Pavel Oyarzún Díaz - Será el paraíso
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Hoy la escena puede parecer un retrato deslavado. Un cuadro mudo sin volumen. Sin gloria. Pero esa mañana me costaba creer que compartía aquella mesa enclenque, de madera cruda, con Gromiko, el gran jefe bolchevique. Héroe de los mineros del carbón en los ’50. Héroe en las mazmorras del fascismo después del Golpe. Luego, un largo exilio en Europa, que lo llevó al reino del Socialismo, detrás del telón de acero: la RDA. Luego Rumania, Bulgaria, Hungría, Unión Soviética. Explanada, escalones y baldosas de granito, donde resuenan millones de pasos y se cuela por las hendijas de los revoques, el rumor de los himnos, del juramento rojo. Un sueño cumplido. El sueño de todo niño proletario; la Plaza Roja, los muros del Kremlin bajo el sol de Moscú. Pues bien, era el mismísimo Gromiko quien estaba allí, del otro lado de la mesa. Clandestino, con precio por su cabeza, enfundado en el silencio y en un abrigo azul marino, cruzado, que le quedaba estrecho. Comió sus dos tostadas y bebió su café negro en cámara lenta, mirando por la ventana como si no quisiera comer. Parecía otro hombre. Más viejo. Más pequeño y encorvado, sin su famoso bigote tipo Stalin. Pero era él nada menos, concentrado en otra cosa. Pensando. Después de preguntarme el nombre y la edad no habló más. No quiso. Yo tampoco hablé. No pude. Cine mudo.
Antes de iniciar la campaña hice dos excursiones más por Puerto Porvenir. Sumé otros nombres de calles vacías, o semivacías, a mi espalda, a mi sombra: Costanera San Rafael –tenía nombre aquella curva abierta, más el plano que seguía por toda la bahía– calle Nazario, avenida Dresden, Candelaria. En Costanera entre Bohr y Savio, a mitad de cuadra, estaba la biblioteca municipal donde trabajaría Marcela en un par de semanas. Vi la puerta abierta, y luz de fluorescente, pero no entré. Crucé la calle. Caminé por la explanada costera. Estaba completamente asfaltada. Las aguas de la bahía salpicaban espuma contra el roquerío y el asfalto. Entonces, como un milagro, hacia la boca sur de la bahía, por fin aparecieron los famosos cisnes de cuello negro. Eran unos cuantos. Todos, según supe después, bautizados con nombres de dibujos animados de la tv, o de superhéroes de cómics. Persistían en el oleaje, al igual que los flamencos rosados, un tanto más atrás, digamos hacia mar abierto, con sus cuellos doblados por el viento y su plumaje erizado. Creo que el frío les quemaba, al igual que a mí. Les mataba el alma.
La segunda excursión fue con el Duende y Gromiko. La hicimos con un propósito claro; para que el jefe bolchevique estire un poco sus viejas y comunistas piernas, según Pedrito. Piernas rojas. Fue un paseo lento por esa desolación que era la calle Domingo Savio, envueltos en la bruma de la mañana, donde el único que habló fue el Duende. Gromiko y yo, en la procesión del día de los muertos. Solo nos faltaban las veladoras. Hicimos una parada de media hora en casa de Gastón. Luego fuimos directo a la calle del cementerio, Candelaria. El cementerio estaba vacío. Recorrimos las callejas deteniéndonos ante las lápidas. Al llegar a una pequeña glorieta, que marcaba el punto centro del camposanto, Pedrito nos dijo que allí, a todo lo ancho, antes se levantaba el muro del que nos hablara Gastón, que dividió a los muertos durante 47 años –hasta noviembre de 1939– entre católicos y disidentes . Gastón mostró una fotografía donde aparecía él en brazos de su madre, junto al padre, pegados al muro, que fue la primera construcción de concreto levantada en Puerto Porvenir, a fines de 1896. Los tres, con caras muy serias, del lado católico. Del otro lado estaban las tumbas de los gringos, los protestantes. Después continuamos con nuestro recorrido, que se prolongó por algunas horas. Lápida por medio, Pedrito hacía un alto para hablarnos algo del difunto. De la difunta Correa. Del angelito. Parecía conocer a todos los muertos. O a casi todos.
Capítulo III Julius
DECÍAN QUE TENÍA UN TATUAJE en el brazo izquierdo, sobre el codo, pero que no era un simple tatuaje: era una especie de inscripción, un código de barras o algo así.
