Juan Diego Parra Valencia - Anatomía de lo real

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La imagen es un campo problemático en el que conviven percepciones, emociones e ideas. La imagen es a la vez soporte técnico-material y forma expresiva simbólica, y a través de ella podemos trazar universos de sentido que comunican y transfieren diversas temporalidades del devenir humano. Por ello, la imagen exige aproximaciones interdisciplinarias, desde las cuales establecer diálogos y alianzas conceptuales. No es lo mismo la imagen pictórica que la fotográfica o audiovisual, por ejemplo, pues todas constituyen campos de problematización complejos y exigen esfuerzos semióticos y filosóficos distintos. Así, la imagen no es algo «que se piensa» sino, precisamente, una forma del pensamiento mismo. Este libro establece un panorama de reflexión sobre el carácter complejo de lo visual, según una postura crítica, que nos guíe por el pensamiento semioestético, hasta una dimensión postsemiótica de la imagen.
Image is a complex field in which perceptions, emotions, and ideas coexist. It is both a technical-material support and a symbolic expressive form, through which we can shape universes of meaning that convey and transfer diverse temporalities of the human evolution. Therefore, the image requires interdisciplinary approaches from which to establish conceptual alliances and dialogues. A pictorial image is not the same as a photographic or audiovisual image, since they all constitute complex fields of problematization and require different semiotic and philosophical efforts. The image is thus not something «that is thought» but, precisely, a form of thought itself. This book provides a viewpoint on the complex nature of the visual from a critical stance, which guides us through semio-aesthetic thinking, to a post-semiotic dimension of the image.

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¿Sufres mucho? le pregunta el viviente. Por toda respuesta, el muerto extendió su mano y dejó caer una gota de sudor sobre un candelabro de latón. El candelabro se fundió en menos de un instante, como la cera dentro de un horno ardiente» (Barthes, 2002, p. 744).

¿Ausencia de imágenes o preminencia de la representación visual? Todo depende desde dónde nos acerquemos a una experiencia, el contexto en el que nos hayamos situado, determinada la interpretación general de esta.

Todo el mundo sabe que los significados varían dependiendo del contexto, que este introduce la ambigüedad en el signo. Pero no es del significado de lo que estamos hablando, sino del significante y, más allá de este, de la propia estructura que forma el signo: ya sea su división entre significante y significado o su expansión tripartita repartida entre representamen o signo, objeto e interpretante. Estas nomenclaturas, especialmente la de Peirce, varían según los autores que se refieren a los procedimientos semióticos. Pero, en general, se acepta que el fenómeno semiótico o fenómeno significante está compuesto por un objeto al que hace referencia el signo propiamente dicho, el cual es descifrado por un interpretante que tanto puede ser una persona, un animal o una máquina, o una combinación de ellos. El signo en sí, a veces denominado símbolo, está siempre en lugar de un elemento ausente al que evoca. Es más, según el funcionamiento del triángulo semiótico, solo dos relaciones son posibles de manera directa en él: la que se produce entre significante y significado y la que existe entre significado y referente. No puede haber una relación directa entre el significante y aquello a lo que se refiere, es decir, el referente. Esto es así porque así funcionan las lenguas, no porque haya una incapacidad ontológica para establecer las relaciones tildadas de imposibles o inexistentes. Uno de los problemas de la semiótica, que ya hemos señalado antes, es que de explicación de los fenómenos del lenguaje se ha convertido en ciencia general de los significados, lo cual no deja de ser una extensión abusiva. Los inconvenientes de este reduccionismo se empiezan a detectar cuando se penetra en el universo visual, a pesar de que la semiótica se ha convertido en el método casi hegemónico de la interpretación de las imágenes.

Por ejemplo, en una imagen realista las relaciones entre el significante y el objeto referenciado se establecen automáticamente: este es el problema que intentaba resolver Barthes cuando se enfrentaba a la denotación, al signo icónico, y se veía obligado a desdoblarlo en una parte connotada para que pudiera tener significado. Pero lo cierto es que los elementos esenciales de la connotación de una expresión denotativa de carácter visual se encuentran todos ellos en el ámbito de lo denotado. No hay que irlos a buscar fuera, aunque evidentemente los significados, pueden viajar encadenándose indefinidamente: todos se encuentran en la imagen, aunque sea en forma de rastro, síntoma o índice. En la imagen, el significante es el significado. Por ello es tan importante el escenario donde aparece el signo: porque no puede discernirse un signo particular de todos los demás que componen ese escenario. Cualquier parte de un escenario, pongamos por caso un paisaje, puede separarse artificialmente del resto, pero lo cierto es que solo el conjunto, la globalidad, tiene la entidad o validez necesarias para su comprensión o experimentación. Los demás son derivados de este fenómeno esencial.

