Gustavo Vaca Delgado - El canto de la essentia

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¿Cuáles son las circunstancias que enlazan episodios del Renacimiento italiano, del Berlín de comienzos de la Guerra Fría, del Ecuador de contrastes en los años cincuenta, y del Ecuador de estos días, moderno y seductor? ¿Pueden existir eventos que conecten las bellas artes con la fragancia del cilantro, la amistad con un humilde guiso de patatas? El Canto de la Essentia atrapa a los protagonistas en una noble aventura cargada de enigmas que no logran comprender pero que, a pesar de ello, viven con sagacidad y entusiasmo. Son la amistad, el amor y la obstinación los atributos que amalgaman las historias que aquí se presentan, eventos entrañables y heroicos, vividos y contados con las apetencias y los arrebatos personales del autor.

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No logré apreciar la originalidad a la que hacía referencia. A punto estuve de blasonar con mis propias teorías sobre el arte del emplatado. ¿Pero quién era yo para aleccionar a un vejete extravagante que, mientras más hablaba, más aparentaba haber salido de la edad de piedra? Me conmovía la delicadeza con la que avanzaba por las páginas; reposaba las yemas de los dedos sobre las fotografías como si leyese en braille y los ojos se le iban desorbitando con las imágenes de las recetas. No todas sus muecas las supe interpretar, el hombre estaba lleno de ellas; su cara medio oculta tras el pelaje era un bailoteo constante de contracciones y gestos.

—Estas láminas son prodigiosas. Recién me familiarizo con lo que llaman fotografías. No me canso de mirarlas. Desde hace una semana vengo todos los días.

Admito que no soy muy ágil en reflejos intelectuales y el sentido de su observación me pasó inadvertido. Le estaba tomando gusto al momento y mi curiosidad por el hombretón iba aumentando, pero apareció Misán, tan hermosa de cara como sombría de mirada, efecto que nos provoca casi siempre una visita a los bancos. Se relajó al verme y acogió con agrado el teatral saludo del anciano, un tanto rimbombante para mi gusto, pero sin duda galante y de buena fineza.

—Ha sido un placer —musité al despedirnos, a lo que él replicó con un confiado:

—Hasta pronto.

Misán me resumió sus batallas bancarias y yo a ella el breve encuentro con el exótico extraño, confesándole que, aún con sus excentricidades, me había resultado simpático.

Risotto con jamón… ¡para mi corazón! —le vacilé a ella, con menos talento que el anciano para rimar, pero con irrefrenables deseos de prepararle un suculento almuerzo de sábado y, como siempre, llegar al alma de mi amada a través del infalible camino de las tripas.

CAPÍTULO II ZEA MAYS

Es una buena costumbre iniciar los domingos con más parsimonia que el resto de los días de la semana.

Parsimonia, en nuestro caso, significa mantener postrados los huesos hasta tarde en la cama, desayunar en ella, y perdernos en lecturas compartidas hasta que nos vence una primera siesta mañanera, un sueño mucho más reconfortante que el de la noche que lo precede. Abandonados a esta tradición, nos puede alcanzar con facilidad el mediodía, momento en el cual nos ponemos a la tarea de decidir qué almorzar ese día. Los roles los tenemos bien repartidos, equitativamente asignados dentro de una madurez que se tarda años en alcanzar: ¡Misán decide qué es lo que desea comer y yo se lo cocino! Resulta sencillo someterse a esta rutina.

El domingo que le siguió al sábado ya relatado, los antojos de Misán apuntaban hacia la comida nativa y yo, que me desvivo por complacerla porque en treinta años no había podido hacerlo, vencí de buen grado mi pereza y me fui al mercado de Iñaquito, a no excesiva distancia de casa.

Los mercados son universos que ejercen sobre mí una atracción extraordinaria, similar a lo que me ocurre con las librerías o las bibliotecas. No hay mejores lugares para pringarse uno del folclore local de una sociedad, y yo me jacto de haber visitado mercados en más de medio centenar de ciudades por medio mundo. Todos y cada uno se parecen en mucho y difieren en mucho más. Las ofertas las marcan los resultados agropecuarios de una región, las riquezas pesqueras, si es que las hubiera, y las tradiciones alimenticias de las poblaciones locales. Las capitales y grandes ciudades salen beneficiadas porque la ley de la mayor demanda causa un efecto exponencial en cuanto a la oferta y, en nuestro caso, los mercados quiteños amalgaman una vasta abundancia de productos de todo el país y parte del extranjero.

