David Remartínez - Una historia pop de los vampiros

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Inmortal, sanguinario y… ¿tierno? El vampiro ha pasado de ser la criatura más terrorífica al icono pop que encarna las aspiraciones y disputas de la sociedad virtual, desde el neoliberalismo hasta el sexo digital. Los vampiros del siglo XXI ya no son lo que eran. Drácula ha sido superado por adolescentes atribulados como los de Crepúsculo . El vampiro contemporáneo ha enterrado al conde maduro y ahora despliega juventud, placer, amor y feminidad, gracias a su capacidad para adaptarse a los tiempos frenéticos que le ha tocado vivir. El monstruo ha asumido las incongruencias de los humanos, mientras el mundo, con sus crisis económicas, conflictos políticos, redes sociales y pandemias, se volvía vampírico.Este libro analiza la metamorfosis del mito desde la leyenda del castillo de Transilvania hasta su reinterpretación animada en el cine. Los niños del pasado temían a los vampiros; los de hoy en día quieren ser uno. Y los adultos encuentran en su promesa de felicidad un refugio ante los empleos precarios, las relaciones tóxicas y las megacorporaciones que nos chupan la sangre a diario.David Remartínez, periodista y aspirante a vampiro, ofrece una visión sorprendente a través de las películas, series, libros y cómics más influyentes del género, ayudado por nueve criaturas que han resultado fundamentales en la transformación, desde el Conde Draco de Barrio Sésamo, hasta las vampiras actuales que le han dado otro sentido a los amenazadores colmillos.

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Lo que a mí realmente me molestaba del videoclip de Thriller —que John Landis realizó a partir de los efectos especiales con los que ganó el Óscar de 1982 al mejor maquillaje por Un hombre lobo americano en Londres — era otra cosa: aparecían licántropos y zombis, pero no salía ningún vampiro. Y sin vampiros, el miedo no era absoluto. Ningún otro monstruo reúne tantos atractivos ni tantas incógnitas; ninguno exige tantas explicaciones, que nunca son redondas.

El vampiro no está muerto pero tampoco vivo: es un no muerto , o sea un oxímoron. Es inmortal, pero puedes matarlo con algo tan simple como un palo afilado. De hecho, no existe siquiera un consenso sobre cómo acabar con él: estaca en el corazón, combustión total, decapitación... Los métodos de eliminación han variado a lo largo de los siglos, desde las leyendas medievales a las novelas, películas, tebeos o series de televisión. La cruz infalible que les hacía retroceder ahora les provoca risa. El agua bendita que antaño llagaba su piel resulta ridícula hoy. Entre otras cuestiones, porque ya no creemos en Dios. Dios ha muerto, como han muerto las ideologías, Michael Jackson, el sistema Betacam, el VHS y el cedé. Todo muere conforme el mundo da vueltas, y solo pervive lo que ha grabado a fuego su memoria en nuestras venas.

El poderoso vampiro que conocí en mi infancia ha sobrevivido mutando, no ya transformándose en murciélago o en niebla, sino siendo capaz de adaptarse al sol asesino, de vivir a plena luz del día y de alimentarse de animales o de sucedáneos de la sangre humana. Le ha ganado la partida al bien. Y a la par, paradójicamente, ha desarrollado una moral propia: el siglo XX alumbró también a los vampiros buenos, atormentados al principio por su condición demoníaca hasta renegar de su destino y acercarse al de sus presas. Desde que me sentaba en el pasillo, casi todos los atributos clásicos de la criatura han ido cayendo conforme fallecían las creencias y cambiaban los comportamientos sociales con el cambio de centuria.

¿Qué ha sucedido para que los vampiros hayan dejado de ser malos, para que hoy compitan con los héroes en muchas ficciones? Eso vamos a analizar aquí.

El vampiro, convertido en el siglo XX en un icono a partir de una parafernalia muy concreta, fácilmente replicable y memorizable con sus colmillos, ajos, cruces, capas y estacas, ha evolucionado gracias a una esencia lo suficientemente elástica para ampliar ese icono, adaptándose a las distintas décadas por las que este demonio bebedor de glóbulos ha transitado viéndonos morir. Hemos pasado de los condes maduros a los adolescentes caprichosamente atormentados; de los hombres ricos en castillos, a las chicas pobres que caminan solas por la noche. El vampiro ha cambiado la soledad por el romance, la oscuridad por la luz del día, la condena por la persecución del éxtasis; y ha ganado. Ha conquistado incluso a la infancia —la serie Vampirina o la saga Hotel Transilvania —, hasta el punto de que encontrarnos vampiros por todos lados. Nuestro amigo o amiga de caninos afilados encarna ahora las mismas aspiraciones y contradicciones de esta sociedad virtual, entregada al disfrute inmediato y a la par insatisfecha, tan orgullosamente instantánea como desnortada. Se ha convertido en un arquetipo de vida sin competencia, pues reproduce lo que tememos y lo que ansiamos. Todos podemos vernos reflejados en el vampiro, cuando antes ni siquiera se reflejaba él mismo.

