Aunque a veces se me escapaba de las manos, me refiero al momento; el tiempo solía alargarse más de lo que me gustaba, pues bien, no dependía de mí. Pero llegaba. Tarde o temprano llegaba, a personas como él les esperaba un castigo oscuro y eterno. Y ahí era mi turno. Me acomodaba el saco, ajustaba los botones de la manga de mi camisa blanca, movía hacia los lados el nudo ajustado de mi corbata, no porque quisiera aflojarla o me faltara el aire, todo lo contrario, me ponía de buen humor cada vez que acomodaba el nudo ejerciendo un poco más de presión sobre mi garganta. Y esa mañana me lo pregunté, mientras daba pasos hacia el Dr. Sander viéndolo ver hacia mí, postrado en el sillón de su oficina, me pregunté si la presión que ejercía el nudo de mi corbata sobre mi piel hasta el punto de sangrarla era la misma que sentía él en los últimos veinte segundos de su miserable vida. No era la primera vez que nos veíamos, en agosto la presión le jugó una mala pasada y paralizó parte de su boca, por lo que las inútiles palabras que intentaba balbucear cuando llegué a poner mi sonriente rostro sobre el suyo eran incomprensibles. Mi querido Dr. Rojo Sangre, como Can y yo nos referíamos al excelentísimo Dr. Sander, estaba tratando de pedirme ayuda. Quizás pensó que no era su hora y que yo llamaría a una ambulancia para extender su asquerosa existencia. Aún en sus últimos segundos, cuando tenía la chance de redimirse, pensó en él y no en lo que hizo, y eso me convenció de que sin mi ayuda estaba comprando un ticket directo abajo, el único lugar para él. Él ya era mío, me pertenecía desde el momento en que aceptó darle su alma a la oscuridad y yo largaba amplios suspiros mientras se la arrancaba del cuerpo que se aferraba al sillón, y la arrastraba por todo el piso de su elegante despacho al tiempo que el sol de la mañana que tanto aborrecía nos daba de lado cruzando su ventanal, haciendo que las sombras del piso parecieran caricaturas por mis pasos firmes y sus patadas al aire, lleno de terror. No hacía oídos sordos a sus súplicas, sus llantos pavoridos eran melodías para mí. Ellos siempre se encargaron de hacerse oír claramente, igual que nosotros. Samuel decía que éramos como los susurradores de poemas franceses. Saben de qué hablo. Esos que usaban un tubo de cartón, tomaban un poema y lo recitaban al oído del otro transportándolo a lugares soñados por un instante. Porque los humanos solo necesitaban un instante para cualquier cosa. Un instante de lujuria tomaba el control de sus cuerpos, un instante de furia los hacía perder la cabeza. Todo dependía de ellos y su capacidad de mantener la calma por un instante, pero evidentemente su debilidad hacía que no fuera fácil.
Nunca era fácil, sentían la presión del mundo sobre ellos, sentían el nudo presionar sus gargantas hasta sangrar, sentían la falta de aire y que ya no podían más, que era momento de quitar el zapato que pisaba sus cabezas para tomar la ventaja. Según los registros, eso fue lo que le pasó a una clienta inquieta en 1830. Eran tiempos difíciles para una de las regiones más australes del continente americano, una especie de carambola golpeaba desde el norte como efecto dominó que tocó todos los rincones del mundo, y el sur no fue la excepción. Samuel caminaba por las calles desbordado de trabajo como inodoro de baño público, la mierda del plano intermedio salía a la luz haciendo a los de abajo sentir envidia, la oscuridad había jodido a la gente en grande y eso hizo una reacción en cadena que duró décadas y que marcó a generaciones para siempre. Sin entrar en detalles políticos ni bélicos solo diré que esos años de muertes y desapariciones dividieron a las sociedades y alimentaron un creciente odio en lo más profundo de sus corazones. Ahora vayamos de lleno a la breve historia de la susodicha clienta, nuestra famosa enfermera Ruso, a quien poco le interesaba la política, solo veía, con sus ingenuos y jóvenes ojos negros, a través de las hojas grises de diarios antiguos, un mundo devastado por una falsa promesa de progreso y guerras verbales sin sentido entre las partes, que se repetía a lo largo del globo, las diferencias de pensamiento nunca llegarían a buen puerto o a un bien común, porque generalmente al de la vereda de enfrente jamás le importaban los motivos del otro, se apropiaban de la verdad y hacían ley de eso, era su bandera y en nombre de eso hacían lo que hacían, sumergiendo al mundo en el hambre, el miedo, la muerte.
