La metafísica inmanentista de Deleuze y Guattari —que, como les gustaba denominarla es un materialismo trascendental — se basa en la potencia generadora del movimiento. Sus máquinas abstractas son puras funciones provistas de estructuras diagramáticas que solo aparecen cuando se produce un determinado fenómeno:
una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad. No está, pues, fuera de la historia, más bien siempre está antes de la historia, en todos los momentos en que la historia constituye puntos de creación o de potencialidad (Deleuze y Guattari, 2004, p. 144).
El pensamiento es un misterio que solo puede resolverse mediante ese mismo pensamiento. Pensar es captar el mundo al tiempo que se lo está formando: para decirlo en palabras de Lacan, el pensamiento convierte lo real en realidad. Pero esta realidad, que es el resultado del proceso, se convierte también en el asiento de lo real que está en su origen. Es necesario comprender la importancia de este bucle fundamental si es que se quiere capturar la esencia del pensamiento, más allá de los sucedáneos inventados para escapar precisamente de él, entre ellos el método científico o las matemáticas.
Como antecedente de la teoría de los signos de Peirce, se señalan los planteamientos al respecto de Locke acerca de la ciencia de la semeioziké o doctrina de los signos, tal como la describe en su Ensayo sobre el entendimiento humano . Para Locke (1999) las ideas son signos, ya que
como entre las cosas que la mente contempla no hay ninguna, además de la propia mente, que esté presente en el entendimiento, resulta necesario que alguna otra cosa actúe como signo o representación de la cosa que considera para poder presentarse a él, y estas son las ideas (p. 718).
Tal como indica algún crítico de este enfoque,
mi idea de un elefante no es el elefante mismo (...) Locke escribe como si yo contemplara mi idea, y no el elefante, y luego infiriera el elefante a partir de la misma, igual que infiero un elefante a partir de su huella (Short, 2007, p. 3).
Lo cual es cierto si tenemos en cuenta que, para muchos empiristas, así como para los racionalistas, la mente actúa como una cámara oscura: la imagen de la realidad llega al cerebro a través de los sentidos y parece como si se proyectara sobre una pantalla instalada en él. Pero lo más interesante de este planteamiento es que esa imagen de la realidad, reflejada en la pantalla cerebral, se convierte para Locke en una idea por medio de este trasvase y es a partir de esa idea de la cosa que alcanzo a comprender o descubrir la cosa o significado de esa idea. Se invierte de esta manera la estructura epistemológica de Platón y son las ideas las que se convierten en sombras de las cosas. Indica Short (2007) que, para Locke, «las ideas se derivan de las experiencias particulares del sentido o de la reflexión y que se relacionan con sus objetos o ‘arquetipos’ como el efecto y la causa y, a veces, por la semejanza de sus causas» (p. 3). Short nos aclara este planteamiento:
Las relaciones causales y los parecidos hacen que algo, X, sea el signo de otra cosa, Y, solo porque nos hacen pensar en Y una vez aprehendemos X (...). Ahora bien, si X mismo es un pensamiento de Y, entonces Y está siendo pensado. Ningún otro paso se requiere para hacer de Y un objeto del pensamiento. Por lo tanto, X no tiene que producir un pensamiento —otro pensamiento extra— de Y. Y entonces, no es un signo de Y (Short, 2007, p. 3).
Es decir, las ideas según las entiende Locke, no pueden ser signos, puesto que son pensamientos directos de las cosas, mientras que los signos son elementos que representan a las cosas para que, a través de un movimiento mental posterior, puedan ser pensadas. No pensamos a través de las cosas mismas, sino mediante sus representaciones:
Por supuesto que los pensamientos pueden ser a veces signos. Si percibes que no dejas de pensar en comida, puedes tomarlo como el signo de que estás hambriento. Si percibo que pienso mucho en la muerte, lo puedo considerar un signo de que estoy deprimido. Pero estos pensamientos significan algo distinto de lo que está siendo pensado por ellos (Short p. 4).
