Cintia Lorena Delgado - 21 Gramos

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Nunca, en mis cinco mil cuatrocientos años como el Sr. Sombra pensé que atravesaría un dilema como en el que los hermanos Vona me pusieron. Cada uno a su manera. 
Todo iba bien desde que tomé el control de Nocturnal, entrabas a mi despacho con las manos vacías, te ibas de él con lo que venías a buscar; claro, si estabas dispuesto a entregar tu alma a cambio. Estaba totalmente seguro de que el famoso nadador Ricardo Vona quería buscarme para entregarse por completo a su oscuridad. Mientras que su hermana Evangelina se mostraría inmune a mis encantos, volviéndose mi obsesión y real objetivo. 
Pero para conseguirla debía quitar del medio a un simple mortal, un costal de huesos que se llevaba toda su atención. Sin mencionar que además tenía que lidiar con los cuestionamientos de dos peces gordos que no me dejaban actuar con libertad y defendían el equilibrio del mundo humano; uno era la Muerte y la otra el Destino.

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Antes de ser llamado al salón de cortinas doradas y que me encomendaran la creación y administración de una nueva sede de Nocturnal, tuve una extraña sensación, la misma que sentía cuando veía cruzar la luz por esa puerta de cien metros que conducía al intermedio y por la que todos teníamos prohibido pasar a menos que nos fuera encomendado. Esa puerta y esa luz, la luz del sol, la del mundo humano. Todo lo que había detrás de esa puerta llenaba los deseos de todos los que estábamos de este lado. Tras esa puerta estaban los objetivos más preciados: aquellos que eran diferentes a nosotros, los débiles. Ahí radicaban mis inquietudes, en ellos y sus características tan amplias. Nosotros éramos todos iguales y ellos eran todos diferentes. Y para mí, que era un neo, era un desafío no caer en sus encantos, ese era mi trabajo, ellos debían caer en los míos. No. Errar en esto significaría ser el hazmerreír de los antiguos para siempre. Yo les decía los antiguos porque estaban ahí desde el inicio de la guerra de antaño. Contabilizábamos nuestra antigüedad desde el año cero después del destierro, aunque en realidad no teníamos edad y nos diferenciábamos por jerarquía igual que lo hacían arriba los del plano superior. Como ya dije, antes de ser enviado al intermedio fui un neo, el nivel más bajo de los de nuestra clase, después había una clase denominada los salvajes por debajo de mí, perteneciente a una categoría que nunca ascendería; ellos no tenían permitido acercarse a la gran puerta ni mucho menos cruzar hacia el otro lado, eran imposibles de domar y su liberación implicaría muchos problemas para todos, incluyendo castigos que podrían durar siglos o milenios o, en el peor de los casos, el advenimiento de un nuevo apocalipsis. Y nadie quería una guerra con los de arriba otra vez. Se había firmado el pacto para eso. Para evitarla. El pacto infrangible tenía que ver en parte con lo expuesto arriba, los riesgos de cruzar los límites al pasar al otro lado de la gran puerta, la promesa de mantener a los salvajes lejos del plano intermedio y de movernos nosotros con conducta.

Basta de clases de historia, de eso ya hace tanto. Nocturnal funcionaba y mi labor había elevado mi jerarquía. A mayor jerarquía, mayor poder. Y lo tenía merecido. Estuve conviviendo con la humanidad, algunas internaciones por descuidar mi alimentación y mezclarla con la comida mortal, descuidos que tuve al principio por depender de inútiles. Pero nada que no fuera solucionado a la máxima brevedad, convertí en mi consejero y cocinero particular a Can, quien fácilmente se volvió una extensión de mi cuerpo, a donde iba yo, estaba él.

Admito que luego de un tiempo todo se volvió monótono. Deseaba tanto que alguien me desafiara un poco que mi pedido tomó forma y desde hacía tiempo esperaba que apareciera en carne y hueso frente a mí. A veces pisaba mis talones o andaba cerca, escabulléndose en mi club, poniendo a todos mis empleados nerviosos e incómodos. Claro que era desagradable para todos, según Tony, todo en él era diferente y detestable y ya quería verlo.

Hizo detener la fiesta en medio de la madrugada solo con su presencia, la música de rock siguió sonando al ritmo de las diferentes luces que se volvían locas en un zigzag interminable y repetitivo, pero las personas que bailaban excitadas en el medio de la pista y las que estaban sentadas en las mesas redondas se habían detenido y no voló ni una mosca en ningún rincón del lugar, toda la escena se vio como una cinta pausada. No necesité abrir la última puerta hacia el salón principal del bar para sentirlo cerca.