Ahora bien, esto no quiere decir que el mundo o las representaciones se nos presenten como un caos, una aglomeración indiscriminada de formas, como podría deducirse de esta apelación a la globalidad. Pero no es el análisis segmentador lo que permite comprenderlo, sino la navegación fluida por el interior de los conjuntos. De hecho, el método semiótico aplicado a las obras literarias adolece del mismo defecto. En el momento en que empezamos a dividir la experiencia de la lectura en partes separadas, ya sea a nivel de las estructuras narrativas o de la sintaxis para acabar en las estructuras lingüísticas, la sustancia del conjunto desaparece y nos quedamos con un esqueleto de formas posiblemente ‘significativas’ pero desprovistas de sustancia y de cualidades. No se trata de desconocer los mecanismos del lenguaje, de la narrativa, la retórica o la composición, sino de no confundir estos conocimientos con lo sustantivo, y sobre todo de no confundir el método por el que podemos detectar estas funciones con el método de elaboración de las obras y el de su experiencia, en el caso de que estemos hablando de estética. La experiencia del mundo, sea o no a través de un sistema de signos, también debe efectuarse de forma continuada y acumulativa. Se trata de una asimilación emocional e intelectual a la vez de una situación o serie de situaciones.

Signo y pensamiento

Que haya pasado el tiempo glorioso de la lingüística, no supone que haya terminado también el tiempo de la palabra. Vivimos una época de gran confusión, pero no tanta como para pensar que podemos prescindir de las palabras. Entre otras cosas, porque sería estúpido pretender probar con palabras que la era de la palabra ha periclitado. Sin embargo, hay quien lo piensa ante la avalancha de lo audiovisual: sonidos e imágenes inconexas en lugar de palabras y frases perfectamente articuladas, la hecatombe.

Lo que sí ha terminado es la era de las hegemonías, de las exclusiones, de los llamados grandes relatos. Ya no podemos pensar que, puesto que la palabra habita en nosotros y nosotros habitamos la palabra, todo va a estar regido no solo por la palabra y el texto, sino por esa ciencia que los estudia en todas sus dimensiones, por la lingüística. No puede ser así, ya que el resultado sería insostenible: si nuestro pensamiento se desarrollara exclusivamente a través del lenguaje, no solo todo, desde el inconsciente (Lacan) a la economía política (Althusser), habría de poder interpretarse mediante la lingüística, sino que solo podría ser interpretado de esta forma: no habría otra forma de significado.

Seguramente ninguno de los viejos ortodoxos de la lingüística ni de los nuevos conversos de la semiótica aceptará este panorama, y mucho menos lo asumirán como propio. Pero si como pretenden las neurociencias, pudiéramos abrirles el cráneo a esas personas y escudriñar su cerebro, encontraríamos en él, en un recóndito rincón, una región donde reside este absolutismo lingüístico que, como un faro en la noche, se encarga de mandar señales de aviso al resto de las neuronas. Afortunadamente para todos, las pretensiones de la neurociencia nos son razonables, pasarán de moda, y las virtudes y ventajas de esta ciencia nueva, como en su momento las de la lingüística, se reducirán a sus tareas intrínsecas y verdaderamente eficaces. Quizá el problema provenga del concepto mismo de lenguaje. Jakobson (1980) indica que la lingüística

es la ciencia del lenguaje y la ciencia de los lenguajes (...) Es sobre los lenguajes que trabaja el lingüista, y la lingüística es ante que nada teoría de los lenguajes. Pero los infinitamente diversos problemas de los lenguajes tiene lo siguiente en común: un cierto grado de generalidad, siempre ponen el lenguaje en cuestión (p. 1).

Pero es erróneo equiparar el tipo de relaciones que el cerebro y la lengua mantienen con el pensamiento. No son de la misma categoría, entre otras cosas porque la estructura lingüística ocupa un lugar intermedio entre los otros dos. Además, la brecha que existe entre el cerebro y la lengua es mucho más grande que la que separa a esta del pensamiento y las ideas. El conjunto no puede contemplarse como si se tratase simplemente de niveles superpuestos, como si fuera un edificio de pisos, ya que para pasar de un piso a otro, más que tomar el ascensor, habría que subirse a un avión y cambiar de continente. Si el pensamiento fuera solo una cuestión lingüística, podríamos aceptar que el significado estuviera relacionado intrínsecamente con los signos. Es decir, podríamos creer que proviene de la articulación de una serie de partes, que no es más que eso, exactamente. Podríamos empezar diciendo que las cosas, el mundo y los objetos que lo pueblan (sean estos, personas, animales o cosas) carecen de significado, que no lo adquieren hasta que los humanos se lo otorgan. Y que solo entonces revelan un significado propio. Es decir que el camino que recorre el significado es inverso al que tradicionalmente se le adjudica: no va de la realidad al sujeto, sino que corre del sujeto a la realidad. Pero este recorrido es algo más que una proyección, puesto que el significado que el sujeto otorga a la realidad es a la vez un catalizador capaz de hacer que la realidad revele sus propios significados. Pero ¿podemos decir que son propios cuando no se producirían de no estar mezclados con los que le ofrece el sujeto, de no haber sido despertados por este? La realidad no tiene significado propio excepto cuando penetra en un ecosistema, en un imaginario cultural donde rigen procesos relativos tanto al individuo como a la sociedad que esta forma con otros individuos. De manera que la operación de otorgar significado a las cosas no es solo individual, o por lo menos no lo es enteramente. Existe en la operación una parte, muy importante —cada vez más a medida que la sociedad se mediatiza y se hace más compleja—, que pertenece a la comunidad y que por lo tanto extrae de la realidad significados que son comunes, tanto si parten de operaciones semióticas estrictamente individuales como si provienen directamente del imaginario común.

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