Gustavo Vaca Delgado - El canto de la essentia

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¿Cuáles son las circunstancias que enlazan episodios del Renacimiento italiano, del Berlín de comienzos de la Guerra Fría, del Ecuador de contrastes en los años cincuenta, y del Ecuador de estos días, moderno y seductor? ¿Pueden existir eventos que conecten las bellas artes con la fragancia del cilantro, la amistad con un humilde guiso de patatas? El Canto de la Essentia atrapa a los protagonistas en una noble aventura cargada de enigmas que no logran comprender pero que, a pesar de ello, viven con sagacidad y entusiasmo. Son la amistad, el amor y la obstinación los atributos que amalgaman las historias que aquí se presentan, eventos entrañables y heroicos, vividos y contados con las apetencias y los arrebatos personales del autor.

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Así nos ocurrió el martes. Cerca del mediodía circulábamos con dificultad rumbo al centro histórico acompañados por un tráfico desordenado y por un buen chaparrón de agua. Al recogerlo en el hotel había tenido mis serias dificultades en reconocerlo porque, fiel a su palabra, don Piero había pasado por las manos de algún hábil peluquero que, obrando el milagro, le había trasquilado las greñas. Ni bien lo vi, me recordó al actor Sean Connery en la película La roca . Su cabello en tupé se había ordenado hacia atrás, resplandecía con reflejos azulados gracias a un champú violáceo que yo mismo usaba, se empataba a la perfección con una barba pulcramente desmochada, y el bigote se había afinado para liberar gran parte de la nariz. Había seguido mis recomendaciones y vestía un pantalón vaquero claro, de pinzas, una camisa guayabera que dejaba al descubierto un manojito de pelo en el pecho y los brazos pecosos y peludos.

—Solo falta que me lleve a comprar uno de esos sombreros tan ligeros que usan aquí —había dicho en tono divertido y mofándose de mi sorpresa.

—Los mal llamados «sombreros de Panamá», que nunca se hicieron allí, sino aquí en nuestro país. «El sombrero de paja toquilla» le había explicado yo.

—¡Uno de esos! —había confirmado él con su incesante bamboleo de cabeza.

Entramos al aparcamiento subterráneo del centro aún con lluvia, y salimos de él con el sol nuevamente abriéndose camino entre las nubes caprichosas. Cuando en una ciudad la lluvia ha apisonado la contaminación y mojado el asfalto, cuando el sol se abre paso y se refleja en la humedad, es cuando más me gusta, huele a urbe viva. No había plan trazado y nos dedicamos a deambular por el casco antiguo.

En esencia y en arquitectura esta zona de Quito es un testimonio preciso de nuestra herencia colonial, la que inició con los españoles después de vencer a los incas. Con la emancipación, la independencia, mejoró su esplendor y, con permiso de las demás capitales americanas, es la ciudad con el centro colonial mejor conservado de todas ellas, por algo la UNESCO la declaró «Patrimonio Cultural de la Humanidad» en 1978. No difiere en mucho de los paisajes urbanos de otras ciudades clásicas españolas. Las edificaciones son solemnes, de balcones y ventanales sugerentes, de poca altura, las plazas muy señoriales, amplias y prestigiosas, propias a las costumbres de una naciente edad moderna que se alejaba del medioevo.

—Me ha traído a un mundo tan diferente —exclamó don Piero mientras cruzábamos la Plaza de la Independencia, circundada por el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, el Ayuntamiento y la Catedral.

—El norte de la ciudad es extraño con sus torres grandes de viviendas, construcciones lineales y modernas. Aquí, todo es más familiar, más recogido, se parece mucho a Italia. O Francia…

Quito fue fundada por los españoles en 1534 con el nombre de San Francisco de Quito sobre las cenizas de un asentamiento previo que había sido arrasado por un incendio ordenado por el general inca Rumiñahui. Este había sido hermano del gran inca Atahualpa, ambos hijos de Huayna-Cápac, y había regido en esta región. Había preferido incendiar el asentamiento que dejar que los españoles, comandados por Sebastián de Belalcázar, encontrasen riquezas con las que saciar su gula, pero es conocido por la historia que los barbados ibéricos habían terminado imponiéndose. La ciudad había iniciado su existencia de manera ordenada; se habían marcado los límites y la retícula de la futura urbe, y pronto se había abordado la tarea de construir los primeros monumentos, como la iglesia de San Francisco.