Cuando mi mano se apoyó en la madera y ejerció presión para cruzar, mis ojos negros enrojecieron casi saliéndose de su órbita y solté el cigarro débilmente ante su presencia, era más abominable de lo que imaginé. El momento finalmente había llegado. Nos íbamos a ver en persona. Hablo de ese sujeto con el que todos los antiguos administradores de Nocturnal tuvieron que tratar, su fama lo precedía, por lo que tenía inquietud, pero me había preparado para lidiar con su juego de sonrisitas y miradas compasivas. Me detuve tras dar un solo paso, todavía teníamos más de medio salón separándonos, pero él me veía y yo lo veía a él. Sus ojos parecían los de un infante de dos años, demasiado grandes y profundos, que aniñaban su aspecto produciéndome el doble de repulsión y estaban fijos en mí sin importar la oscuridad y las luces del bar. Bajé la cabeza y corté el contacto visual inmediatamente, él podía leer mis pensamientos por lo que mi técnica del engaño sería en vano al igual que mi cara de póker. No importaba cómo lo mirase, él me leía y yo a él. Siempre sería así y era una verdad y un hecho que ninguno de los dos podría cambiar jamás. Entonces entendí la desesperación de Tony que todavía estaba detrás de mí temblando como una hoja de papel y respirando entrecortado como si quisiera romper en llanto:

“Débil, dejá de avergonzarme”.

Fue lo primero que pensé mientras el aura de mi lacayo se opacaba a mis espaldas empequeñeciéndose y rogando sin palabras que le diera vuelo para ir a ocultarse en el rincón más inhóspito y oscuro del edificio. Y entre dientes le balbuceé que llevara a nuestro despreciable invitado no deseado a mi despacho. Inmediatamente di la vuelta y regresé por el pasillo de luces verdes y rojas, pero esta vez a un paso más acelerado dejando una estela de furia en el aire que hacía temblar el porcelanato, los retratos en las paredes y los cristales de las arañas que acompañaban mi paso con luces intermitentes desde el cielorraso. Sabía que había llegado el momento de sentarnos a medir fuerzas. Él intentaría persuadirme amablemente y yo intentaría despacharlo descortésmente. Ya sabíamos de antemano lo que pasaría en nuestro encuentro, éramos dos astros a punto de eclipsarse. La determinación que pusiera cada uno en su actitud y temperamento estaba por definir quién eclipsaría a quién.

Apoyé ambos codos en mi escritorio como soporte de mi cara mientras el resto de mi cuerpo se preparó para relajarse en la comodidad de mi sillón y así aguardé a mi invitado, paciente. Samuel y Can se sentaron en un largo sillón de terciopelo a metro y medio de mí, junto a la ventana que daba a la ciudad dormida. Allí en las cortinas Nadín veía hacia afuera con una sonrisa perversa que provocó mi ira, supe al instante lo que estaba haciendo, solo debía afinar mis oídos hacia la calle y oír los gritos y el pleito de un grupo de personas. Acomodé mi garganta dos veces a modo de reproche y la sonrisa de la arpía desapareció, lo mismo que el quilombo que provenía del otro lado de la ventana. La coqueta buscapleitos me miró de reojo y se fue al sillón molesta. No era un buen momento para jugar de esa manera. No transcurrieron diez segundos de eso que Tony hizo pasar a nuestro invitado y así como este entró, mi empleado desapareció tras la puerta cerrada. El infame no se movía, revoleó los ojos por todo el despacho mientras ponía sus manos en la cadera con aires de grandeza en un intento de inquietarme.

¿Quién se pensaba que era? O mejor dicho... ¿Cuánto tiempo pensaba que iba a soportar su presencia? Todo en él me causaba vómito, sus ojos sin temor, su ropa de adolescente rebelde, jeans y campera de cuero mientras afuera hacían 25º y dentro de este lugar quizás 30º. Pero lo que más odiaba de él eran esas enormes y ridículas alas blancas en su espalda que lucía orgulloso y que solo los no mortales podíamos ver.

—Generalmente no recibo a nadie sin una cita previa –dije obligándolo a mirarme. Luego de conseguir su atención extendí una de mis manos que aún sostenían mi rostro y le hice un gesto para que tomara asiento y termináramos lo antes posible–. Pero Los de arriba tienen privilegios y... ciertamente ya quería sacarme de encima este primer encuentro –agregué en voz baja cargando mi desprecio, pero no logré inquietarlo. Él se acercó a mí y sus alas desaparecieron, era un truco berreta que le gustaba hacer cuando alguno de nosotros tenía el infortunio de encontrar a los de su clase, cada vez que se ponía nervioso o se molestaba las alas aparecían moviéndose tras él, amenazadoras. Se sentó mirando al trío en el sillón, quienes no dejaban de verlo. Yo examiné lo mejor que pude esos segundos de silencio, estiré mi cuerpo hacia atrás y mi cabeza encontró comodidad en el respaldo, entrelacé mis dedos sobre mi estómago y seguí mirándolo con una sonrisa congelada–. ¿No es un poco tarde para los niños? ¿Qué haces fuera de la cama, Gabriel?

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