin amainar en su jocosa complacencia, satisfecho el hambre y el espíritu, en un momento que yo creía de ocio banal, don Piero di Caterina afinó lo mejor que pudo toda su retórica y me embaucó con maestría, haciéndome conocer sucesos extraordinarios.
Porque en aquel instante, en la comodidad del restaurante, empezó a contarme una historia.
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