Este libro explica ese tránsito desde el nacimiento del vampiro clásico, el que estandarizó Drácula , hasta su entierro por el nuevo vampiro contemporáneo, casi inabarcable porque son muchos vampiros y vampiras que representan todo lo contrario. Al vampiro clásico lo definían cuatro características globales: la muerte, como alegoría; la sangre, como adicción; el temor a Dios, como moral; y la masculinidad, como virtud. Era un producto del cristianismo, la Ilustración y el Romanticismo.

El vampiro contemporáneo, por contra, despliega juventud, placer, amor y feminidad; sus opuestos felices, nacidos del ateísmo, la democracia y el pop. Sin dejar de recoger, por supuesto, todos los nuevos miedos que han surgido por el camino. El vampiro ha sobrevivido a la desaparición de los antiguos monstruos al demostrarse lo suficientemente versátil como para absorber cualquier angustia que la sociedad iba pariendo, desde el desempleo hasta las drogas o las pandemias. Porque si antes simbolizaba la muerte, ahora encarna la vida con todas sus disputas. Los niños como yo temíamos a los vampiros; los de hoy quieren ser uno.

El problema para analizar a los vampiros es que no son los aztecas, no son una raza o civilización cuya historia pueda rastrearse a partir de datos objetivos, incuestionables. Cada vampiro y cada vampira son únicos en cierto modo, aportan algo que les distingue de sus semejantes. Como colectivo, ni siquiera pueden compararse con una religión, puesto que no disponen de unas reglas inquebrantables, unas sagradas escrituras que estandaricen sus características y comportamientos. Lo más parecido a un evangelio vampírico es la novela de Bram Stoker, que precisamente funde las tradiciones folclóricas, religiosas y artísticas de las que surgió el mito desde el siglo XVII, y en ese sentido, el libro también es un batiburrillo, probablemente el mayor nunca creado dentro del género. De ahí la elasticidad del conde transilvano para interpretarlo. De ahí la dificultad para acotarlo.

Además, el tránsito del vampiro clásico al contemporáneo ha sucedido bajo el prisma de la cultura pop, un proceso intelectual opuesto al ordenamiento académico, la historiografía rigurosa o la deducción científica. El pop atribuye significados colectivos a partir del cambio de contextos, sacando los fenómenos de sus quicios, en un proceso más evocador que intelectual, que admite la contradicción como parte de su lógica. Michael Jackson reúne múltiples excesos y también sus contrapuestos: el rey del pop y el ídolo patético. El joven hermoso y el adulto de apariencia aberrante por los abusos de la cirugía plástica. El niño y el pederasta. Todo, simplificado en una canción, en un videoclip; sobre una camiseta que, según el dibujo o el lema que porte, prioriza una faceta u otra del caleidoscopio que ha ido mutando al personaje, sin anular nunca las versiones anteriores, sino amontonándolas. Al final, cada cual entre el público elige lo que quiere ver tras Billie Jean , como decide qué cara poner ante la lata de sopa Campbell. En última instancia, al icono lo legitima o lo desautoriza el público, no los expertos o la crítica. Esa es la grandeza del pop.

Al vampiro, el rey de los monstruos, le ha sucedido lo mismo que a Jacko: ha ido incorporando significados paradójicos a su carácter, lo cual dificulta clavarle la estaca definitiva. Si cualquier biografía de un personaje célebre adolece del inevitable sesgo del autor, la semblanza histórica de una criatura ficticia, improbable, imaginada por millones de humanos con sus particulares aportaciones, se antoja imposible de abarcar por completo. Aunque el bicho fuera sintetizado en cuatro rasgos generales, cada versión, partiendo de ese canon sencillo, lo ha modificado. Ni siquiera Drácula, el personaje de ficción más representado en el cine junto a Sherlock Holmes —por delante ambos de Jesucristo—, escapa a la metamorfosis: los condes de la pantalla se asemejan como parientes, nunca como gemelos. Somos mi tío y yo compartiendo rasgos genéticos pero, sobre todo, una pasión, la que realmente nos hermana. Si congregases en torno a una mesa a Bela Lugosi, Christopher Lee, Gary Oldman y Claes Bang —mis cuatro dráculas favoritos—, se mirarían con recelo de cuñados hasta que alguien les plantara una jarra de sangre y pudieran brindar por su entusiasmo común. Porque naciendo del mismo bombeo, son totalmente distintos. Así, por cierto, se conforman las familias, que no son sino amistades supremas cuya actitud las ensambla por encima de sus diferencias, convirtiendo sus historias individuales en la misma.

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