Pavel Oyarzún Díaz - Será el paraíso

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En una misión de resistencia a la dictadura, tres militantes comunistas emprenden una campaña de reclutamiento, tras ello viven y sufren acontecimientos que convierten el noble propósito en una aventura desmesurada.

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Llegó a la hora. Puntual como un verdugo. Yo lo esperaba. La verdad es que estaba algo ansioso, algo nervioso también, desde que me llegara el mensaje del Partido. Un mensaje de puño y letra de Gromiko, ni más ni menos. Santiaguito, al verme, se asustó. Le abrí la puerta con la cara pintada, al estilo selknam. Yo era Shoort , el espíritu de piedra.

Santiaguito me pareció un cachorro de veinte, muy flaco, con un abrigo negro que le quedaba grande y un gorro ruso de piel hasta las orejas. Estilo Ulianov, le dije indicando su gorro. No respondió ni sonrió. Nada. Estaba congelado. Tenía miedo. Desde entonces le llamé así, «cachorro»; nada de Santiago aquí, Santiaguito allá. Tampoco nunca le llamé Poeta, como le decía a veces Pedrito e incluso hasta el propio Gromiko. Cachorro me pareció un término más cercano. Más exacto, si se quiere. A él parecía no molestarle que le llamara así. Pero volvamos a ese primer minuto. El minuto cero. Antes de hacerlo pasar le advertí que en casa no se fumaba. Tienes cara de vicioso, le solté. El cachorro esta vez sonrió un poco. Vas a entrar a un verdadero templo: el mundo secreto de los selknam.

En realidad lo estaba calibrando, como se dice. El pibe me hizo caso, porque sacó la voz para decirme que no fumaba. Yo lo miraba fijo. Él rehuía mi mirada. Pero finalmente habló. Eso es lo importante. Fue bastante claro. Usó pocas, poquitas palabras. Estaba bien instruido. Se le notaba la escuela del Partido. Yo lo dejé venir, como es lógico hacerlo. El cachorro me habló de la Dirección Regional, de la campaña, de Pedrito, de Gromiko. Fue corto y preciso, y con voz de pájaro. Claro que yo estaba en mi elemento. Estaba en mi casa, en mi taller. Él estaba en otro paisaje. Tan solo conocía mi nombre y algo de mi prontuario. Tres o cuatro señales. Algunos hitos. No mucho, como indica el manual del militante clandestino. Era gracioso después de todo, porque ese cachorro se entregaba a mí a ciegas y de espaldas. Confianza total. En cambio, yo sí que sabía casi todo de él. Me refiero a sus antecedentes bolches . Su linaje rojo. Creo que yo sabía más de su abuelo Santiago que él mismo, su segundo nieto. El abuelo, por cierto, un gran comunista. Gran señor y rajadiablos, como se dice; fundador del Partido, perseguido en los tiempos de González Videla, preso en Dawson, exiliado en la Alemania Federal, en Dusseldorf. O en Hamburgo. Definitivo, fue en Dusseldorf. Pero en toda esta historia, un detalle: me llamó la atención que ese cachorro fuera tan blanquito de piel. Casi transparente. De verdad. Él debía ser más oscuro. Lo digo porque se llama Macías. Santiago Macías, como su abuelo. Ese apellido viene del nordeste de África. Creo que es un apellido bambara. Una gran tribu.

Después, lo solté. Le ofrecí desayuno. El cachorro aceptó enseguida. Comió como un salvaje. Café con leche, huevos, pan de casa. Y pudín de pan. Cuando por fin terminó le dije que podía fumar. Que no me molestaba el humo.

*

Un tour por Puerto Porvenir

Nada más llegar, apenas dos días después, el Duende irrumpió en la habitación. Yo estaba en cama, leyendo. Se plantó ante mí y me ordenó que saliéramos de inmediato. Que me veía mal, agregó, sacando una vocecita delgada y afónica, inclinando su cabezota como si quisiera ponerse a orar. Luego recuperó los pulmones para anunciarme que de continuar bajo encierro, fumando todo el día, iba a terminar en los huesos y escupiendo polvo. Polvo + cenizas. Y colillas. Y ceniceros. El Duende sí que entró a saco en mi habitación. Apenas si recuerdo verlo arrojar su mochila, con gesto de basquetbolista, sobre el camastro. Fue una escena veloz. De minuto y medio en total. Toda esa premura me obnubiló por completo. Era la voz de Pedrito. Aquella silueta desproporcionada, braceando y cabeceando, dándome órdenes –¡en tiempo 1!, ¡en tiempo 2!, ¡en tiempo 3!–, hizo posible que no registrara, durante un solo segundo, el aspecto real del Duende. Recién cuando estuve con él, en la calle, pude enfocarlo con cierto sosiego. Y lo que vi me espantó. Aquel, sin duda, sería el paseo de los huerfanitos. Debut y despedida de la campaña de reclutamiento. Adiós «Tierra del Fuego ’84». Nos ficharían en la primera cuadra, pensé. Tal cual. En los primeros pasos.

