Javier González Sanzol - Poder y destino

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En el Valladolid de 1974, un año antes de la muerte de Franco, Amalia no responde a ninguno de los parámetros del éxito social o personal. Belleza, juventud, inteligencia… Pero descubre la droga más poderosa: el poder. Y el poder es el poder sobre la vida y la muerte. Así, se convierte en la dueña del destino de los que la rodean.
Poder y destino combina la ambigüedad moral de los personajes con una sucesión de giros sorpresivos del argumento. Con escenas cortas, su estética cinematográfica logra gran fuerza dramática.

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Así siguió toda la cena, dando vueltas al asunto. Se sentía agobiado, maltratado, sin ver una salida.

Su mujer callaba. No le gustaba ver a su marido así, derrotado. Esperaría a verle calmado para estimular su ego y que volviera a ser el marido que ella quería, el policía enérgico, a veces violento, lleno de autoridad. Ella pensaba que cuando demostraba esa falta de coraje, se iba apartando de puestos más elevados, comisario, comisario jefe, para los que estaba más que preparado. Todavía era joven, apenas tenía algo más de cincuenta años, y una carrera por delante. Pero le faltaba ambición. La ambición la ponía ella. Por ella estudió para el ingreso en el cuerpo nacional de policía con solo veinte años. Por ella había seguido luchando para ascender en el escalafón, subinspector, inspector de tercera, de segunda, de primera, habían pedido ir destinados al país vasco en lo peor de los atentados de ETA. En esa época tuvieron a Lucía, al poco de casarse, porque se había quedado embarazada en un descuido. Al año siguiente tuvieron a Amalia. Qué distinta de su hermana. Era una niña triste, acomplejada. No destacaba por su belleza, eso era cierto. En realidad, no destacaba por nada. No era coqueta, vestía casi de uniforme, pantalones vaqueros o faldas hasta los tobillos, las menos veces. No se maquillaba apenas, llevaba el pelo a media altura, y se lo lavaba cada siglo.

UNA PAUSA

El resto de la semana fue tranquilo externamente y agitado en el interior de Amalia. Sus padres seguían dando vueltas a los misteriosos asesinatos, así les llamaban, como no podía ser de otra manera, haciendo de las cenas momentos mitad divertidos, mitad patéticos. Amalia odiaba ver a su madre como lo que era, manipuladora y sin ninguna inquietud cuando se trataba de que su marido tomara algún tipo de ventaja.

Ella no era así. No había nada personal en las dos muertes. No sacaba ninguna ventaja, no obtenía más placer que saberse dueña del destino de otros. Era simplemente como si hubiera sido elegida, como el arroyo que se desliza montaña abajo inevitablemente. Y veía una especie de venganza contra ese mundo que no consentía ninguna alegría a las que, como ella, no destacaban, ni deseaban destacar, en ninguna faceta de la vida. Las mediocres, las tranquilas, que nunca serían, ni querrían ser, mises, ni premios nobel, ni podridamente ricas. Pertenecía al grupo de los que sabían que tenían en sus manos dirigir el destino de los demás. Por primera vez, se sentía poderosa, se sentía importante. Siempre había tenido la capacidad de elegir el destino de los que le rodeaban, pero lo había ignorado hasta entonces. Ahora controlaba esa capacidad, no solo le venía dada.

¿Por qué buscaba razones? No necesitaba excusar sus acciones. Tampoco buscaba lo que para el común de los mortales supone justicia. No, no se sentía culpable de nada, y por tanto no eran excusas. Lo que buscaba eran explicaciones. Pero lo que encontraba siempre, al fin y a la postre, era una inmensa relajación anímica.

Sabía que esto no había terminado, que no había hecho más que empezar. Pero quería contrastar sus sentimientos, aunque fuera de una manera abstracta, con Carmen.

