Fernando Fernández - Majestad de lo mínimo, La

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En 2014, apareció un libro que fue un éxito de crítica y marcó el inicio de los estudios recientes sobre Ramón López Velarde. Siete años después, para coincidir con el centenario luctuoso del gran poeta zacatecano, el autor de aquel libro, Fernando Fernández, vuelve al tema con doce nuevos ensayos sobre su vida y su obra, entre los que hay de todo; el análisis y la puesta en contexto de algunos retratos que estuvieron fuera de la vista de los conocedores durante cien años; el estudio de una novela publicada hace más de un siglo en la que aparece un personaje inspirado en su persona; un nuevo relato de su relación con la mujer que inspiró sus mejores poemas amorosos; la explicación del origen de una singular leyenda que marcó la imagen que tenemos de sus últimos días, antes de caer enfermo y morir de manera inesperada y prematura; el repaso a algunas de las publicaciones donde aparecieron originalmente los poemas y sus crónicas, y la reseña de las principales novedades sobre el tema, entre ellas la primera edición mexicana de un estudio aparecido en Europa hace seis lustros y que había sido ignorado durante todo ese tiempo. En palabras de su autor, La majestad de lo mínimo es una apuesta en favor de una visión más nítida y completa de López Velarde y un nuevo llamado entusiasta a volver a él.

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Acerca de su forma de proceder, es muy bueno el retrato que hace de él un tal Juan G. Olmedilla en una nota aparecida a raíz de su muerte:

Entraba pequeño, erguido, diligente, por lo general de una a tres de la tarde, cuando los estudiosos han ido a reponer sus fuerzas, o de once a una de la noche, cuando sólo quedamos en la biblioteca del Ateneo los del trabajo desordenado. Traía ya mediado el veguero [el puro] del postre. Pedía cuartillas, tres o cuatro pliegos de cartas y media docena, una docena de libros […]. Y rápido, certero […], encontraba […] los párrafos, los versos, las líneas que necesitaba para documentar sus prosas. […] rodaba la pluma de González Blanco sin una interrupción, sin un tropiezo, en una letra inconfundible, única, llena de lambrequines, colas y cornucopias de sutiles trazos. La ceniza del medio habano […] le servía de secante. […] Con las últimas, afanosas bocanadas de humo, Andrés escribía las tres o cuatro cartas urgentes que se le había olvidado contestar hasta entonces. Y salía, ya más pausado, del brazo, por lo común, de un amigo captado al trabajo con su amistosa, persuasiva insistencia para salir acompañado.

El primer trabajo de alguna extensión escrito a la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo, nada menos, un “folleto, con honores de libro”, se debe a la pluma de Andrés González Blanco: se trata de “160 páginas en octavo” que comenzó a escribir al día siguiente del fallecimiento del erudito montañés y concluyó diez días más tarde. Un íntimo amigo suyo, Diego San José, en un texto leído frente al propio Andresito durante un banquete en su honor, recuerda las peculiares condiciones en que lo redactó:

Fue en el café del Prado donde escribiste en menos de ocho días el libro de Menéndez Pelayo, mientras dictabas a Reoyo una novela, a Sequeiros un artículo, a mí un prólogo, y aún te quedaba espacio, cabeza y mano para escribir una carta a una de las innumerables damiselas que se han cruzado en tu camino.

No deja de haber un testimonio del propio González Blanco sobre su familia, aludiendo a sí mismo y a sus hermanos y colocándose de ese modo al final de su árbol genealógico:

la exuberancia y la facilidad creadoras, la prodigalidad de las ideas, el despilfarro de las frases bellas, son las características de una familia como la nuestra para la cual han hecho tantas reservas mentales, han almacenado tantos granos de pensamiento muchas generaciones de hombres sencillos y rudos por ambas líneas –de marinos por la materna, de modestos propietarios de bienes rústicos por la paterna.

Cómo serán las cosas que al reseñar la vida y la obra de Andresito, Martínez Cachero no puede dejar de decir, al igual que se nos dice de La Celestina –aunque, es cierto, en un ámbito muy distinto–, que espera que su libro sobre el poeta de Luanco “sirva igualmente de aviso y escarmiento para tantos literatos desalados en pos de la efímera fama, ‘lástima vana’, y ‘verduras de las eras’”.

