Pavel Oyarzún Díaz - Será el paraíso
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Cuando salimos del pasaje, tras los primeros diez o quince pasos, Pedrito giró hacia mí, lanzó al aire el nombre oficial de esa culebra, con un vozarrón que no le conocía, y luego habló otra vez de la fama que le colgaban. Después dijo que hasta hace unos años ese callejón llevaba el nombre de un cura: José María Beauvoir. Fue la primera vez que oí hablar de Beauvoir. Recuerdo que Pedrito le echó sus bendiciones al hombre e incluso alzó un poco más la voz, cuando recalcó su piedad con los indios onas, para la fiebre del oro, durante la cacería de indios. Pero decidieron borrar el nombre de Beauvoir y bautizaron el pasaje con el nombre de Esteban Capkovic. ¡Qué se va a hacer!, clamó Pedrito directo al cielo. Esteban Capkovic era el ídolo máximo de pueblo. Un mártir del automovilismo. De la categoría turismo carretera. «Muñequitas de oro» –así era llamado Capkovic por todo el mundo, en la isla– había muerto en una fatídica curva, en el tramo Valdivia-Temuco, cuando iba puntero, defendiendo los colores de Puerto Porvenir, de toda Tierra del Fuego. Una vez trasladados sus restos, todo el pueblo exigió que alguna calle llevara su nombre. Vox Populi, Vox Dei . De este modo, la evangelización cedió paso ante la categoría turismo carretera. Cómo cambian los tiempos, mascullaba Pedrito. Negaba con la cabezota. Finalmente sonrió, aunque eso fue el despunte de lo que podríamos llamar una sonrisa triste.
Seguimos por Muñoz Gamero hasta llegar a Magallanes 186, sin desvíos. Vimos tres transeúntes. Todo un récord. Uno, en sentido contrario, por la vereda de enfrente. El tipo, de unos cuarenta años, erguido, pecho de paloma, no nos miró, o si lo hizo fue con un gesto imperceptible. Iba vestido como en los años ’30. Con botines y bombín. Creo que hasta con bastón. Pedrito y yo reímos, pero por lo bajo, estilo subterráneos de la libertad o algo así. Luego, dos más que a la distancia –50 metros– vimos cruzarse, aparentemente mudos, en la esquina de Magallanes y Savio. Uno, en dirección de la plaza; el otro, hacia el cementerio. Ambos sin detalles dignos de mencionar. Sombras nada más… Y ninguna mujer a la redonda. En absoluto. Puede que alguna de ellas fuera por Loij, por la avenida Dresden. Por Bohr tal vez. Pero en esa ocasión no detectamos ninguna.
Llegamos al 186. Antes que Pedrito aporreara la puerta con su manaza cuatro veces seguidas, se detuvo y me dijo alzando la cara al cielo: en invierno esto se llena de ovnis, compañero.
–¿Cuándo llega Gromiko?
–En dos días. Quizás tres.
–Saldrán en camioneta hacia Cameron el 5 o 6 de marzo, por la mañana. O por lo menos llegarán cerca de Cameron, a diez kilómetros. Eso ya está conversado. Es un lugar llamado Malasangre. Será la primera caminata de la campaña, compañeros.
–No. No será la primera caminata. Antes de partir, Gromiko quiere ir donde el compañero Pardo. Quiere que Santiaguito tome el peso de la historia, ¿me entiendes? No quiere que se duerma o que se vuele. El chico es de buena madera.
–Está bien. No tendrán que caminar mucho. Pardo está aquí cerca, a un par de kilómetros. El viejo Gromiko no cambia un átomo.
–¿Y qué pasa con los sapos? ¿Dos, tres?
–Son dos. Pero no pasa nada con ellos. Uno es Torres, que sigue siendo el borracho de siempre. Vive metido en el puterío. Es el único lugar donde saca su Taurus, para jugar a los cowboys . Allí se hace el valiente, el malo. El otro es Solorza. Ernesto Solorza. Milico. Suboficial. Tú no lo conoces. Es un pendejo de Santiago o de Conce. Es un mamita. Siempre tiene frío. Casi nunca sale a las rondas. Pero, como sea, hay que tener algo de cuidado con él, con su cara de buena persona. Aunque también con el perro viejo. Tú sabes.