Hice un esfuerzo real por estrujarle a mi memoria algunos datos más que sabía y para ilustrar a mi amigo turista. Siguiendo la ortodoxia de las costumbres turísticas, imaginé que don Piero se volcaría con ganas en descubrir la monumentalidad de nuestro centro, sobre todo las iglesias, de las que tenemos unas cuantas y de extraordinaria importancia y bella factura. Le sugerí la clásica peregrinación por la calle de las Siete Cruces, que es como se conoce a la calle García Moreno por albergar en su ruta siete de las iglesias más ensalzadas de la ciudad. Sin embargo, el italiano me frenó con llaneza y una lógica apabullante.

—He visto demasiadas iglesias en mi vida, amico mio. No dudo de la belleza y de los atributos de las quiteñas, pero en el fondo se parecerán a cuantas haya visto antes en Italia o Francia. Dejemos eso para más adelante, lo que me tiene encandilado es esta plaza y toda esta gente.

Hice un veloz ejercicio mental para encontrar argumentos que desmontaran el equívoco de que nuestras iglesias fueran comparables con otras del montón. Pero, por mucho que excitara mis neuronas, mis limitaciones por falta de conocimientos se impusieron. De todas maneras, creí entender que el aparente desinterés de don Piero se debía a que realmente se sentía atraído por la estampa variopinta que dibujaba la Plaza Grande y no forcé ningún comentario más.

Nuestra similitud en gustos quedó manifiesta cuando el hombretón sugirió que nos acomodásemos sobre la escalinata que asciende a la Catedral porque desde aquel punto se abría la mejor perspectiva de la notable plaza. Un corrillo de estudiantes de bellas artes o arquitectura, difícil es distinguirlos, ocupaba el centro del graderío para dibujar bocetos de rincones del lugar.

—Son aprendices —comentó mi compañero—. Pero están practicando el dibujo sin antes haber aprendido a mirar.

A estas alturas de nuestra naciente amistad, saber a don Piero entendido en dibujo no debía sorprenderme y quise ahondar en el tema.

—Yo pinto y, sin ser un gran experto, le aseguro, don Piero, que la mejor manera de perfeccionarse uno en dibujo es dibujando.

Mi amigo alzó la mirada hacia Libertas , la diosa romana de la libertad que corona el Monumento a la Independencia, el elemento central de la plaza, una escultura sobre columna y con una infinidad de simbolismos.

—Dibujan lo que ven desde aquí, pero no estudian el monumento desde todos sus ángulos. Para dibujar una vista hay que haber estudiado también sus ángulos ocultos, las caras que no se verán en el dibujo, pero que están ahí.

Fue una elucidación demasiado metafísica cuya practicidad no lograba comprender. ¿No es el dibujo una representación bidimensional de una realidad tridimensional? Ahora que escribo estas líneas, la respuesta a la pregunta que me hice se me antoja muy cercana a la explicación dada por el italiano.

Nos quedamos unos minutos mirando los avances de los dibujantes. Don Piero gesticulaba y murmuraba aprobaciones o disconformidades, pero en voz baja, sin que le oyeran los aprendices. Cuando se cansó de mirar, nos sentamos; el sol había secado el graderío y abrigaba la plaza con su benevolencia serrana. La muchedumbre era dispar; unos correteaban afanosos en sus labores mientras muchos habían conquistado un sitio en los bancos para hacer lo mismo que nosotros, enfrascarse en tertulias con sus vecinos o dejar vagar la mirada para observar a los demás.

Cuando quedamos satisfechos de curiosear, cruzamos hacia el flanco opuesto de la plaza, donde en las galerías comerciales del Palacio Arzobispal se encuentran unas cuantas tiendas de artesanías. Las recorrimos todas hasta encontrar, no sin dificultad, un sombrero de paja toquilla a la medida de mi amigo, que no era otra que la XXL y que, según admitió la hábil vendedora, no era una talla ni comercial ni frecuente. Don Piero adoptó poses de envanecimiento frente al espejo. Se exhibió como una prima donna con atuendo nuevo, y a mí me quedó claro que mi amigo iba sobrado de ventolera y entusiasmo por sus guapezas. Hasta su caminar se irguió; desapareció la curvatura de la nuca y, tieso como un mástil, enarbolaba con suma petulancia su nuevo sombrero.

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