Esta manera de contar los eventos fue inventada por el propio Hernán Cortés en sus Cartas de relación mientras realizaba su campaña militar en México. En ellas justificó todas sus acciones a la luz de la ley, del servicio al rey y de la santa religión para escapar al cargo de traición que pendía sobre su cabeza por haber traicionado a su gobernador y capitán Diego Velázquez. También menospreciaba de manera sistemática el valor y la importancia de las acciones de otros protagonistas en los eventos, empezando por sus propios capitanes y colegas españoles y continuando con sus aliados indígenas y su traductora y representante, la mujer que llamamos Malinche. En este relato, Hernán Cortés se exaltó a sí mismo como una figura providencial asistida por los mismos dioses, como un paradigma de guerrero, estratega, intrigante, estadista y súbdito leal. Se transformó también en una de las primeras manifestaciones explícitas de una nueva forma agresiva y pujante de la masculinidad —europea, militarista y colonialista— que sería definitoria de la edad moderna. En ese sentido se construyó a sí mismo, y ha sido elevado por sus acólitos hasta el día de hoy como uno de los primeros grandes héroes varones del colonialismo europeo. Con su talento para la narración cotidiana y la exageración épica, Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera confirmó esta visión providencialista del propio Cortés, pero exaltó a su lado las hazañas de los soldados y capitanes que acompañaron al comandante.
Desde entonces, la mayoría de los historiadores mexicanos, españoles y europeos han repetido y acendrado esta visión, por más inverosímil que resulte, convirtiéndola en la interpretación dominante de lo que llamamos “Conquista española”. Lo han hecho, al menos en parte, porque la visión colonialista confirma sus privilegios sociales y culturales: la supremacía de su propia masculinidad blanca, la superioridad de su cultura europea u occidental y también, de manera más indirecta, su punto de vista epistemológico de historiadores profesionales, así como la verdad y superioridad de su religión, de su tecnología, de sus formas de hacer la guerra, de sus capacidades de comunicación, de su ciencia y su conocimiento.
Sucesivos autores desde 1545 hasta 2019 han esgrimido estas razones para explicar la victoria prodigiosa de los españoles. La mayoría de estas explicaciones, sin embargo, adolecen de etnocentrismo pues incurren en el error tan frecuente de considerarnos mejores que otros grupos humanos, sin más fundamento que nuestra propia ignorancia de las culturas ajenas. Por otro lado, Hernán Cortés y sus escasos seguidores son presentados como exponentes, representantes, epítomes de toda la amplísima y diversa sociedad, cultura, tecnología de Occidente el “brillante siglo xvi europeo”, al que se refiere el autor. En otras versiones encarnan y traen consigo incluso todos los logros civilizatorios del viejo continente, desde China hasta Marruecos. Así debemos creer que esa variada y contradictoria herencia cultural, transformada en una esencia o un espíritu supremo, residiría íntegramente en un subconjunto diminuto y poco representativo de la población del Viejo Mundo.
Los expedicionarios eran, no hay que olvidarlo, un contingente compuesto casi exclusivamente por varones, extremeños y andaluces, en su mayoría analfabetos y con muy escasa educación, que habían vivido toda su vida alejados de los grandes centros culturales de España y de Europa de la época. Eran, además, un grupo fanatizado por una ideología anticuada de guerra religiosa contra los infieles, que justificaba los más atroces actos de violencia contra aquellos que no compartían su religión, y acostumbrado por años de práctica colonial a todo tipo de abusos y excesos de violencia contra los nativos.
Sólo un pensamiento de este tipo puede hacernos creer, por ejemplo, que una veintena de arcabuces y cañones, unas cuantas docenas de caballos, ballestas y bergantines, dieron suficiente supremacía militar a un millar de expedicionarios para vencer ejércitos enemigos que eran cien veces más numerosos que ellos. Sólo así podemos afirmar, como lo hizo Tzvetan Todorov en su libro La Conquista de América , que los expedicionarios españoles, casi todos iletrados, tenían una mayor capacidad para leer signos que los mexicas con sus sacerdotes, historiadores y tlacuilome , debido al mayor desarrollo de la tradición crítica en Europa que estaba a siete mil kilómetros de distancia.
