Fernando Fernández - Majestad de lo mínimo, La

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En 2014, apareció un libro que fue un éxito de crítica y marcó el inicio de los estudios recientes sobre Ramón López Velarde. Siete años después, para coincidir con el centenario luctuoso del gran poeta zacatecano, el autor de aquel libro, Fernando Fernández, vuelve al tema con doce nuevos ensayos sobre su vida y su obra, entre los que hay de todo; el análisis y la puesta en contexto de algunos retratos que estuvieron fuera de la vista de los conocedores durante cien años; el estudio de una novela publicada hace más de un siglo en la que aparece un personaje inspirado en su persona; un nuevo relato de su relación con la mujer que inspiró sus mejores poemas amorosos; la explicación del origen de una singular leyenda que marcó la imagen que tenemos de sus últimos días, antes de caer enfermo y morir de manera inesperada y prematura; el repaso a algunas de las publicaciones donde aparecieron originalmente los poemas y sus crónicas, y la reseña de las principales novedades sobre el tema, entre ellas la primera edición mexicana de un estudio aparecido en Europa hace seis lustros y que había sido ignorado durante todo ese tiempo. En palabras de su autor, La majestad de lo mínimo es una apuesta en favor de una visión más nítida y completa de López Velarde y un nuevo llamado entusiasta a volver a él.

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A un siglo de su muerte, el poeta está tan vivo como cuando escribió su poesía, su prosa poética, sus crónicas, su crítica literaria, su periodismo político, sus cartas. La prueba es que su voz se escucha tan clara y definida como debió de sonar entonces, y las bellezas y los misterios que atañen a su literatura conservan todavía su vitalidad, ellos insondables como lo han sido siempre, ellas atractivas y estimulantes como lo fueron desde la primera vez. Su obra sigue siendo lo que dijo de ella Xavier Villaurrutia, el primero que supo verla en su verdadera complejidad: “la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre, de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”.2

En 2021, regresamos una vez más a Ramón López Velarde; como no puede ser de otro modo, lo hacemos con la mirada fresca, igual que si acabáramos de descubrirlo. Este libro quiere ser una apuesta en favor de una visión más nítida y completa del poeta y un nuevo llamado entusiasta a volver a él.

Ciudad de México, 15 de abril de 2021

Notas de la Nota

1]Aunque Diario de un poeta recién casado apareció en enero de 1917, el poema que abre el libro está fechado el 17 de enero del año anterior. Un historiador más acucioso tendrá que definir en qué publicación y cuándo lo leyó López Velarde. El ensayo de Stanton se titula “Juan Ramón Jiménez en México: los avatares de una presencia”, y está en Juan Ramón Jiménez e Hispanoamérica (Biblioteca de Estudios Juanramonianos, Universidad de Huelva, 2018, págs. 81-82). Aquí la estrofa juanramoniana que seguramente leyó Ramón: “¡Qué cerca ya del alma / lo que está tan inmensamente lejos / de las manos aún! / Como una luz de estrella, / como una voz sin nombre / traída por el sueño, como el paso / de algún corcel remoto / que oímos, anhelantes, / el oído en la tierra; / como el mar en teléfono…”.

2]Visiones y versiones. López Velarde y sus críticos (1914-1987), INBA, 1989, pág.118.

Retrato en Avenida Jalisco

He aquí de cuerpo entero a Ramón López Velarde Es el retrato que preferimos - фото 5

He aquí, de cuerpo entero, a Ramón López Velarde.

Es el retrato que preferimos de todos los suyos. El poeta aparece, vestido del luto mencionado en el testimonio de sus amigos, con el sombrero en la mano derecha, al lado de lo que parece un viejo fresno en el camellón de la que entonces se llamaba Avenida Jalisco.

No eran tan cuidadosos nuestros abuelos de algunos detalles que a nosotros nos importan ahora, por lo que el pie de foto de la publicación en la que encontramos el retrato, el número 24 de la revista Vida Moderna, del miércoles 1 de marzo de 1916, aunque nos informa debidamente del lugar donde fue tomada la imagen y hasta pone énfasis en la línea de fuga (“el poeta Ramón López Velarde en la perspectiva de la Avenida Jalisco”), nada nos dice de su autoría. Apreciamos en lo que vale la aclaración del lugar porque hay quien ha pensado que la foto fue tomada en Venado, San Luis Potosí.