Ninguno de los dos me tomaba en cuenta. Hablaban como si yo no estuviera presente. Gastón, esta vez con la cara limpia, sin pintura de guerra, hablaba en un tono plano, soporífero. No poseía nada notable. Era un cincuentón más. Algo panzón y calvo, de dientes grises, manos muy oscuras y dedos gruesos que contrastaban con la palidez de su cara. Por lo demás, mantenía las manos quietas sobre las rodillas, como si estuvieran pintadas. Tampoco expresaba nada con el rostro. Pedrito, en cambio, fiel a sí mismo, sonriendo y charlando al mismo tiempo. Nada curioso. Yo resistía aquel episodio como podía. Cada tanto me borraba. Me fugaba. Incluso, en un segundo me borré al extremo de dejar de oírles. Sencillamente, no les oía un solo murmullo. Parecía una película muda. Luego regresé a este mundo. Entonces decidí romper con la escena. Me puse de pie y me metí en el taller de arquería de Gastón. La puerta de vidrio catedral, de dos hojas, estaba abierta. Ese túnel me llamaba. En el fondo de la sala había un ventanal, a todo lo ancho, de donde se veía la bahía y el lomaje de la llanura. Daba frío mirarlos. Bajo el ventanal, a los costados, cerrando la sala, había tres mesones de trabajo. Allí estaban los arcos y flechas de Gastón. Los carcajes, hechos de piel de lobo marino. Los astiles, los vástagos, los emplumados. Las puntas de flechas, serradas y lisas, de obsidiana negra o verde; cuerdas hechas de tendones de guanaco, de las patas de un guanaco, que alisaba y trenzaba con los dientes, al antiguo estilo selknam. Una verdadera colección de boleadoras de distintos tamaños, con y sin surco, que había recolectado por toda la llanura y arenales posibles: boleadoras voladoras, de alta precisión. Lanzas y dardos de ñire y de lenga, más tres puñales de piedra. Y mantas curtidas por él mismo, de cuero de guanaco, de coruro, de zorro colorado. Más tres morteros de piedra, un par de raspadores. Hondas. Punzones de hueso. Y cuencos, llenos de una arcilla granate que él llamaba ákel, para preparar pinturas de caza, de ceremonias. De verdad que Gastón hacía un buen trabajo. Una faena excelente. Alisaba y curvaba vástagos con fuego. Pulía piedras. Trenzaba con maestría. Hacer un emplumado es un arte, porque es el timón de la flecha que hace girar el astil y le otorga dirección al disparo. Aunque todo depende si es un proyectil para guanacos o aves al vuelo, comentó Gastón, tomando uno y examinándolo contra la luz de la ventana. Miraba aquella flecha como si fuera el Santo Grial. Perdía los ojos en ella, emocionado. Dijo que los selknam tenían una mira telescópica en el ojo, un pulso de precisión milimétrica. Gastón inflaba el pecho. Estas son mis joyitas, agregó, ahora alzando puntas de flecha negras: están hechas de lajas de meteorito. No están a la venta. Nunca. ¿Ves cómo todo en el Universo está conectado?, exclamó Pedrito ahora sí a punto de desbordarse y salir volando. Creo que está de más decir que todos esos nombres de armas y utensilios los aprendí de boca del propio compañero Gastón. De su propia boca india. Porque Gastón parecía más un indio ona que un comunista.
Dejé la puerta de mi taller abierta. Lo hice adrede. Algo conozco del corazón de los cachorros. Sabía que Santiaguito no se resistiría ante esa boca abierta. Nadie se resiste. Ninguno. Cuando se levantó y partió hacia los mesones, Pedrito ni yo le miramos. Le di una señal al Duende. Una contraseña secreta. Y seguí al cachorro, de refilón. Más tarde, cuando lo vi mudo mirando por la ventana, le di una pequeña lección de arquería selknam. Un curso rápido. Aunque antes, como he dicho, dejé que se metiera solo en ese mundo, que es mi mundo. Ese cachorro perdió el habla. Quedó detenido allí, mirando, rozando con la punta de los dedos aquellos útiles: los mantos, las piedras labradas. Pero a cualquiera le pasa. Es como cuando ves una fogata. Te quedas mudo, pegado con el fuego. Es que regresamos. ¡Regresamos! No sé si me entiendes.
*
Es la hora del desayuno. Sentado frente a mí tengo a Gromiko.
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