Marío Garcés - Pan, trabajo, justicia y libertad. Las luchas de los pobladores en dictadura (1973-1990)
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Pan, trabajo, justicia y libertad. Las luchas de los pobladores en dictadura (1973-1990): краткое содержание, описание и аннотация
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En suma, mientras en el campo popular poblacional se reconstruía el movimiento popular, una parte de la izquierda política se reorganizaba bajo una orientación liberal democrática que la llevaría a establecer alianzas y subordinarse a las estrategias centristas de la Democracia Cristiana, y otra parte de ella –comunista, sectores socialistas y miristas– bajo una orientación revolucionaria clásica, que seguía o bien una línea de corte insurreccional (Rebelión Popular del PC) o bien de «Guerra Popular» (sostenida por el MIR).
Si bien carecemos de una «historia social» de los partidos políticos para esta etapa, más allá de las diferentes evaluaciones de la derrota de la UP, los nuevos desafíos que imponía trabajar en la clandestinidad, los ajustes o reacomodos en la línea política de los partidos, sobre todo los de izquierda, se mantenían y recreaban los vínculos entre los partidos y las organizaciones sociales, aunque eran variables según el sector social o el ámbito en que se desenvolvían los militantes. Por ejemplo, en el campo sindical, las diversas federaciones y nuevas agrupaciones mantenían vínculos y militancias en la Democracia Cristiana, el Partido Radical y la izquierda, tanto comunistas como socialistas, miristas y mapucistas. En otros campos, como en el trabajo social de la Iglesia, era importante la presencia de profesionales de Democracia Cristiana, de la Izquierda Cristiana, pero especialmente del MAPU, que podían o no mantener vínculos orgánicos con sus partidos. También el MIR alcanzó alguna presencia, especialmente entre las comunidades cristianas de base. Entre los estudiantes, convivían democrata cristianos así como diversos militantes de la izquierda; y finalmente en las poblaciones la situación era un poco diferente, en el sentido de que las nuevas organizaciones sociales que emergieron podían o no establecer vínculos con los partidos políticos, dependiendo del tipo de acciones que desarrollaran. En las poblaciones pesaba más el trabajo de la Iglesia y las comunidades cristianas, que se habían convertido en el principal espacio de rearticulación social, de unificación y de desarrollo de diversas iniciativas sociales, políticas y culturales. Los partidos, de alguna manera –al menos en estos años–, se adaptaban a esta realidad, que les daba «alero» para actuar con las organizaciones sociales e incluso les permitía, en algunos casos, contar con espacios para su propia rearticulación en la clandestinidad. Para los partidos políticos, especialmente de la izquierda, la clandestinidad se impuso como una condición sine qua non para sobrevivir y enfrentar a la dictadura, lo que implicaba una serie de nuevos aprendizajes, de autocuidado y medidas de seguridad, así como nuevos modos de relación entre los militantes.
Desde el punto de vista de las relaciones estrictamente políticas, es decir de las orientaciones y el tipo de acción que proponían los partidos a las organizaciones sociales, predominaba, en cierto sentido, una lógica defensiva y de colaboración. La oposición al Plan Laboral de 1978 y el fortalecimiento de los sindicatos; la organización de agrupaciones culturales –la ACU por ejemplo en la Universidad de Chile– y la lucha por democratizar los centros de estudiantes; la emergencia de nuevas agrupaciones y orientaciones políticas y culturales entre los mapuche; el apoyo transversal, pero limitado, a las huelgas de hambre de los detenidos desaparecidos; y en las poblaciones, la participación de los militantes en las diversas organizaciones que iban surgiendo y enfrentando los problemas de la pobreza y fortaleciendo también la cultura popular.
