Fernando Fernández - Majestad de lo mínimo, La

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En 2014, apareció un libro que fue un éxito de crítica y marcó el inicio de los estudios recientes sobre Ramón López Velarde. Siete años después, para coincidir con el centenario luctuoso del gran poeta zacatecano, el autor de aquel libro, Fernando Fernández, vuelve al tema con doce nuevos ensayos sobre su vida y su obra, entre los que hay de todo; el análisis y la puesta en contexto de algunos retratos que estuvieron fuera de la vista de los conocedores durante cien años; el estudio de una novela publicada hace más de un siglo en la que aparece un personaje inspirado en su persona; un nuevo relato de su relación con la mujer que inspiró sus mejores poemas amorosos; la explicación del origen de una singular leyenda que marcó la imagen que tenemos de sus últimos días, antes de caer enfermo y morir de manera inesperada y prematura; el repaso a algunas de las publicaciones donde aparecieron originalmente los poemas y sus crónicas, y la reseña de las principales novedades sobre el tema, entre ellas la primera edición mexicana de un estudio aparecido en Europa hace seis lustros y que había sido ignorado durante todo ese tiempo. En palabras de su autor, La majestad de lo mínimo es una apuesta en favor de una visión más nítida y completa de López Velarde y un nuevo llamado entusiasta a volver a él.

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del pecho curvo de la emperatriz

como del pecho de una codorniz.

El verso “Suave Patria, vendedora de chía” sirve a Octavio Paz para ejemplificar que los hay mal acentuados. Y éste quizás lo está: la falta radicaría en acentuar la tercera sílaba y luego la séptima, es decir, en combinar ambos acentos en el mismo verso. Varios empiezan con el vocativo “Suave Patria”, es decir, con acento en la tercera sílaba, pero sólo éste acentúa también en séptima. ¿Error? No estoy seguro. Y si fuera así ¿muy grande? Hay por lo menos otros tres versos cuya acentuación resulta algo forzada: “no miró, antes de saber del vicio”, “único héroe a la altura del arte” y “sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. Como sea, cada uno me parece que puede aceptarse. Como han hecho otros, Francisco Monterde entre ellos, yo hablaría de licencias con mayor o menor fortuna, y nada más.

Gaspar Núñez de Arce, paradigma del poeta grandilocuente (autor, por ejemplo, de aquellos versos dedicados a España que empiezan diciendo: “Roto el respeto, la obediencia rota, / de Dios y de la ley perdido el freno”), sirve por último a Paz para despacharse con justicia el verso: “inaccesible al deshonor, floreces”, y señalarlo como ejemplo de otros “retóricos, tiesos”. La relación entre el mexicano de principios del siglo XX y el español del XIX no es caprichosa. Es conocida la revaloración que hicieron los modernistas de un poeta que optó por una poesía declamatoria y enfática. La necesidad de hablar por vez primera con autonomía acerca de la realidad americana y la búsqueda de un tono proporcionado a tamaña empresa, explica que esa generación de brillantes poetas, Díaz Mirón uno de ellos, haya visto el valor de alguien como él.

Precisamente para explicar quién es Núñez de Arce, Menéndez Pelayo apela a lo que los italianos llaman “poesía civil”. Alguien como el político y dramaturgo vallisoletano, dice don Marcelino, no tiene ya cabida en un país como la España de su siglo, por eso hay algo en él que no funciona y que resulta, sí, tieso y retórico. Glosando a Heine, el erudito santanderino dice que los poetas modernos tienden a la atomización: cada vez son más subjetivos y solitarios. “Poetas de sentimiento y fantasía individual”. Nadie podría decir que eso no suceda con López Velarde. Pero Menéndez Pelayo añade: “En otro tiempo había poetas nacionales, poetas de raza, de religión, primeros educadores de su pueblo, fundamento de su orgullo”. Entonces enumera las excepciones entre las que todavía hoy podría darse un poeta así. Si cambiamos, en la frase siguiente, la palabra “independencia” por “identidad”, la vieja frase de don Marcelino funcionaría para referirse al México revolucionario y en consecuencia a Ramón: “como no sea”, dice, “en aquellas [nacionalidades] que no han alcanzado todavía su independencia plena y en el fragor de la lucha mantienen viva la conciencia nacional”.

