CLAROSCURO
Javier González Alcocer
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1ª edición: 2021
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Para Pilar, mi esposa,
para Javier, mi hijo,
y para Beatriz, mi madre
Convivimos con personas de las cuales creemos saberlo todo. Es un error, en ocasiones la verdad es cruel y dolorosa.
Casualidad: combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar; acontecimiento fortuito.
Los muertos y los vivos, por mucho empeño que pongan en no coincidir, entremezclan sus existencias.
En un pueblo de Valladolid, invierno de 1987
El invierno comienza a ceder en su fuerza. Los últimos días de febrero se dejan tentar por temperaturas menos radicales.
En el pueblo de Rodón, a las seis de la tarde, los únicos lugares donde se agrupa la gente es en los cafés; las calles se encuentran escasas de transeúntes. Con la proximidad de la noche, que un habitante de la localidad se deje ver en el cementerio es algo inusual, esa contingencia ellos ya la conocen.
Los dos muchachos han saltado la tapia sin ningún problema, son adolescentes en buena forma física, acostumbrados a hacer deporte. Recorren el camposanto leyendo las distintas tumbas, hasta que la voz de uno de ellos logra que ambos se detengan junto a una lápida.
—Perfecto —comenta el que ha visto la tumba—, ya tenemos cada uno solucionada la huida.
—Sí, Rafael suena bien, me gusta el nombre —sentencia con voz firme el otro—. Este muerto me lo quedo yo.
CAPÍTULO PRIMERO
Todavía no ha amanecido, los últimos jirones de la noche persisten en ser amos y señores; las calles de la capital inician el nuevo día, con la pereza de un oso que ha concluido su hibernación.
El autocar, mientras permanece aparcado junto a la acera, mantiene el motor apagado y las luces de emergencia encendidas. Corta uno de los dos carriles de la calle López de Hoyos, pero debido de lo intempestivo de la hora, el tráfico no se ve afectado.
Manuel, el conductor del vehículo, un hombre cuarentón de estómago prominente, con rostro de Papá Noel, va cerrando, uno a uno, los portones laterales que llevan el equipaje; comprueba de manera metódica, que queden bien afianzados.
Se sitúa junto a la puerta delantera y observa cómo los últimos integrantes del grupo, que hacían fila para subir, se adentran en el autobús; del interior llega el sonido de voces que se expresan en tono menguado, pero excitadas ante la proximidad de la marcha.
—¿Ya están todos? —le pregunta a la mujer que se encuentra a su lado.
María vuelve la cabeza hacia el conductor, frisa los cuarenta años, pero su energía y carácter jovial, unido a un rostro todavía respetado por las arrugas, la hacen parecer más joven.
—Sí —responde con esa voz cantarina que sus alumnos conocen tan bien—, estamos al completo. Curso segundo A de bachillerato del instituto Jorge Manrique, listo para su viaje de fin de estudios.
Mientras Manuel sube los tres escalones y se acomoda frente al volante, María hace corrillo con varios de los padres que han venido a traer a sus hijos.
—Cuídelos —le dice una madre, vestida con chándal y el pelo algo alborotado.
—Más bien, intente que no acaben con usted —el comentario viene de un padre, hombre de estatura elevada, que a esa hora tan temprana ya va perfectamente afeitado y vestido de manera pulcra.
La profesora sonríe, antes de responder:
—Son buenos chicos, lo pasaremos bien, y sé que no van a dar ningún problema —añade haciendo un gesto que abarca a todos con sus manos—. Podéis estar tranquilos.
Cuando el autocar echa a andar lentamente, los familiares que quedan en la acera dedican los últimos saludos de despedida con sus manos en alto. Dentro del vehículo, alguno devuelve el gesto, para regresar con rapidez a la conversación que compartía con sus compañeros.
Un minuto después, una curva en la calle hace desaparecer el transporte; las madres y padres se encaminan a sus obligaciones diarias, con un pensamiento en su cabeza: “Ojalá el conductor sea un hombre prudente.”
El destino que tiene el viaje, elegido por la mayoría de los alumnos, es París; aunque jamás llegarán allí.
Veinte años después, primavera del 2007
Como muchas alboradas, sus ojos están abiertos. Una noche más el sueño ha sido escaso, otra madrugada de parsimonioso insomnio le anuncia un día de cansancio en todo su ser. Durante la primavera se acentúa el despertarse a las pocas horas de haberse acostado, y ya no encuentra manera de regresar al descanso nocturno. “Es en esta época cuando los recuerdos se recrudecen, durante el resto del año se mantienen más adormecidos, pero al aproximarse la fecha de aquel viaje, todos los rostros regresan para que jamás los olvide.” Permanece acostada sobre su perfil derecho, mirando por la ventana que, poco a poco, le anuncia que el día va dejando atrás a la noche. Los pensamientos se le agolpan, descarrilando, como en otras ocasiones, sobre los más confusos. “Me queda esa sensación indefinida que tengo dentro de mí, que me asalta de forma inesperada, de que algo no está en su lugar adecuado. Miro a todas partes buscando el motivo de esta intranquilidad, y no logro dar con nada que amortigüe la opinión de encontrarme ante algo que no soy capaz de distinguir.”
La mujer, incapaz de permanecer por más tiempo en la cama, se levanta. Conoce bien cada rincón de su casa, por lo que no enciende las luces. Llega hasta la cocina, donde comienza a prepararse un café. “Ojalá lograra quitarme de mi cabeza este sentimiento de frustración por no poder discernir qué es lo que no puedo encajar. Le doy vueltas y vueltas, pero mi cerebro se niega a darme la solución. A veces tengo la impresión de estar ciega.” Eva Garcilaso suspira profundamente, como el vencido en la batalla.
—¡Despierta, despierta! —el hombre mece con suavidad el hombro de la mujer que yace a su lado en la cama, esta se agita mientras susurra vocablos ininteligibles. Él insiste levantando unos decibelios el tono—: ¡Despierta, cariño!
Ella abre los ojos, su mente todavía continúa vagando por el mundo de los sueños. Tarda unos segundos en despertar del todo y darse cuenta de que se encuentra en su habitación, junto a su esposo. Tiene el cabello empapado en sudor, y unos escalofríos le recorren las entrañas; se abraza con fuerza al cuerpo de su marido.
—Tranquila, ya ha pasado, estabas teniendo una pesadilla —la cobija contra su torso, mientras le mesa la melena de pelo lacio.
—Quería despertar, pero no podía —son sus primeras palabras, con tono ronco, vacilante.
—Pero ya lo has hecho, y estás aquí conmigo —la besa suavemente en la frente.
—Estaba en una cueva —las imágenes de la pesadilla acuden a su cabeza, en fragmentos rotos como pedazos de papel de una hoja escrita y arrojada al viento—, ante mí pasaba mi hermana y otros compañeros de su curso, pero su cabeza no era más que una calavera y sus ropas recubrían tan solo un esqueleto —se refugia aún más contra el cuerpo de él—. Querían tocarme y sus bocas desdentadas hablaban, pero yo no entendía nada de lo que querían decirme, era horrible. Todos, todos…
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