Sin embargo, esta situación comenzó paulatinamente a modificarse a fines de los setenta y principios de los años ochenta, cuando desde la izquierda se percibió que el malestar se estaba expresando social y políticamente o que determinadas luchas alcanzaban mayor visibilidad («viandazos» entre los trabajadores, intentos de «tomas de sitios» entre los pobladores, las propias huelgas de hambre de los familiares de los detenidos desaparecidos). Con cierto optimismo, se comenzó a hablar del «fin del reflujo» o sea, del fin de la etapa de mayor repliegue del movimiento popular. Por otra parte, pesaba también la política de la dictadura, que dio lugar a su mayor institucionalización regresiva y represiva luego de que se hizo aprobar la Constitución de 1980. Emergieron entonces, al menos en el campo poblacional, dos tipo de propuestas políticas, «aquella que enfatiza en la radicalidad de la lucha y el enfrentamiento persistente con el régimen (en la medida que el régimen no deja alternativas) y aquella que señala la necesidad de orientar los esfuerzos en una lógica de “reconstrucción del movimiento popular”» 46. Subyacían a estas propuestas dos lecturas diferentes de la realidad y del movimiento popular, de tal modo que mientras para unos el fin del reflujo obligaba a poner el acento en la «conducción» del movimiento popular y en la legitimidad de las diversas formas de lucha, para los otros se trataba de renovar en «las formas de hacer política» que favorecieran la participación y el «protagonismo popular» 47. El problema de «la lectura» de la realidad y de la situación del movimiento popular se comenzaba a constituir en un problema fundamental, en cierto modo «estratégico», en el sentido de que, por una parte, indicaba el modo en que se procesaba, entre los actores políticos, las «prácticas» de las organizaciones sociales y de los propios partidos en relación a sus bases. Por otra parte, se trataba también de un problema estratégico, por cuanto se hacían deducir de estas lecturas las formas que «debía» tomar la lucha política para poner fin a la dictadura. Estas diferencias de lecturas de la realidad, que comenzaron a plantearse en estos años, se hicieron más agudas en el tiempo venidero, cuando se iniciaron las protestas nacionales.
Las Protestas Nacionales
A la euforia de Pinochet, los militares y la derecha política, que habían logrado imponer una nueva Constitución de carácter neoliberal, le siguió relativamente pronto una crisis recesiva en la economía que se inició en 1981 y que se profundizó en 1982, cuando la banca quebró, muchas industrias cerraron y la deuda externa creció a niveles inimaginables, en tal grado que ni siquiera se alcanzaban a pagar los intereses acordados. En este contexto, la situación de los sectores populares, ya deteriorada en los primeros años de dictadura, se volvió más crítica, agudizándose la pobreza y con ella los problemas de la subsistencia, la salud, la vivienda y el acceso al trabajo.
Los trabajadores de la Gran Minería del Cobre, reunidos en un congreso sindical en 1983, cambiaron su directiva y proclamaron que «nuestro problema no es una ley más o una ley menos», sino que la necesidad de volver a un régimen democrático que permitiera la reconstrucción económica y política del país. Se sugirió, en este contexto, la posibilidad de llevar adelante un Paro Nacional, sin embargo luego de diversos debates entre los dirigentes sindicales y políticos, y de las diferencias que existían entre las diversas zonales del Cobre, se admitió las enormes dificultades que ello implicaba. Se fue imponiendo, entonces, la idea de convocar a una «protesta nacional» que hiciera posible la «expresión pública» del descontento. Para estos efectos se convocó a diversas acciones colectivas para el día 11 de mayo de 1983: no enviar a los niños al colegio, no realizar trámites en el centro de la ciudad, efectuar manifestaciones públicas de descontento en las universidades y tocar las cacerolas a partir de las 20:00 horas de ese día.
La convocatoria a la protesta del 11 de mayo alcanzó una masividad y extensión que sorprendió a todos, a los propios convocantes y a la dictadura de Pinochet. El malestar se expresó efectivamente en las universidades, pero su mayor impacto se produjo durante la noche, en que no sólo sonaron las cacerolas, sino que además se escucharon bocinazos y manifestaciones callejeras en barrios de los sectores medios, como Providencia y Ñuñoa. Pero más extendidas fueron las manifestaciones en los barrios populares, donde se levantaron barricadas, hubo cortes de luz, pequeñas marchas festivas y enfrentamientos con la policía. Esa noche dos pobladores perdieron la vida, y se contabilizaron 50 heridos y más de 300 detenidos 48.
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