Sepa el lector no familiarizado con Ecuador, que esta es una nación más bien diminuta pero generosa en diversidad geográfica.

De izquierda a derecha, el punto sobre la «i» son las Islas Encantadas, las Galápagos, que a mil kilómetros lineales desde nuestra costa pacífica dotan al país no solo de relevancia turística, sino también científica al haber sido el edén exploratorio que llevó a Charles Darwin a afianzar su provocadora Teoría de la Evolución .

El litoral ecuatoriano, con seiscientos cuarenta kilómetros de costa bañados por un océano bravo, es de clima subtropical y jugoso, de amplias riquezas fruteras y marinas que, por desgracia, mas suelen terminar en las mesas de las naciones importadoras con mayor poder adquisitivo y de gustos angurrientos.

Ascendiendo desde la costa al cielo, se extiende la magnífica cordillera de los Andes, la que no solo nos corona a nosotros, sino también a los países vecinos. Esta serranía, o Sierra, como la llamamos, es la que en mayor grado guarda las herencias ancestrales del país, herencias que para los ignorantes se remonta únicamente a los tiempos incaicos, pero que en realidad se prolonga mucha más atrás en los tiempos, siquiera trece mil quinientos años, hacia el período del Paleoindio. La región andina nos obsequia su propia generosidad en cultivos y crianzas de animales, tesoros tan propios como la papa, o patata, que hoy en el mundo entero se devora como producto local, pero que tiene su cuna en al altiplano desde hace más de siete mil años y que, recién hace quinientos, fue llevada por los españoles hacia el continente glotón.

Desde las alturas de la Sierra uno se deja desplomar nuevamente hacia la derecha y termina por caer sobre la mullida y gigante región amazónica, la selva por excelencia, nuestra Amazonía, con flora y fauna tan variadas como caóticas y sobrecogedoras. Esta extensión, en su mayor parte salvaje, aunque ya no virgen, aporta también un generoso patrimonio de productos comestibles que determinan la idiosincrasia de nuestros mercados y de nuestras cocinas.

Sin mucha fijeza, canasto en mano como manda la ortodoxia al comprar en un mercado, vagué primero por los puestos de frutas y verduras buscando inspiración para el menú dominical. Me divertía con las sagaces insistencias de las vendedoras lengüisueltas al ofrecerme sus mercancías, pero, vista la hora, tampoco me podía distraer demasiado y opté por unas recetas de fácil preparación, pero cargadas de sabor nacional. Llevaría una generosa ración de mote con chicharrón y un corte fino de corvina para preparar un sabroso ceviche al que yo le agregaría variantes propias de autor. Hice un repaso mental a lo que había de productos en casa para únicamente comprar lo imprescindible.

Hacia el fondo del mercado se apostaban los puestos de pescados y mariscos, por costumbre abarrotados de gentío, y eso que comprar pescado y marisco en mi país se ha convertido en una especie de privilegio esporádico por su alto coste. No creo que resulte peregrino mi estupor cuando, en medio de la muchedumbre, como un obelisco que se imponía, divisé la cabeza plomiza del singular veterano del día anterior. Sorprendido, me situé en un lateral, incrédulo ante aquel imprevisto encuentro, y el gigantón me alcanzó a ver, me guiñó un ojo y se abrió paso para acercarse.

—Es una grata coincidencia —manifestó con un abrazo cordial y familiar. Maravillado, tardé unos pocos segundos en hacerle una renovada radiografía. Porque el hombre era el mismo, pero, quién lo dijera, parecía otro diferente con su reformado empaque. Muy alejado de sus pintas del día anterior, ahora vestía un presuntuoso traje de tafetán azul cobalto, de solapa de muesca y botonería dorada y bruñida. La camisa celeste la abrochaba en el cuello una magnífica pajarita nacarada con lunares azules. Los pliegues simétricos del pantalón le caían sobre unos zapatos de elegante puntera, negros alquitrán y con suela de cuero. El antagonismo con el personaje que había conocido en la librería era casi total, seguían estando las greñas, los matojos de pelo abundante, pero aunque con extravagancia por el contraste, el hombretón ahora exhibía distinción y urbanidad. No le pasó inadvertido mi escrutinio y feliz estuvo de explicarse.

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