Aquel rumor recrudecía y circulaba de boca en boca cada tanto, sobre todo el día del aniversario de su primer arribo a Tierra del Fuego, el 5 de septiembre de 1925. Todos los que fuimos alumnos de la escuela agrícola recordamos esa fecha, porque ese día no teníamos clases y podíamos levantarnos a las nueve. Todos los benditos 5 de septiembre Julius visitaba la escuela a las 11:30 en punto. Julius era bajito, delgado, de cara muy blanca, lampiño, con una nariz fina, filosa y ojos pequeños y hundidos, celestes. Caminaba y hablaba rápido. Hablaba bien el español, aunque se le notaba el acento, en especial cuando subía el tono. Pero se le notaba poco. Nos formaban en el patio interior. Entonces Julius nos saludaba y nosotros le respondíamos fuerte y claro. Luego, a los de la primera fila, nos daba una palmada suave en la cara y nos restregaba las orejas, para quitarnos el frío del patio. Siempre traía una buena noticia; instrumentos nuevos para el laboratorio, que estaban por llegar desde Santiago. O una segadora canadiense. U overoles térmicos. O leche reforzada con complementos vitamínicos. Era nuestro benefactor. Entonces se elegía a uno de nosotros como alumno destacado, para recibir de sus propias manos un obsequio, una distinción que casi siempre era un libro acerca del desarrollo agropecuario en el mundo. Un ladrillo que nadie leía, pero que imponía sus tapas gruesas, sus letras en dorado y sus fotografías en colores. Una vez me tocó a mí. Me sentía una superestrella. Luego Julius se metía en el laboratorio con el padre Severdey y el señor Cherubini, nuestro profesor de Ciencias Naturales y Química, y ya no salían de allí. En el laboratorio tenían clases alumnos del último año, aquellos que tenían notas más altas. Eran los privilegiados, los ungidos. El laboratorio era el área restringida de la escuela; allí estaba el instrumental delicado, los registros y archivos de los experimentos, quizás los más avanzados del país en aquella época. El padre Severdey y el profe Cherubini juraban que así era. Ese laboratorio era su orgullo. Y alimento para nuestra fantasía. Imaginábamos que allí ocurrían cosas de ciencia-ficción. De película de ciencia-ficción. O algo parecido. Pero lo cierto es que allí, desde 1968, había comenzado un programa de experimentación para el aumento de la producción de lana y carne de oveja en Tierra del Fuego. Nuestra escuela, la escuela agrícola Las Mercedes, era famosa en Chile. Habían hecho reportajes para diarios nacionales y para dos canales de televisión. Éramos la joya de la isla. El orgullo de nuestros padres. Todos nos sentíamos en deuda con Julius, aunque nadie lo dijera. En algunas épocas del año, su figura era clásica por las calles de nuestro pueblo. Pintoresca. Querida. Julius siempre andaba acompañado de su perra Stasse, una pastor alemán, bellísima. Eran inseparables. Esa perra eran los ojos de Julius.
Julius hablaba siete idiomas: alemán, español, inglés, italiano, francés, hebreo y siro. No fumaba ni bebía. Se veía atlético. Enérgico. A veces parecía mucho más alto de lo que era. Aparentaba unos 40 o 45 años. Tenía 70. Siempre se veía de un humor envidiable. O más bien, con una voluntad envidiable para enfrentar la vida, el paso del tiempo. Surgieron algunas leyendas con respecto a él. Habladurías. Por ejemplo, con eso del código que decían que tenía inscrito bajo la manga. Algunos llegaron a afirmar que Julius era un extraterrestre. Cosas de ese estilo. En realidad, daba risa oír los rumores acerca de Julius.
Uno no elige el destino. Le toca. Un día, terminando diciembre, don Armando, el auxiliar de la escuela, me buscó en los invernaderos y me dijo que el padre director quería verme al instante. Y cuando a uno lo mandaban llamar, uno iba. Qué iba a hacer a los doce o trece años. El padre Severdey te quiere en el refectorio ahora mismo, Antonio, me dijo. Tal cual. Cuando llegué estaba el padre Severdey con Julius en la oficina. Había tres alumnos más, de sexto de primaria. Yo, de primero de humanidades. El padre no anduvo con rodeos. Nunca lo hacía. Nos dijo que nos había mandado llamar porque éramos buenos, muy buenos alumnos. Los mejores. Tenía nuestros informes de notas sobre la mesa. En ese tiempo los informes de notas finales todavía se escribían con pluma. O al menos en nuestra escuela, en los informes y certificados, hasta en las libretas de notas, se usaba pluma. Me gustaba verlos escritos así. Esos trazos imponían respeto, seriedad. El padre dijo que los cuatro merecíamos un buen futuro y que ese futuro estaba fuera de la isla. Que debíamos seguir estudios, adelantarnos, para después regresar a la isla si queríamos o podíamos, aunque él estaba seguro que lo haríamos. Apostaba su cabeza a que regresaríamos, pero ahora convertidos en otra cosa, en hombres de bien, en hombres útiles. Por esa razón estaba nuestro benefactor esa mañana allí con nosotros, porque él nos ayudaría a lograr nuestras metas. Nosotros estábamos mudos, apenas si respirábamos. Hechizados. Julius habló poco, pero sus palabras pesaban. Dijo que de seguro no queríamos terminar de ovejeros o de esquiladores, viéndoles el culo a las ovejas. Habló así en el refectorio. Agregó que hablaría con cada uno de nosotros por separado y luego con nuestros padres. Nos aseguró que él tenía los medios para ayudarnos a ser mejores hombres, que lo merecíamos, porque éramos trabajadores, disciplinados. Que teníamos otra cabeza. Que pondría las manos al fuego por nosotros. Yo estaba emocionado. Y en blanco. Y también un poco asustado. Todavía era chico. Cuando habló conmigo esa misma mañana, a solas en el refectorio, me dijo que yo tenía toda la traza para ser militar, un suboficial mayor. Fui el segundo en hablar con Julius. O mejor dicho, el segundo de los cuatro escogidos al que Julius le habló del futuro. De lo que conversó con los otros tres, no supe nada. O no quise. Y si alguna vez lo supe, lo olvidé. De los otros tres me he olvidado hasta de sus nombres. En serio. Y en esta historia, como usted sabe, mi destino es el que importa.
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