UNA HISTORIA POP
DE LOS VAMPIROS
© del texto: David Remartínez, 2021
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: septiembre de 2021
ISBN: 978-84-18741-16-6
Depósito legal: B 13108-2021
Diseño de colección: Enric Jardí
Diseño de cubierta: Anna Juvé
Maquetación: Nèlia Creixell
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
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David Remartínez
UNA HISTORIA POP
DE LOS VAMPIROS
Para Luis Martínez Utrilla,
por enseñarme a ser feliz con los ojos del pop
«Me comeré tu piel, me beberé tu sangre,
y así seremos para siempre inseparables».
FANGORIA
INTRODUCCIÓN
TU CUERPO EMPIEZA A TEMBLAR
ARCO CRONOLÓGICO
1. ¿QUÉ ES UN VAMPIRO?
2. EL CONDE DRACO
El vampiro deja de dar miedo y el ser humano se vuelve un personaje aterrador
3. BELLA
El vampiro olvida a la muerte, que siempre le ha acompañado, y seduce a los adolescentes
4. LESTAT
El vampiro supera la condena de la sangre y reivindica la juventud
5. CASSIDY
El vampiro mata a dios y se hace definitivamente estadounidense
6. LA CHICA
El machismo hace viejo al vampiro y una mujer perdona a Drácula
7. MARCELINE
El vampiro conoce la bondad gracias a la solidaridad femenina
8. EVE
El vampiro descubre otros placeres, gracias a que las chicas recuperan el suyo
9. FERNAND
El vampiro se enamora de otras formas distintas a la de Coppola
10. ÁGATHA
Drácula entiende al fin el significado de la vida y se vuelve realmente inmortal
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
TU CUERPO EMPIEZA A TEMBLAR
No recuerdo en qué momento decidí que quería ser un vampiro, pero sí recuerdo cuándo descubrí el placer del miedo. Mis padres nos prohibían ver Mis terrores favoritos , el programa de Chicho Ibáñez Serrador, secuela de Historias para no dormir , que se emitía a principios de los años ochenta en Televisión Española anticipado todavía por los rombos que clasificaban los programas excitantes, o sea, los que calentaban la sangre, allá donde anduviera. Yo tenía diez u once años y por tanto quedaba inmediatamente excluido de aquella programación peligrosa.
En cuanto empezaba la sintonía, les daba el beso de buenas noches a mis progenitores y simulaba que me acostaba, tapándome y apagando la luz, sin despertar sospechas, pues de crío era obediente, y algo lelo. Pero en cuanto escuchaba que mis padres entornaban la puerta del salón, me escabullía de la cama y me emboscaba en el pasillo, sentado, mirando por la puerta entreabierta a una distancia lo suficientemente prudente como para, nada más notar que mi padre o mi madre hacía ademán de salir, levantarme raudo y regresar de puntillas aceleradas hasta mi cuarto. Cada semana, con esa doble excitación de asustarme solo en un corredor oscuro y de ser pillado in fraganti , me sentaba con las piernas entrelazadas en aquel suelo fresco que ahora conservo como uno de los detalles más vivos de mi infancia, y seguía las películas que elegía Ibáñez Serrador con los ojos helados. Seguro que tú guardas algún recuerdo parecido. El mío es un culo frío.
En aquellas noches furtivas, deteniendo con las manos la emoción que se me escapaba por la boca cuando el monstruo o el marciano alzaba los brazos, descubrí el placer del miedo, esa inquietud dulce y nerviosa a la vez. Ese gustazo de sentirte alerta con los músculos tensos, la cabeza buscando explicaciones y el corazón deseando que suceda algo. Regresar al cuarto escopeteado en cuanto aparecía el The End , meterme en la cama sin encender la luz, ser incapaz de cerrar los ojos y aguardar una amenaza que me hubiera perseguido hasta las sábanas desde la televisión, o más bien desde la fantasía que la tele había despertado en todo mi cuerpo. Confundía las sombras de la ropa sobre la silla con la silueta de alguna criatura deforme, como las que luego imaginaría con Lovecraft y que, al igual que con sus relatos, mi imaginación encendida formaba sobre la marcha.
En aquella afición por el terror ficticio conté con el empujón de mi tío Luis, hermano de mi madre y veinteañero durante los años ochenta. Luis nos cuidaba algunos fines de semana a mis hermanas y a mí haciendo de canguro cuando mis padres salían de noche. Otras veces me quedaba a dormir con él en casa de mis abuelos, en un cuarto con una cama junto a la cual mi tío pegaba un sofá pequeño y estrecho, pero suficiente para acostarme... y hablarme con malicia en la penumbra. Una de sus diversiones era contarnos historias de miedo a los sobrinos y reírse a mandíbula batiente escuchando nuestros chillidos, que incluso llegó a grabar en alguna casete, en un hábito ciertamente inquietante.
Conforme fuimos creciendo, Luis cambió los cuentos por las películas, ayudado por los primeros reproductores de vídeo que mi padre compró en Andorra para la tienda de discos, pues mi padre por aquel entonces tenía una tienda de discos de tres plantas, preciosa, en la que Luis trabajaba como dependiente. Luis era un ser pop en una época donde no sabíamos qué significaba tal condición, que además conllevaba mucho trabajo. No existía internet, la vida era analógica, los vicios y la sensualidad llegaban de importación. Mi tío se agenció otro reproductor para aquel cuarto modesto pero lleno de tesoros, y con él consolidé mi afición al terror en largas noches de masacres y platillos volantes. Me veo en ese pequeño sofá con los ojos como platos siguiendo la frenética secuencia final del primer Drácula de la productora británica Hammer, cuando Peter Cushing se arroja sobre los inmensos cortinajes de la estancia donde ha arrinconado al Príncipe de las Tinieblas para que el sol acabe con él. Mi amor eterno por Cushing y Christopher Lee quedó sellado en ese momento en el que me quedé sin aliento.
No fui consciente hasta la adolescencia de que el miedo de ficción me hacía disfrutar tanto como el romance o el humor. Una de las primeras reflexiones que recuerdo me asomó precisamente en la tienda de discos, cuando una señora entró pidiendo el elepé de Thriller para su hijo, que la acompañaba pegado con timidez a sus faldas: «Quiero el disco, pero que no lleve la canción esa del miedo, porque no le gusta», indicó la mujer. Se refería obviamente al tema que dio popularidad y nombre al mejor disco de Michael Jackson, que a su vez es probablemente el mejor en la historia del pop. El chaval quería Thriller sin Thriller .
Mi padre intentó explicarle a aquella madre protectora que era imposible comprar el disco sin la canción principal, que podía llevárselo y no pincharla nunca, pero no extraerla. Sin embargo, el crío se negaba con un mohín de refunfuño a tener siquiera cerca esa música del demonio, porque había visto el videoclip y le había amargado la existencia. Recuerdo mirar a ese chaval, que no era mucho menor que yo pero al que el pánico y la vergüenza menguaban; y recuerdo sentirme afortunado, porque precisamente para mí lo mejor de Thriller residía en su dualidad: luz en el tocadiscos y oscuridad en la pantalla, baile de discoteca y danza macabra. Al final, mi padre le vendió todos los singles y maxisingles en los que CBS había desgajado el elepé y el chaval salió de la tienda aliviado con la portada de Billie Jean asomándole bajo el brazo. En lugar de una historia de suspense, se llevó la crónica de una negación de paternidad. A saber qué pensaría del trueque cuando se hizo adulto. Porque además, si guardó aquel vinilo, ahora posee un tesoro.
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