Pavel Oyarzún Díaz - Será el paraíso
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Sarmiento 260, esquina José Bohr. Llegué a esa pensión sin mayor dificultad. Uno de los pasajeros me indicó el lugar. Incluso me acompañó durante las dos primeras cuadras, donde comenzaba el poblado, una explanada baldía a la que llamaban Pequeño Páramo. Con el tipo casi no hablamos. No recuerdo nada de él, salvo su calva, su nariz aguileña de perfil y su mano enguantada señalando las cuatro calles que debía cruzar para llegar a la pensión: Brać, Ángela Loij, Misiones y finalmente Sarmiento, esquina con Bohr. Caminé las cuatro cuadras sin ver a nadie, ni siquiera un perro. Era un pueblo vacío. Mientras tanto podía oír los latidos de mi pulso, mis pasos, el rumor del oleaje. Iba con una palabra incrustada en la cabeza, en letras de molde: desolación. El sol del mediodía espejeaba en las ventanas de las casas. En tres o cuatro ocasiones creí ver algún movimiento tras las cortinas y los visillos, entonces giraba la cabeza, pero solo encontraba el reflejo del sol en los vidrios. Era algo inquietante. Amenazador. Me sentía vigilado. Fichado.
Cuando llegué a Sarmiento 260 me recibió la dueña de la pensión, de quien no podría decir gran cosa, salvo que era una mujer extremadamente delgada, funeraria, de pelo corto, entrecano, de unos 40 o 45 años. Tenía una voz ronca y ripiosa, de pucho. Doña Gina –se llamaba Georgina Ugarte– me llevó hasta mi celda a través de un pasillo estrecho, apenas iluminado por la luz de un ventanuco del fondo. Tercera puerta, mano derecha. La habitación que ocuparía, por tres mil pesos mensuales, me recibió con olor a encierro: una mezcla de olor a ropa húmeda y cenicero. Y un poco de olor a matadero, quizás. Aun así, en ese preciso instante decidí no salir y quedarme en la celda hasta el día siguiente. Arrojé el bolso a los pies de la cama, que estaba pegada a la ventana. La otra cama sería ocupada por el Duende. Así lo decidí, también en ese preciso instante. Todavía sentía el estómago algo encogido. Quizás debía dormir un poco, soltar los músculos, blanquear el magín. Eso pensé. Pero no pude dormir. Me mantuve sepultado en esa cama de media plaza mirando el techo, pensando en la misión. En la campaña.
En un par de días llegaría Pedrito. Y una semana más tarde lo haría Gromiko nada menos, el gran jefe bolchevique, recién ingresado al país por un paso clandestino. Fecha aproximada del famoso ingreso clandestino: 15 o 16 de enero. O tal vez el 20. Por ahora no importaba el número, pero era una fecha roja. Sería un día memorable. Luego pasé a Marcela, a su recuerdo ardiente que me quemaba el pecho. Quería tenerla conmigo. Estábamos juntos desde hacía dos años. Nos amábamos. Eso creíamos. Eso jurábamos por nuestros huesos, por nuestros propios pasos. Pero no todo eran promesas y arrumacos, porque en la nostalgia también la daba curso a mi tango. Quiero decir que también recordaba nuestras trifulcas, con llantos al amanecer y todo. Pudimos haber estado mejor. Pudimos haber sido moderadamente felices. Eso me repetía en mi celda, entre dientes y sudores fríos. Pero estaban mis celos de por medio. Creo que era casi un celópata. De la nada, cada tres meses, caía en el pozo del delirio y mortificaba a Marcela con su pareja anterior; en realidad, con sus tres parejas anteriores. Era una locura. Me comportaba como un sicótico. Mi sicosis tenía dos variantes: 1) No le hablaba, o le hablaba poco y de una forma despectiva, que iba in crescendo, hasta llegar al dolor. 2) La interrogaba acerca de aquel o aquellos mugrosos guarangos que tuvo en su vida, entre sus piernas, hasta exigirle detalles. Creo explicarme. Después caía en el marasmo de la culpa. De pronto quería arrancarme el pelo de tanta paranoia. De tanta culpa. Y de vergüenza. De verdad... No obstante, encontraba alivio o perdón en algún desvío de ojos, o en el despunte de un dolor de muelas, o en cualquier minucia. Y le pedía perdón a una Marcela imaginaria. Inalcanzable. Esa fue mi rutina.