Un romántico visto por un estrafalario

Casi seguramente el mejor retrato escrito de Andrés González Blanco es la entrevista que le hizo otro poeta asturiano, Alfonso Camín, quien vivió no pocos años en México, en donde conoció y trató a López Velarde. Ya conté todo lo que conseguí saber sobre la amistad entre Camín y el poeta de Jerez, en uno de los capítulos de Ni sombra de disturbio (“Alfonso Camín: entre el canario y el murciélago”, Auieo-Conaculta, 2014, págs. 65-92). Como es muy conocido, y nosotros vimos con toda calma en aquel lugar, Ramón escribió un gracioso y no poco caricaturesco poema dedicado a Camín, en el que decía que si éste le parecía simpático es porque tenía “un aire de murciélago y canario” (Obras, FCE, 1990, pág. 259). Celebramos la existencia de su entrevista a González Blanco sobre todo porque viene maravillosamente bien a los intereses de este libro. Como dijo Allen W. Phillips: uno de los primeros en señalar el ascendente de su poesía en López Velarde, mucho antes que Noyola Vázquez, fue precisamente Alfonso Camín (Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, INBA, 1962, pág. 73).

Su conversación con Andrés González Blanco puede leerse en las Entrevistas literarias que seleccionó y prologó José Luis García Martín para Llibros del Pexe (Gijón, 1998), entre las que aparecen otras con escritores como el propio Cansinos Assens, Valle-Inclán y hasta el mexicano Enrique González Martínez. Publicada en libro originalmente en 1923 en el volumen Hombres de España, la entrevista con Andresito no debe de haberse llevado a cabo mucho tiempo antes: Camín dice que su interlocutor tiene “unos treinta y cinco años”, los que hubiera cumplido en 1921. Pero por cierta afirmación relacionada precisamente con López Velarde sabemos con toda seguridad que no pudo ser antes de junio de ese año.

El resultado del encuentro casi no tiene desperdicio. Uno y otro, poetas entusiastas; uno y otro enfebrecidos, si bien en diferentes proporciones y con distintos resultados, por la época de cambios literarios que les ha tocado vivir. Alfonso Camín, además, como nos hace ver José Luis García Martín, el autor de la antología donde leemos la entrevista, es de esos entrevistadores que gustan de entorpecer con apariciones inoportunas la intervención de quienes responden a sus preguntas. Para colmo, Camín ejercía de “asturiano profesional”, al grado de decir quizás no del todo en broma que si Colón no tenía sus orígenes en Asturias era porque ningún asturiano se había resuelto todavía a revisar los documentos.

La reunión ocurre un domingo soleado, en el Ateneo de Madrid, donde Andrés ocupa un cargo de importancia. Las condiciones climáticas sirven a Camín para hablar del carácter del “mozo jovial” que tiene delante, “cuyo espíritu rima bien con el sol mañanero”. La primera pregunta nos interesa a los tres: “¿Eres asturiano?” El tono de la respuesta no decepciona: “Hasta los tuétanos”. Andrés pasa a explicar que, siendo sus antepasados de un lado de la montaña y del otro de la costa, en él, gracias a la unión de sus padres, se reconcilian los paisajes opuestos de Asturias:

Uno estaba en la cumbre. Bajó al llano. Otro estaba en el puerto. Caminó hacia tierra adentro […] Depusieron acebo y altivez. Hicieron un pacto. Creyéronlo bien las gaviotas prudentes. Aplaudieron los mirlos capitanes. Casáronse nuestros padres para borrar los linderos.

Andresito describe su vida en el seminario, cuenta que comenzó a escribir imitando a Espronceda y a Campoamor, a quienes leía de contrabando, y que terminó Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Más adelante añade: “Del romanticismo de Espronceda me curé en seguida. De la ceguera que me causaron los ojos de una mujer, aún no pude curarme. Sigo deslumbrado. Me hizo caer de lleno en el madrigal y en el amor que se hiela bajo el balcón cerrado, en la calle silenciosa”.

Entonces viene un tiroteo verbal en el que vale la pena retratarlos: “—¿Y en qué terminó aquel idilio?”, pregunta Camín. Y Andresito:

—En nada. Nunca supe a qué sabían los besos de aquella mujer.

—¿Entonces?

—El amor insatisfecho es lo único que subsiste.

—¿Te despreció?

—No.

—¿Te acobardaste?

—Menos.

—¿Y eres romántico por ella?

—Por ella.

—¿Quieres explicarte?

—Enseguida.

Y lo hace: “Tenía yo dieciocho años…”, etcétera. Más abajo, después de decir que ella “tenía los ojos grandes y azules como mi juventud de estudiante”, llegamos al previsible meollo del asunto: era casada. A lo que añade Andresito: “El amor prohibido es el único duradero. El más valiente. El más desinteresado. El más puro. El más respetuoso”. Ante semejante banquete, Camín se pone ambicioso:

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