Según me parece, fueron los editores de Ramón López Velarde, sus rostros desconocidos de Guadalupe Appendini, malinformados acaso por ella, quienes echaron a rodar el dato en 1971. La extravagancia conservaría la gracia que tiene (“El poeta en Venado”) si no fuera porque una institución como el Fondo de Cultura Económica, que relanzó ese libro a los cuatro vientos en 1990, no hubiera reproducido el error, el cual se ha repetido luego una y otra vez.

Pero volvamos a la foto. Ramón no puede estar muy lejos del edificio en el que él, su madre y sus hermanos rentaban un modesto departamento y donde él murió hace ahora exactamente un siglo, en junio de 1921 (por supuesto, la actual Casa del Poeta, en el número 73 de la contemporánea Avenida Álvaro Obregón).

¿Por qué nos gusta tanto este retrato? Porque ofrece una visión completa de López Velarde, del mismo modo que nos lo muestra de cuerpo entero, tan serio como sabemos que era en persona, con el rostro ligeramente ladeado, como si se asomara a nosotros, quienes lo observamos con gran interés. La oscuridad de su vestimenta cumple con uno de sus objetivos y gracias a ello somos incapaces de constatar el desgaste indumentario evocado también por sus amigos. Más que nunca notamos a qué se refería uno de ellos, Rafael López, cuando escribió que su lujo era más profundo que el de sus contemporáneos y su elegancia menos artificial (México Moderno, edición facsimilar, II, FCE, 1979, pág. 293). Se ha despojado del sombrero, quizás como una forma de respeto hacia nosotros y sin duda para que lo apreciemos mejor.

Los pies se posan cerca de las raíces del gran fresno que da verticalidad a la imagen (del que vemos, en la parte superior de la foto, una herida, si no es que un principio de manquedad): la verticalidad del árbol subraya la del personaje retratado a su lado.

Lo mejor de la imagen es, para nosotros, algo estrechamente ligado a la línea que dibujan el poeta y el fresno. Sin duda es eso lo que hizo al fotógrafo captarla de esa manera y lo que impresionó al redactor de la revista Vida Moderna cuando la imagen fue publicada quizás por vez primera, al grado de que eso fue lo que subrayó en la frase que sirve de pie de foto. Me refiero, desde luego, a la perspectiva violenta que ofrece el camellón de Avenida Jalisco, formada por las siluetas de los árboles que se fugan al fondo de la imagen. Ese plano de hondura no sólo contrasta con el resto de los elementos compositivos sino que da profundidad, en todos los sentidos de la palabra, a la foto —y de paso, por supuesto, al personaje.

Es precisamente eso lo que dispara nuestra emoción.

De vuelta por el camino de la pasión

Era muy conocida la costumbre que tenía Octavio Paz de corregir sus textos cada vez que se presentaba la oportunidad de su reedición. Yo tardé en vivir en carne propia esa circunstancia. Cuando era adolescente, en la biblioteca de mis padres, había un ejemplar de Cuadrivio (Joaquín Mortiz, quinta edición, 1980). Un día de 1984, abrí el librito y mi anzuelo de lector en ciernes dio con un extraño cardumen llamado Ramón López Velarde. Al lado de ensayos sobre Rubén Darío, Fernando Pessoa y Luis Cernuda, en las páginas de aquel libro había uno titulado “El camino de la pasión”, dedicado enteramente a él.

Al año siguiente hice con un amigo un viaje a Zacatecas con el único propósito de ver con mis propios ojos el cielo cruel y la tierra colorada. En el tren, de camino, leí por vez primera el ensayo de Paz. A ese texto, en el mismo ejemplar de Joaquín Mortiz en que lo conocí, regresé en muchas ocasiones a lo largo de los años. Por eso es comprensible que al releerlo en el ejemplar de una edición más reciente, que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de la ciudad asturiana de Oviedo a principios de siglo, cuando vivía en España, me hayan sorprendido algunos añadidos hechos por el infatigable Paz.

Sorprendido, es la palabra, por encontrar novedades en un texto que conocía, si no de memoria, sí como si fueran los parajes de un pequeño pueblo frecuentado y querido: una callecita nueva, que ahonda el sentido en una determinada dirección; una fuente allí donde no había nada; un rincón antes a oscuras al que le han brotado plaza, fresnos, un busto. Pequeños añadidos, aquí y allá, y dos más o menos extensos e importantes, muy en la línea de su autor: para profundizar el primero, el segundo para aclarar; ambos, para ir más allá. El primero tiene que ver con las fuentes de la poesía velardiana,1 particularmente con la obra de un poeta hoy olvidado; el segundo, con su opinión sobre “La suave Patria”. Vamos por partes.

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