La ruta era la siguiente: caminaríamos hasta la casa de Gastón, pero esta vez no en línea recta, vale decir, siguiendo la calle José Bohr. Pedrito no quería nada con la calle Bohr, nada con las líneas rectas. Quiero que conozcas un lugar, me dijo con un tono cristalino. Es la única calle con historia de Puerto Porvenir, agregó. Pero es una calle que mete susto de noche o tarde-noche. O de madrugada, sonrió el Duende. Entonces pensé en una calle o zaguán de putas, una calle roja o algo así. Quizás la calle de la morgue. Sin embargo, ahora que tenía los ojos limpios y la cabeza despejada, la famosa calle del miedo me tenía sin cuidado. Para mí, en todo minuto, la ecuación era miedo = enemigo. Eran los sapos, los agentes. Era una cámara de torturas. Eran el teléfono , el submarino , la parrilla . Por tanto tomaba el peso de la aventura. Aquilataba esa ruleta rusa que era ir, con Pedrito a mi lado, por calles que se me antojaban llenas de ojos, de francotiradores. Iba con un duende de un metro cincuenta, cargando con una cabezota que equivalía al 30% de su cuerpo. Una escafandra desnuda, a la vista de cualquiera, con sus orejas de paila, su talle, su bamboleo, cubierto con un poncho negro, de castilla, que le caía más abajo de las rodillas. Alguna vez en la llanura, o quizás en el valle de los bloques erráticos, Pedrito me contó que ese poncho de castilla era un regalo del último bandido de sierra Baguales, un tipo llamado Bernal, que se dio el lujo de morir en el monte, sin testigos, en un lugar donde sabía que nunca sería hallado. Desaparición total, como tiene que ser, compañero, se la jugaba diciendo Pedrito, muy orondo, mirando las estrellas.

Pero aquel es otro tiempo. Ahora estamos en la calle, bajo un cielo despejado, en Puerto Porvenir, a inicios de la campaña de reclutamiento. A dos días de ella. Con Pedrito, además, calzando botas de goma, como los ovejeros. No había posibilidad alguna de pasar inadvertidos. De simular un par de sombras cualquiera. En la primera salida ya vulnerábamos la regla Nº1 de la clandestinidad: fundirse con el paisaje, morir en él. Como dupla éramos un espectáculo público. Carne fresca para rapaces, para ventanas carnívoras. Aunque no debe creerse que solo culpo a Pedrito en esta delación. También yo ponía una impronta, una marca; quiero decir, con eso de ir vestido de abrigo largo, funerario, flaco, desgarbado, pálido como lápida, con cara de frío o de abandonado, fumando hasta las uñas. Éramos el dúo de la muerte. Doble cero. Íbamos por una galería de puertas y ventanas que eran miras de precisión, radares. O por lo menos eso sentía en mi corazón. Le hablé a Pedrito de las ventanas, de aquella sensación que me tocaba el cuello, la nuca. El Duende sonrió y guardó silencio. Luego aminoró el paso. Pedrito sonreía sin mirarme. Le sonreía a las ventanas vacías. O aparentemente vacías. También a las puertas, a los enrejados. A los perros, que parecían perder vigor ante él. Recién después de unos cincuenta pasos, muy lentos, me aconsejó que no me enrollara con eso de las ventanas. Que no apretara el culo. Me aseguró que aquello de vigilar a los extraños era un deporte en Puerto Porvenir. En todas las cortinas hay un curioso, añadió. Hay un vigilante aficionado. Ya te acostumbrarás, tovarich. Tómalo como un paseo de domingo. Como un trekking , por los montes Urales. Algo así.

Vía dolorosa: de calle Sarmiento hasta la esquina de Misiones. Cuando llegamos, Pedrito me anunció el nombre de la esquina, como si yo no supiera leer. De allí, una cuadra hasta arribar a la calle del miedo. En realidad, la calle del miedo era un pasaje estrecho, sin pavimentar, sin un solo poste de luz, en sus sesenta o setenta metros de largo. Aquella serpiente de tierra cruzaba en diagonal, describiendo una curva abierta, hasta la calle Muñoz Gamero, que desembocaba, como todas las calles, de norte a sur, en Pequeño Páramo. Mientras recorríamos el pasaje Esteban Capkovic –su nombre oficial–, Pedrito, en marcha lenta, me dijo que era conocido como el «Túnel» o «Pasillo de la Viuda», porque allí, de vez en cuando, hacía sus apariciones la Viuda Negra, cuya especialidad eran borrachos y alucinados. Primero se les insinuaba a la distancia. A la luz del delirio. Se veía curvilínea. Calentona. Era la promesa de un polvo de película. El mejor polvo de sus míseras vidas. Entonces el alucinado se lanzaba tras ella y ella se dejaba alcanzar. Y allí terminaba todo. O comenzaba. El caso es que la Viuda Negra les comía el corazón y los ojos. Y les sorbía el seso. Era un túnel de apenas setenta metros, pero que de noche parecía un kilómetro. En un recodo, ella esperaba a su clientela, vestida de luto. Aguardaba, con paciencia de muerta, a sus pecadores, sus crápulas favoritos. Canallas y puteros. Jugadores. Infieles. Entonces se los llevaba. Y los dejaba babeando, contando nubes. O impotentes de por vida. O los liquidaba de un soplo en la oreja, en la nuca. También se les pronuncia a los pájaros nuevos, a los comunistas, soltó sonriendo el Duende. Yo no me reí. No me hizo gracia verle su bocaza al máximo, sus dientes amarillos. Tenía el estómago débil esa mañana. Aquella sonrisa de Pedrito era una marca de nacimiento. Alguna vez me pregunté si el Duende habría llorado en su vida.

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