La enfermera Ruso era una joven muchachita que trabajaba en el hospital militar como ayudante, en donde le pagaban con monedas abusando de su corta edad y con eso tenía que alimentar a sus dos pequeños hijos, mellizos, cuando llegaban tarde del colegio luego de ser castigados por conducta impropia, los hijos de la enfermera eran el calco de su madre, cínicos, problemáticos, sicóticos. Quizás era debido a la carne humana que comían. Ella pasó demasiada hambre en su niñez y adolescencia. Después de casarse, a los diecisiete años, con ese hombre que le llevaba veinte, la crisis golpeó a todos aún más duro y su familia se vio obligada a luchar, se estaba repitiendo su karma de infancia, sus dolores de estómago por ir a la cama sin comer ahora atacaban a sus hijos. La comida era necesaria para que funcionara bien el cerebro, para proteger el organismo de enfermedades, la falta de eso había elevado los niveles de locura de la enfermera por las nubes. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Quejarse? No podía quejarse. Sí. Sí podía. Pero eso no traería comida a su mesa. Y fue cuando los ojos oscuros de aquel sombrío esposo trajeron la respuesta. Ella sin dudarlo lo siguió. Había llorado y suplicado por un hombre que cambiara su vida, que le diera el valor. Y esas palabras de su propia voz interna aparecieron flotando ante ella como una revelación:
“Ya no seré carnada en este mundo absurdo, seré alguien que tome la iniciativa y no se deje pisotear nunca más. Daría mi alma sin dudarlo por tener un poco de valor en lo que queda de este camino de mierda para comer y dejar de ser comida de alguien más”.
No podíamos decir que la enfermera estaba en todos sus cabales. Le brillaban demasiado los ojos, estaban totalmente cristalizados y salidos de su órbita, puestos sobre el hombre de mirada profunda y oscura que estaba frente a ella. El gesto en el rostro de la chica fue aterrador y fascinante, las comisuras de su boca les llegaban casi a los oídos en la ambición de lograr una amplia sonrisa a pesar de que esta estaba cubierta de lágrimas que fueron imposibles de contener. Y un lugar cercano a la mayor profundidad de su alma se abrió escuchando su pedido, y la voluntad solicitada la envolvió por completo trayendo consigo la misma oscuridad. El hambre fue imperativo, porque la crisis se agudizaba y la situación difícil iba de mal en peor para todos, eso nunca cambió, los que habían cambiado fueron ellos, no iban a pasar hambre nunca más, ni iban a ser comidos por la crisis y cuando no quedaron animales en el barrio por comer siguieron los enfermos del hospital.
Él fue el primero en irse, el padre de familia dejó el mundo alcanzado por una afilada cuchilla de venganza. Pero la esposa estaba demasiado compenetrada en salvarse ella y a sus hijos que en derramar lágrimas, se había vaciado mucho tiempo atrás, arrojando sus emociones a ese agujero oscuro que se abrió en su interior. Cuando su hora llegó estaba demasiado perdida como para redimirse de algo, había perdido la vista por comer tantos gatos y había perdido la razón por descuartizar y comer tantas personas, debía trozarlos para que entraran en la gran cacerola de aluminio donde preparaba la sopa para todos, alentada por su marido que le recordaba a su joven esposa enfermera sus dotes con el bisturí.
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