SÁBADO SABADETE

La calle estaba llena de gente, a rebosar. Había salido un día luminoso, de los pocos que brillan tanto en invierno en Valladolid. Y los sábados la gente de los barrios, barrios poco preparados para el ocio, convergía en el centro, convertido en un maremágnum de adultos, chiquillos, ancianos y adolescentes, sin saber a dónde ir, y ansiosos de hacer de su día de asueto algo especial, casi siempre sin conseguirlo. De todas formas, daba la impresión de que la gente necesitaba ese apoyo de la multitud alrededor, ese navegar sin rumbo, empujados por la corriente humana. Las cafeterías estaban llenas, en los soportales de la Plaza Mayor no cabía un alma, y Carmen y Amalia no encontraban un sitio donde hablar tranquilamente. Llegaron al Campo Grande, un parque muy extenso, y estaba lleno de padres con sus niños. Por fin encontraron una cafetería, en una bocacalle del Paseo de Zorrilla, que tenía una especie de reservado en un altillo con tres mesas, con unos sofás muy mullidos, ninguna ocupada. Parecía preparado para parejas, pero ese día con poco éxito, por lo que se podía ver.

Carmen quería un té, pero Amalia pidió dos copas, un día es un día. Y Carmen aceptó riéndose.

—Bueno, Carmen, hace mucho que no nos veíamos. La verdad es que yo no tenía muchas ganas de salir ni de ver a nadie. Bastante gente veo en la gestoría todos los días. Pero estas últimas semanas estoy mucho más optimista. ¿Y tú? Cuéntame algo de cómo ha sido tu vida últimamente. Te veo distinta, más animada.

—Amalia, mi vida sigue igual, bastante monótona si no fuera por mi trabajo en la cátedra. Pero con el catedrático solo me relaciono para hacerle reverencias, si, si, no te rías, asegurando mi puesto de trabajo, y los adjuntos, en las raras ocasiones en que me miran, lo hacen como extrañándose de que siga ahí todavía. La dura vida de los PNNs (Profesores No Numerarios).

En cuanto a amores, te voy a dar la noticia: estoy liada con un chico que está casado. Su mujer no le quiere, y el no la quiere a ella, y ya lleva tres meses diciéndome que tiene muchas ganas de dejarla. Pero en su trabajo, según dice, valoran muy negativamente la inestabilidad sentimental. ¡Como si yo fuera tonta! Pero hago como que le creo, y así tengo con quien estar algunos días, y mi piso y mi cama no están tan solitarios, solos mi gato y yo.

—¿A qué se dedica?

—Bueno, te vas a quedar de piedra. Es subinspector de policía de tercera, está adscrito a la comisaría de Valladolid, y sobre todo trabaja con la brigada criminal.

—¡Ostras! Entonces casi seguro que le conozco. No será mi padre, ¿verdad?

—¡Ja, ja, ja! ¡No, por dios! Es muy jovencito, subinspector de tercera, y el último mono de la comisaría. El dice que se dedica principalmente a poner cafés a todos sus compañeros, incluidos los jefes, y a escuchar y aprender. No creo que le conozcas, ni que tu padre te haya hablado de él.

—¿Qué ves en él? ¿Te atrae porque es el último mono? ¿O es que es muy guapo?

—Bueno, Amalia, veo que vas lanzada. Sí, es posible que tenga afinidad por el último mono, aunque guapo es guapísimo, o eso me parece. Pero lo que más me gusta de él es su inteligencia y su sentido del humor. Le gusta mucho la psicología, y en sus ratos libres estudia para aplicar la psicología a la investigación criminal. De hecho, me ha pedido libros de la carrera de psicología que le voy consiguiendo gracias al marido de una compañera, que es psicólogo.

—Siendo tan inteligente, ¿cómo es que no ha hecho una carrera, como todo el mundo?

—Es de un pueblo de Segovia, Aguilafuente, y sus padres son agricultores. Así que no tenían medios para sostenerlo mientras hacía una carrera. Era el más listo en la escuela, y, antes de ir a la mili, el maestro le convenció para que se presentara a policía. Así que, como él mismo dice, se convirtió en un desertor del arado. Y ya para entonces estaba emparejado con la que es su mujer. Así que, en cuanto salió de la escuela y se hizo policía, se casó. Pero dice que no tiene nada en común con su mujer, no tienen hijos y no tienen nada de que hablar cuando llega a casa. Y dice que yo soy todo lo contrario. Maldice el día en que se casó.

Además, Amalia, te voy a decir algo que me dicta mi experiencia. Los más tontos que yo conozco pueden estar entre los burros o entre los catedráticos. A veces suben los que menos pesan, como en el agua. Yo he visto de adjuntos a gente muy cortita intelectualmente hablando, pero con un gran instinto para progresar arrimándose al sol que más calienta.

—Bueno, bueno, frena un poco, o me terminaré enamorando yo misma de él.

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