Aparte del hecho de que por medio de estos ejemplos, Short está describiendo más un síntoma que un signo, se nos presenta una duda acerca de esta distinción entre la idea como copia y el signo como representación. Según esto, la imagen no podría ser nunca un signo, y lo que es más preocupante, por ello no podría ser nunca, al parecer, una idea en sí misma. Es necesario discutir estos planteamientos, sin pretender defender la idea mecanicista que Locke tiene de la mente de Locke y aceptando que las imágenes no son estrictamente signos. Ello nos sitúa frente al problema de los íconos, que trataremos luego.
La cuestión no es saber si las ciencias pasan de moda, es decir, si hay modas en las ciencias, que las hay, sino hasta qué punto las ciencias dejan de responder a las necesidades de una realidad en constante evolución. Por ello deberíamos preguntarnos si la semiótica de Peirce y la semiología de Saussure pueden ser consideradas verdaderas ‘ciencias’ de la era de la complejidad. Sabemos que no lo son porque ambas proceden de las postrimerías del siglo XIX, más concretamente de sus postrimerías conceptuales, cuyo influjo se proyecta largamente sobre el siguiente siglo, aunque este pretenda ignorarlo la mayoría de las veces. Una parte de su ímpetu desemboca en la filosofía analítica, en el Círculo de Viena y, de alguna manera, en Wittgenstein y sus derivados posteriores. Hay en esa larga y afilada línea de pensamiento una misma voluntad de control, de exactitud, de complejo de inferioridad que el pensamiento experimenta frente a la certeza matemática, un síndrome que se va acrecentando a medida que esa forma de reflexión se aleja de sus orígenes. Estamos necesariamente en otro momento; sin embargo, el ímpetu de esos postulados continúa, quizá por inercia, quizá porque todavía quedan muchos académicos que han hecho fortuna intelectual y profesional al resguardo de su alargada sombra. No es necesario apelar a la naturaleza para esperar a que el panorama cambie, bastaría con que los académicos decidieran ir variando de estilo de pensamiento a medida que el mundo y la realidad se transforman a su alrededor. Pero ¿cómo detectar el cambio, si las observaciones se hacen siempre con los mismos instrumentos?
Como colofón de este capítulo, regresemos a los orígenes, a Peirce, a una de sus varias definiciones del signo: «un signo o representamen es, dice, algo que representa algo para alguien en algún carácter o aspecto o disposición» (Peirce, 1931,). Si el signo es algo —se supone que cualquier cosa— que para alguien se refiere a otra cosa, entonces este referirse es imaginario. ¿De qué otra manera puede algo significar otra cosa si no es a través de un mecanismo más o menos metafórico que, por cierto, Peirce no parece contemplar directamente? La cuestión es ese ‘para alguien’ que él introduce casi subrepticiamente en su ecuación. ¿No proviene, pues, el signo, según esto, de una voluntad que es más receptiva que comunicativa? En realidad, si el signo tuviera para Peirce esa primordial capacidad comunicativa, debería pensar en el mecanismo por el que se crean los signos. La semiótica parece olvidarse en sus raíces de la creación de signos, una carencia que luego la gran mayoría de seguidores se han encargado de enmendar, aunque de manera un tanto elíptica, puesto que esta supuesta poética se desprende siempre del análisis: es a través de este que se vislumbra la posibilidad de utilizar expresivamente una serie de dispositivos por los que se formarían los signos a la manera de mensajes. No existe un manual de creación de signos equivalente a los múltiples manuales que nos enseñan a interpretarlos. Eco (1972) lo dice claramente, «En la perspectiva de Peirce, la tríada semiótica puede aplicarse igualmente a fenómenos que carecen de emisor» (p. 30). Son básicamente estos los que ocupan la atención del autor, puesto que supone, como la mayoría de los analistas de este campo, que el emisor es la sociedad o la cultura en general, de donde parece que el signo surge de manera espontánea.
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