Pero en algún momento, durante aquellas primeras horas, sacudí la testa con fuerza de un lado a otro, para expiar mi falta, pensando en no caer de nuevo en delito, en llenar de amor a Marcela en cuanto la tuviera a un salto de corazón, a pesar de los riesgos de la clandestinidad, porque ella también tenía un puesto en esta lucha. Marcela vendría a Puerto Porvenir, con la chapa de trabajar en la biblioteca municipal. Estaba convenido. Aunque, en realidad, sería correo del Partido en caso que Gastón cayera en manos del enemigo. Marcela no era militante –nunca quiso militar–, pero era simpatizante, y ayudista, cuando podía. Recuerdo muy bien que cuando hablamos del asunto, es decir, cuando le propuse esta aventura revolucionaria, llena de peligros, aceptó de inmediato, sin un solo temblor de boca. Creo que eso la retrata de cuerpo entero.
Desperté a las 5:30, sobresaltado. Era como si la llegada de aquel día me tirara del cuello, de los cojones. A las nueve en punto debía estar en casa de Gastón, mi contacto rojo, en Puerto Porvenir. Gastón era un hombre clave en la campaña. Incluso así le llamó Gromiko : hombre clave . Quise aquietarme un poco, para no adelantar mi primera salida a la calle. Decidí leer. Había llevado una antología de poetas del sur de Chile, que no había tocado. A pesar de todo ese cuento lárico , hablo de la bruma, el rumor de lluvia, la grisalla que me traían esos poetas con sus versos de cielos nublados, no logré aquietar mis pulsaciones. Entonces dejé de leer. Esperé que llegase la hora. El reloj de mica con números romanos que tenía sobre mi cabeza, pegado en la pared, fue marcando aquel tiempo fúnebre, minuto tras minuto. Pegaba duro el maldito.
Salí a las calles desiertas de Puerto Porvenir. Hacía un frío polar. Doña Gina, en un dibujo de muy escasas y medidas palabras, me indicó el trayecto. Pensé que esa mujer, de tan flaca que estaba, medía cada palabra para no desmoronarse y quedar convertida en un puñado de polvo. Le dije que quería ir a conocer el cementerio municipal, máxima atracción del pueblo. Antes de responder se quedó observándome con una mirada glauca y punzante. De verdad que me inquietó la insistencia de aquel enfoque. Fueron apenas cuatro o cinco segundos, pero me pareció mucho tiempo para sostener la mirada de una muerta. Un tiempo desmesurado. Miré el reloj de la pared. Fuera como fuere, debía tomar en línea recta la calle José Bohr en dirección del cementerio, que podía ser visto desde cualquier lugar del pueblo y la bahía. Aquel camposanto había sido emplazado, estratégicamente, sobre el punto más alto del lomaje, con forma de media luna, flanqueando las casas en el noroeste. Era una especie de faro o algo parecido. Anduve cuatro cuadras, hasta llegar a la calle Magallanes. Por momentos creí que caminaba en dirección del polo, aunque iba bien protegido contra esa ventisca de la mañana: abrigo de paño grueso, largo, antibalas; jeans nuevos, americanos, comprados hacía sólo una semana; botas de cuero forradas; shavka, más un pucho sin filtro. Aquel era todo mi equipo de guerra.
Llegué a Magallanes 186. Punto rojo. En el trayecto me crucé con habitantes, cuatro o cinco, que tomé por sombras, o por zombis derechamente. Entre ellos una mujer que caminaba rápido, con pasitos cortos, que avanzó a mi lado sin mirarme, con los ojos pegados, al parecer, en las aguas de la bahía, como si quisiera desaparecer en ese cuadro. Parecía estar bajo hipnosis.
Durante todo el camino volví a sentirme vigilado desde las ventanas, a creer que me respiraban en la nuca. Pero esta vez fue una sensación aún más potente, porque ahora pensé en los agentes de seguridad, en los sapos, en los «orejas», como llamaban en Nicaragua a los soplones de Somoza. Pero finalmente llegué, manteniendo el paso firme, cortando el viento con la cara, como se dice. Toqué a la puerta. Esperé. Resoplé. Por instinto busqué otro pucho. No di con ninguno en mis bolsillos muertos. Cuando estaba a punto de insistir, el camarada Gastón, mi contacto rojo en el pueblo, abrió la puerta. Fue un momento inolvidable.
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