Javier González Sanzol - Poder y destino

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En el Valladolid de 1974, un año antes de la muerte de Franco, Amalia no responde a ninguno de los parámetros del éxito social o personal. Belleza, juventud, inteligencia… Pero descubre la droga más poderosa: el poder. Y el poder es el poder sobre la vida y la muerte. Así, se convierte en la dueña del destino de los que la rodean.
Poder y destino combina la ambigüedad moral de los personajes con una sucesión de giros sorpresivos del argumento. Con escenas cortas, su estética cinematográfica logra gran fuerza dramática.

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—¡Ja, ja, ja! Pues no te lo pienso presentar. Lo malo es como un día te lo presente tu padre. Yo no te voy a decir ni el nombre, por si acaso.

—Bueno, ¡con preguntar por el que sirve los cafés! ¡Ja, ja, ja!

Así siguieron un buen rato, y cuando parecía que se habían agotado las confidencias y los temas de conversación, Amalia se puso repentinamente muy seria y se quedó pensativa mirando al infinito.

—Amalia, de repente te has ido, quién sabe a qué mundos de dios. ¿Qué te preocupa tanto para que mi mejor amiga se vaya a algún sitio tan remoto?

—Perdona, Carmen, no me preocupa nada importante. Ya sabes que no me gusta mucho hablar de mí. Pero hay algo que me obsesiona a raíz de esas dos muertes que ahora investiga mi padre. No sé si debería hablarte de lo que hablan mis padres en la intimidad.

—Bueno, ya estás como Rodrigo, manteniendo en secreto lo que me intriga, aunque sepas que yo jamás diría una palabra.

—¿Rodrigo? ¿Es así como se llama?

—Vale, se me ha escapado. Prométeme que no dirás nada de lo nuestro en casa. Podría perjudicarle en su trabajo. Bueno, cuéntame que es lo que te obsesiona.

—Tú que sabes tanto de mitología, me gustaría que me dijeras si algunas personas pueden ser conscientemente dueñas del destino de otras.

—Buen intento. Ya veo que usas el método de aproximación indirecta que al final quedará en humo sin llama.

A Amalia le sorprendió la perspicacia de su amiga. No, no podía contarle nada, y menos después de saber lo de Rodrigo.

—Bueno, he visto a mis padres, tratando el tema de las dos muertes, decidir la culpabilidad de personas inocentes para cubrirse las espaldas. Ya sabes que el primer muerto pertenecía a un partido de izquierda, y aprovechando eso, ¡pues ya tenían culpables!

—¿Y cómo sabes tú que no fueron ellos?

—Porque no se lo han creído ni los de la brigada político-social de Madrid, y porque, cuando estaban detenidos, ha habido otro asesinato de las mismas características.

Amalia siguió hablando de las consecuencias que había provocado y la complejidad de los acontecimientos, sin insinuar lo más mínimo su propia participación.

—¿Por eso me has preguntado por los dueños del destino de otros?

—Más o menos. Yo me refería a ejecutar acciones que inciden directamente sobre el destino de otros, y más concretamente sobre su vida y su muerte. Y no me digas que todos, de una manera u otra, influimos en el destino de los demás, que el batir de las alas de la mariposa puede cambiar el devenir del mundo entero, y cosas así. Yo me refiero a la decisión puramente caprichosa de que alguien debe morir. Como estoy segura de que hizo la persona que mató a esos dos. Como un dios, o diosa. La Moira Átropos.

—Amiga mía, si el asesino obró como dices, lo cual veo muy dudoso, y más si lo hizo con esa intención específica, se equivocó de punta a punta. Aceptando esa hipótesis, que mató voluntariamente por sentirse dueño del destino, desencadenó una serie de acciones y reacciones que no puede controlar. Tú misma me has contado la reacción interesada de tus padres, las consecuencias sobre otras personas inocentes, hasta la derivación política de este asunto. Por ejemplo, llevamos una semana de huelgas en la universidad, y la gente acusa a la policía de la muerte del estudiante. Inclusive se comenta que el periodista murió porque iba a descubrir todo el pastel.

