Visto así, el asunto iba para una batalla campal en la vía pública, de tal magnitud que una vez terminada solo quedaría contabilizar muertos y heridos. Sin embargo, por algún milagro los espíritus se aquietaron. No me pregunten cómo ni por qué. Sencillamente fue como si el peso del cielo, que a esa hora mostraba sus primeros tonos rojizos y anaranjados de un típico amanecer en Puerto Porvenir, hubiese caído sobre ellos. Todo el peso del firmamento. O algo así. El propio Antonio Rothenburg logró abrirse paso, llegar hasta donde estaba su esposa, en la explanada de la costanera, contenida por dos de sus más fieles –y ahora únicas– amigas, y tomarla del brazo con fuerza para sacarla del área de conflicto. Mientras don Antonio cargaba con ella, la señora gritaba a su marido que se cagaba en papá Rothenburg, en abuelo Rothenburg y en todos los Rothemburg; todos, putos entre putos, cornudos entre cornudos, eunucos entre eunucos. Creo que en ese momento don Antonio −don Roty, como le llamábamos cariñosamente– estuvo a punto de soltarle un sopapo a doña Iris, pero se contuvo. Como sea, por fortuna o por providencia, el caso no pasó a mayores, quiero decir que no hubo trompadas directas, persecuciones ni patadas. Quedó en eso, en empujones, arañazos, puñadas al aire e insultos de grueso calibre.
Nadie esperó que el aniversario concluyera de ese modo. Era de no creerlo. Pero ocurrió. Fue una ruina ante los ojos del propio Julius, que no intervino en la refriega y se limitó a observarla impertérrito desde la puerta del club. Stasse tampoco intervino, permaneció sentada a su lado en posición firme, con cara de querer comérselos a todos. Stasse mostraba los dientes. Junto a ellos, aunque un par de metros más atrás, algo oculto, estaba el pobre de Verita Morel bastante borracho, tambaleando, con una copa en la mano, riéndose solo. También tenía un pucho entre los dedos. Creo que se reía de puro miedo.
Estuve a punto de ajusticiar a Julius.
Un día llegó a mi taller. Andaba sin su perra. Vino a comprar un arco, flechas con punta serrada, un carcaj. Dijo que quería un arco grande para guanaco, con flechas de punta de obsidiana verde. Le mostré tres. Eran los mejores que había fabricado hasta el momento. No era la primera vez que Julius venía a mi taller. Antes ya me había comprado un par de arcos, pero de los pequeños, para ceremonias. Además me había comprado lazos trenzados, de boleadoras, y puntas de obsidiana negra. O sea que Julius y yo nos conocíamos las caras, como se dice. Perfectamente. Esta era la tercera vez que nos veíamos. Fue cuando de verdad pensé en matarlo. De un flechazo. O de dos, si se quiere. Uno, de gracia. Tenía a mano mi arco personal, con astil de coihue, punta de vidrio, timón corto y ancho, para una distancia corta. Sería una muerte por desangramiento, aunque bastante rápida. Él estaba frente al mesón probando la tensión de las cuerdas y yo detrás de él, junto a la puerta. Seis metros exactos. Sabía dónde apuntar, la tensión que precisa una distancia así, el ángulo de tiro. Todo estaba medido. Después de todo, soy un experto con el arco. Soy un auténtico selknam. Pero no me atreví. Debí hacerlo. Sé que debí tirar. Esa tarde debí matar a Julius.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.