David Remartínez - Una historia pop de los vampiros

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Inmortal, sanguinario y… ¿tierno? El vampiro ha pasado de ser la criatura más terrorífica al icono pop que encarna las aspiraciones y disputas de la sociedad virtual, desde el neoliberalismo hasta el sexo digital. Los vampiros del siglo XXI ya no son lo que eran. Drácula ha sido superado por adolescentes atribulados como los de Crepúsculo . El vampiro contemporáneo ha enterrado al conde maduro y ahora despliega juventud, placer, amor y feminidad, gracias a su capacidad para adaptarse a los tiempos frenéticos que le ha tocado vivir. El monstruo ha asumido las incongruencias de los humanos, mientras el mundo, con sus crisis económicas, conflictos políticos, redes sociales y pandemias, se volvía vampírico.Este libro analiza la metamorfosis del mito desde la leyenda del castillo de Transilvania hasta su reinterpretación animada en el cine. Los niños del pasado temían a los vampiros; los de hoy en día quieren ser uno. Y los adultos encuentran en su promesa de felicidad un refugio ante los empleos precarios, las relaciones tóxicas y las megacorporaciones que nos chupan la sangre a diario.David Remartínez, periodista y aspirante a vampiro, ofrece una visión sorprendente a través de las películas, series, libros y cómics más influyentes del género, ayudado por nueve criaturas que han resultado fundamentales en la transformación, desde el Conde Draco de Barrio Sésamo, hasta las vampiras actuales que le han dado otro sentido a los amenazadores colmillos.

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Para que el vampiro se humanizara ha tenido que incorporar también nuestros anhelos: la persecución de la juventud interminable, el hedonismo, la opulencia, o el sexo y los poliamores digitales. En una serie como The Vampire Diaries ( Crónicas vampíricas, de Kevin Williamson, 2009), que narra las desventuras de instituto de un grupo de adolescentes, podemos encontrar todas esas claves. Tras el romance de la humana Elena con los guapérrimos hermanos Stefan y Damon Salvatore, The Vampire Diaries describe los valores culturales de esta época. Hay vampiros buenos y vampiros malos, o vampiros atribulados por su condición y vampiros que se comportan como el capitán del equipo de fútbol americano, con su misma altanería y superioridad. Los roles tradicionales de cualquier cuento, reunidos en una criatura que con Drácula solo encontraba su sentido como paradigma de la maldad y el miedo, pero que ahora puede solazar cualquier fantasía, luminosa o pavorosa, de adolescentes y adultos. Y a la par, retratar su sociedad. Es la metáfora absoluta.

El vampiro, en definitiva, se ha puesto las botas, alzándose como un sueño de felicidad, capaz de combatir nuestros miedos y de proporcionarnos nuestros deseos. De encarnarnos en una versión superada de nosotros mismos. Los nueve vampiros que vamos a presentar lo han hecho, y su historia nos permitirá conocer la raíz de un mito que ha resucitado de su propia vida, así como las convulsiones sociales que lo han empujado, tanto en el pasado como hoy en día. Vamos con el primero, con el que lo cambió todo.

2

EL CONDE DRACO

EL VAMPIRO DEJA DE DAR MIEDO Y EL SER

HUMANO SE VUELVE UN PERSONAJE ATERRADOR

El miedo es algo normal, común, que paradójicamente vivimos como un sentimiento extraño, anómalo, incluso censurable. Desde pequeños nos acostumbramos a arrinconarlo, a negarlo, castigado como un reflejo irracional que revela una debilidad infantil. Sin embargo, el miedo es una de las emociones fundamentales que nos acompañan a diario como prueba palmaria de nuestro ingenio. Conforme crecemos va adoptando distintas formas, al igual que los monstruos numinosos de Lovecraft: el miedo ante un asesino cinematográfico en sombras no es el mismo que el vértigo a perder el trabajo, aunque partan de una raíz común, normalmente el sufrimiento. Un sufrimiento anticipado , pues el miedo aparece en realidad espoleado por los recuerdos y por la imaginación, por el pasado y por el futuro, por sensaciones que recupera la memoria o por un temor ignoto que ingenia tu cabeza: un dolor físico, un llanto por un amor perdido, la zozobra de no llegar a final de mes, la muerte de alguien querido o la invasión de la Tierra por miríadas de marcianos verdes y viscosos. Aunque nada de eso te haya sucedido realmente, el cerebro lo inventa.

Decía Eduard Punset que el hombre es el único animal capaz de aterrarse con su imaginación, de segregar las mismas sustancias químicas imaginando que le ataca un tigre que cuando realmente lo tiene delante. El miedo es un producto de nuestra inteligencia, y probablemente por eso seamos capaces de darle la vuelta y hacer que se ramifique hasta la punta del vello. Porque, en última instancia, el miedo es una emoción cuyo único cometido es mantenernos con vida, alejándonos del peligro.