Una visita fantasma (a manera de coda)

Según Andrés Trapiello, Octavio Paz, “que conocía la poesía” de Andrés González Blanco, efectivamente “proyectó un escrito en relación con López Velarde”. Pero ni él ni José María Martínez Cachero dicen nada respecto a que el poeta asturiano haya estado en México. Paz, en cambio, lo afirma dos veces: primero en el mismo lugar en el que comenta que también su hermano Pedro “vivió entre nosotros”, participó en nuestra Revolución y hasta “escribió sobre ella”; después, unas líneas más adelante, cuando se refiere a unos sonetos escritos bajo la influencia de Francis Jammes, que Andresito, según él, escribió “sin duda después de su estancia en México”.3

Protagónico y sobrado, Alfonso Camín, quien ha rozado el tema, plantea la pregunta pero no para hacérsela a Andrés sino a sí mismo, una vez que se halla a solas y pasa en limpio su entrevista: su objetivo es ilustrar, reproduciendo la conversación entre dos peninsulares anónimos, los equívocos que causa la ignorancia de la geografía americana. Seguramente la respuesta era obvia para él.

Tampoco Constantino Suárez, Españolito, en el cuarto tomo de su conocido Escritores y artistas asturianos (aparecido en 1955), dice nada al respecto en la semblanza dedicada a Andrés González Blanco, que aparece junto a las de su padre y sus hermanos. Hablando de Edmundo y Pedro, no deja de aludir a algunos viajes hechos por uno y otro, sobre todo por el segundo de ellos, que estuvo en Cuba y en México, en donde en efecto “participa activamente en el movimiento revolucionario y llega a ser asesor” de Carranza, “quien le favorece largamente en el orden económico”. Me parece improbable que un estudioso como Españolito, en una obra de las características de la suya, hubiera dejado pasar un dato de semejante naturaleza.

Con todo, ante mi propia duda espoleada por la doble afirmación de Paz, decidí acudir en persona a José María Martínez Cachero. El viejo estudioso de la literatura asturiana, autor como dijimos del mejor y más extenso estudio que hay sobre Andrés González Blanco, al que le quedaban pocos años de vida cuando me acerqué a él, me aseguró terminantemente que el González Blanco que nos interesa jamás cruzó el Atlántico y que sin duda Octavio Paz lo confundió con su hermano Pedro.

Si insistí es porque la idea era sugerente: ¿a qué podría haber venido Andresito a México? ¿Quién pudo haberlo invitado? Y en ese caso, ¿hubiera coincidido con Ramón? ¿No habría sido más que posible que los presentara cualquiera, empezando por Alfonso Camín? Lejos de México y mis libros, cuando redacté este trabajo no pude consultar la bibliografía velardiana básica y tuve que conformarme con la edición de su Obra poética de la Colección Archivos que había viajado entre mis cosas, con el dedo índice alerta para distinguir los ídolos a nado en un lago indiscriminado e insufrible de erratas. Ni media palabra del asunto. ¿De dónde sacó Paz esa información?

Como advertí más arriba, no seré yo quien profundice en las relaciones entre las obras de López Velarde y Andrés González Blanco. Al menos para mí, son suficientes el análisis inteligente y reposado de Luis Noyola Vázquez y los pespuntes rápidos y certeros de Paz. Quizás en el futuro no falte quien desee ir más allá. A lo mejor entre tanto piano, amada imposible y lluvias tristísimas nos aguarde, más que alguna genuina sorpresa, alguna curiosidad que justifique el viaje.

Notas del capítulo

1]“Velardiana”, “velardiano”: uso la palabra de este modo, con todo propósito. Me parece la forma mejor, la más natural. Las variantes “velardeano” y “lopezvelardeano” las encuentro un tanto forzadas y por eso tiende a rechazarlas mi oído. De todos modos, soy respetuoso de los usos contrarios a los que prefiero y por esa razón los mantengo en las citas de mis colegas de distintas épocas que aparecen recogidas en este libro.

2]El 25 de enero de 2004, José Emilio Pacheco dedicó su columna de la revista Proceso a Andrés González Blanco (núm. 1421, págs. 70-71). El artículo, que fue titulado “Un amigo español de López Velarde” y apareció con una dedicatoria a Gabriel Zaid (“en sus 70 años”), no está en La lumbre inmóvil (Instituto Zacatecano de la Cultura “Ramón López Velarde”, 2003), la selección de sus trabajos dedicados a nuestro tema, hecha por Marco Antonio Campos, por la razón de que fue escrito después de la publicación de ese libro. Por desgracia, el texto no fue incluido en la segunda edición de ese mismo volumen, hecha quince años después por la editorial ERA. Sí lo fue, en cambio, en la gran selección de los artículos de esa columna, publicada en tres tomos bajo el nombre de Inventario (antología) (ERA, III, 2017, págs. 452-458). Pacheco hace en breve, en su texto original de Proceso, un ejercicio comparativo entre González Blanco y López Velarde como el que hizo por extenso, más de medio siglo antes, Luis Noyola Vázquez, a quien menciona unos párrafos antes, aunque con el nombre cambiado por Loyola. No es la única errata del artículo: la fecha de nacimiento de López Velarde aparece como 1889. Ambos errores se mantuvieron en la versión recogida en el libro.

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