La explicación por superioridad parece más verosímil a una escala macro. En el último medio milenio, en efecto, los países de raigambre europea han impuesto su dominio colonial a sangre y fuego sobre la mayor parte de las otras sociedades y culturas del planeta. Desde esta perspectiva, resulta lógico que el éxito del colonialismo europeo se atribuya, otra vez, a un mayor avance tecnológico, militar, cultural, político, etcétera, de los países europeos, aun por medio de la pequeña cohorte de los expedicionarios, y que la conquista de México sea considerada una de las primeras instancias en que esta supremacía se desplegó de manera contundente.
Es urgente, y no sería tan arduo, derrumbar estos argumentos de la superioridad europea a nivel macro; por ahora sólo señalaré que estas implicaciones macro suelen tratar de explicar lo que sucedió a principios del siglo xvi, lo que llamamos la Conquista, de una manera teleológica; es decir, en función de eventos posteriores, como la imposición del dominio colonial, varios siglos después, en Asia y en África. En otras palabras, invierte las causas y los efectos. Por esta razón, difiero de los colegas que afirman que la dominación colonial sobre los pueblos indígenas era inevitable y se hubiera dado tarde o temprano de mano de los españoles o de cualquier otra potencia europea. Propongo, en cambio, que se puede plantear la posibilidad contraria: sin el éxito de la construcción colonial en la Nueva España y luego en el Perú —que siguió su modelo militar y político—, ni la propia España ni los otros poderes coloniales europeos hubieran tenido la fuerza económica, territorial y militar para dominar el resto de América y menos el resto del mundo. Señalar esta otra posibilidad sirve, al menos, para poner en entredicho el pensamiento único de la historia inevitable.
Dentro de la lógica que confunde con frecuencia el presente con el pasado, las versiones colonialistas suelen mostrar el triunfo de la expedición española sobre los mexicas en 1521 como la destrucción definitiva del mundo indígena en su totalidad y como el establecimiento, tan instantáneo como milagroso, del régimen colonial español y de la dominación occidental sobre los nativos de estas tierras. La visión trágica de la Conquista, que es eco de esta concepción, promovida por autores como Serge Gruzinski, plantea que, tras la derrota militar de un solo imperio, los mundos sociales y culturales de todos los indígenas quedaron destruidos, desarticulados y desmoralizados. De esta manera se establece una continuidad directa entre la supuestamente inevitable victoria de los conquistadores españoles de antaño y la supuestamente inevitable dominación de las élites españolas sobre la población indígena en el periodo colonial, y luego de las élites occidentales sobre la población mexicana después de la independencia hasta el presente. Aquí no sólo se están proponiendo visiones teleológicas, sino también explicaciones tautológicas basadas siempre en la premisa de la superioridad española y europea.
Es por estas deficiencias en la respuesta tradicional que vale la pena imaginar una respuesta diferente a la pregunta ¿quién conquistó México? Para lograrlo presentaremos a la Malinche y a los indígenas conquistadores, dos personajes que parecen conocidos, pero no lo son, que parecen contradictorios y lo son, y que pueden ser profundamente sorprendentes si nos detenemos a conocerlos. La mejor manera de hacerlo no es a través de las palabras y los testimonios de los conquistadores españoles, sino de los propios mesoamericanos, particularmente el Lienzo de Tlaxcala , la historia visual más temprana, completa y detallada de lo que llamamos Conquista. El relato de los tlaxcaltecas, vencedores de esta guerra, se inicia en 1519 con la llegada de los españoles y la alianza que tejieron con ellos, narra su conquista mutua de México-Tenochtitlan en 1521 y se extiende con las guerras que realizaron en conjunto hasta 1541 abarcando el norte de la Nueva España hasta Culiacán y el Pánuco, y el sur hasta El Salvador y Guatemala (véase la figura 1).
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