—Qué tontería. No es que no crea capaz a la policía de eso y de mucho más, y no debería decirte esto porque sabes lo que opino de mis padres. Lo que no les considero con la imaginación suficiente para fabricar dos escenarios del crimen tan sencillos aparentemente, pero tan complejos si se planifican. La autora de las muertes fue una chica, y obró sin más, sin una razón previa, incluso sin una razón. Estoy segura de que fue así. Y no busco una justificación a sus actos, sino una explicación. Para tener una explicación, habría que encontrar no solo los motivos, también el por qué eligió a sus víctimas de una manera aleatoria.

—Acepto tu tesis puramente especulativa, espero. Incluso a una lectora muy ocasional de novela negra, como yo, no se le escapa que los detectives tienen que resolver cinco preguntas en un asesinato: quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Nos falta la respuesta a la primera y a la última, que es la que a ti te interesa. El porqué, para los griegos, solo tiene dos explicaciones a falta de más. O bien los dioses, que eligen el destino de los hombres, o bien la locura, que tiene origen divino. Pero la elección del destino de los semejantes solo puede tener lugar por imperativo de los dioses. En caso contrario, se provoca su cólera. De esto hay cumplidos ejemplos en la mitología griega. Los hombres no se pueden rebelar contra el designio de los dioses, a no ser que sean un instrumento en la lucha entre ellos. Ten en cuenta que los dioses del Olimpo se alían entre sí o luchan unos contra otros, y usan a los humanos como un arma más, haciéndonos creer que somos los dueños de nuestro destino.

—Bien, me puede valer todo lo que has dicho. Pero permíteme una pequeña crítica. No hacia ti, sino mucho más general. A los estudiosos de un tema, sobre todo en filosofía, literatura, sociología o cualquier otro ía que se te ocurra, si no tiene una implicación monetaria, o política, que viene a ser lo mismo, todo os parece un juego sin mayor trascendencia, especulativo, para distraer vuestra inteligencia. Un juego hipócrita, un jeroglífico, pero no os dais cuenta de la importancia de averiguar qué es lo que mueve el corazón de los hombres, sus frágiles pasos por la vida. El corazón de los hombres y de los dioses.

Carmen no podía creer que Amalia, la que siempre escuchaba, con una delicadeza exquisita, hubiera saltado de esa manera ante lo que a ella le parecía un tema impersonal, nada que no supusiera un divertimento entre amigas. ¿O había algo más? Le parecía que sí, pero no podía imaginarse qué preocupaba hasta ese punto a la casi desconocida que tenía enfrente. Amalia no volvió a ser ella misma, y la conversación fue decayendo rápidamente, se convirtió en un cúmulo de lugares comunes, y las dos entendieron que su encuentro había concluido, Carmen con una cierta inquietud por su amiga y Amalia sin entender qué le había hecho perder el equilibrio que tan poco le costaba mantener en todas las ocasiones.

Las dos se separaron como amigas, pero las dos sabían que algo se había roto. Carmen no entendía por qué. Necesitaba a su amiga, necesitaba su apoyo. Algo que ni Rodrigo ni nadie le podía dar. Y no entendía qué podía haber ofendido tanto a Amalia en una conversación aparentemente intrascendente. Sospechaba que su amiga estaba inmersa en algún conflicto interno que había intentado transmitirle, y que ella no había llegado a captar.

DE LUNES

Pacheco y Ramiro fueron llamados al despacho del comisario el lunes por la tarde a primera hora.

Por la mañana, se habían reunido los dos inspectores con sus subalternos para recapitular y ver qué datos nuevos se podían aportar. La mesa de trabajo estaba vacía. Ningún indicio, ninguna sospecha. Nada que relacionara los dos asesinatos. En el caso de Luis Rojo, ningún sospechoso. Había mucha gente que discrepaba de su punto de vista. Los lectores más adictos al régimen consideraban sus artículos muy engañosos, con tendencias críticas, y por tanto sospechosas. Para los de izquierdas, sus artículos, que aparentemente eran algo críticos, intentaban justificar la situación actual dando la falsa impresión de libertad de opinión. Pero no tenía enemigos que se pudieran considerar sospechosos ni encontraron ningún motivo que justificase un asesinato, y menos de esta índole. El asesino no había dejado huellas, ni había dado ninguna pista sobre sus motivos o su identidad. Nada destacado. Bastante alcohol en el estómago, y en el tocadiscos un disco de música clásica. Y, muy importante, los pantalones por las rodillas.

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