Cada época tiene sus miedos, construidos a partir de las esperanzas y amenazas que sus gentes vislumbran; consensuados a partir de la imaginación dominante. Cuando yo tenía diez años, el vampiro todavía era una posibilidad creíble , vivíamos en una sociedad impregnada de la suficiente religión, de la suficiente superstición, como para que los reversos del bien divino fueran considerados plausibles. El bien necesita del mal para justificarse y explicarse; sin monstruos no existen ángeles, pues todos los extremos se construyen por oposición. El vampiro clásico le encajaba al pinrel del Papa —entonces, el mejor de los humanos— como el zapato de cristal al piececito de Cenicienta: si la sangre de Cristo purificaba, la de Drácula contaminaba; si Dios era la luz, el Conde encarnaba la oscuridad. El primero era una paloma, el segundo un murciélago. Jesús nos daba su sangre en copa y el transilvano nos secaba las aurículas. La mitología vampírica estaba edificada a partir de la teología cristiana, entonces única propietaria de las grandes metáforas, y la España de los años ochenta todavía acudía a la misa dominical como ocupación primera —e ineludible— en sus días de descanso. Amén.

Los chavales admitíamos la viabilidad del vampiro con la misma naturalidad con la que rezábamos de rodillas a la Virgen, porque nos habían educado en la certeza de los fantasmas piadosos y en su inmortalidad. Pero al inculcarnos el paraíso, los curas nos advirtieron del infierno, y en ese momento nos dejaron al borde del precipicio contemplando el susurro del vértigo. Hoy en día provoca hilaridad recordar que los vampiros nos parecían posibles, pero una de las discusiones más habituales en mi autobús escolar era la existencia de los ovnis. No de los marcianos, sino de sus naves, esos platillos giratorios que aparecían en las películas y —sobre todo— en las fotografías borrosas, escandalosamente manipuladas, de las revistas de esoterismo. El vampiro, como el ovni, era una figura difusa, y por eso mismo amenazante, ya que obligaba a nuestro cerebro a completar la información de la que carecíamos; a exprimir nuestra imaginación, que ante la falta de explicaciones solo encontraba peligros. Nos acaba de pasar con la covid-19.

Sin embargo, esa sociedad lineal y literal, con los caminos y los significados marcados, abandonó su prosopopeya de pizarra y púlpito durante el final del siglo. Liberada por la cultura pop, adoptó otros ídolos y demonios, abriendo vetas de libertad y diversificando las formas de ver la vida. Permitiendo otras imaginaciones distintas, sancionadas hasta entonces como blasfemas o, simplemente, pueriles. Podías dejar de creer en Dios y creer en Billy Wilder, como Fernando Trueba. O, a la inversa, podías dejar de temer a Dios y temer a Freddy Krueger. Las ideologías, cultos civiles, igualmente metafóricos, languidecieron también con la subasta de los pedruscos del Muro de Berlín, dejando triunfante al capitalismo, más práctico que utópico puesto que reduce los mítines a las dos dimensiones de un billete o de una tarjeta de crédito. Lo trascendente —la religión y la política— perdió el dominio de la alegoría, timón del pensamiento popular desde que nos metimos en una cueva, porque persuade por igual a ricos y pobres, a intelectuales e incultos, a párvulos y veteranos.

Con la llegada del pop, la frivolidad empezó a dominar la interpretación del mundo, pintarrajeando sobre fotografías en lugar de enmarcando lienzos de próceres y santos. El diseño gráfico tumbó al arte. El estribillo arrinconó al aria. Lo infantil y lo adulto intercambiaron significados: Elvis, el corruptor de la juventud, podía competir fotocopiado y coloreado con los arrobados cuadros de Bartolomé Esteban Murillo. Nuestra iconografía trascendental, nuestros ideales, salieron de los museos y de las bibliotecas y se pusieron a bailar.

En el ámbito del terror, los monstruos quiméricos dieron paso a los asesinos en serie y, en último término, a las series de asesinos y a los muñecos de las series de asesinos, agregando en cada salto una nueva dimensión. En ese camino del monstruo al psicópata y del psicópata al peluche —es decir, en ese camino en el que la ficción convirtió al ser humano en el peor de los monstruos—, un montón de vampiros chapados a la antigua murieron, incapaces de entender las mutaciones del miedo, sin recursos suficientes para amoldarse a la nueva imaginación. Nada lo ilustra mejor que la historia de dos vampiros diametralmente opuestos: Peter Steele, el vampiro real más famoso que ha conocido la música pop, y el Conde Draco, el trasunto del Conde Drácula de Los Teleñecos de Jim Henson.

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