Como tercer eslabón de la cadena, el Romanticismo, que básicamente surgió para despreciar a la razón, para incordiar al laboratorio ilustrado con versos desmesurados y reírse de la ciencia en poemas ebrios, eligió el terror como cauce para expresar las tribulaciones del alma humana, corriendo cortinas y abullonando sábanas allí donde los ilustrados pretendían arrojar una luz positiva. El Romanticismo siguió la agenda de la Enciclopedia para darle la vuelta, para reivindicar lo intangible, el alma y el genio, y refinó las pesadillas sobre resucitados que habían propagado los labriegos centroeuropeos cambiando a los personajes de los relatos —al cuñado campesino comiendo hormigas— por nobles, burgueses y abades, que conferían a las viejas historias una pátina artística, sublime, y también una moral acorde con el Imperio victoriano. Los vampiros se volvieron elegantes y limpios con el Romanticismo. Y decentemente perversos, pues nunca dejaron de temer al crucifijo.
Ese modelo fue el que Bram Stoker, finalmente, convirtió en canon en 1897, con un protagonista que recogía lo esencial de todas las transiciones: castillo, murciélagos, sangre, religión y, por supuesto, Transilvania. Los vampiros, a partir de entonces, fueron como los describía ese libro, que en cierto modo se convirtió en sagrado. Aparte de su compilación iconográfica, de sintetizar la literatura del subgénero, la segunda grandeza de la novela consistió en proporcionarle un nombre propio al monstruo, un apellido, un carácter; un ideal de tres sílabas que restallan en la boca: Drá-cu-la.
Bram Stoker creó al Rey de los Vampiros, aristócrata y fascinante, que encima portaba una coartada histórica al anclarse en la leyenda de Vlad el Empalador, cumbre de una alcurnia de guerreros-dragones enclavada en aquella parte de Europa que, para ilustrados y románticos, se difuminaba en el mapa. Si no existiera Drácula , si Bram Stoker hubiese fallecido antes de concluir su inconmensurable novela, los vampiros todavía vagarían como los zombis o los hombres lobo, una masa de especímenes asilvestrados a la que no dignifica ningún líder mundialmente famoso, ninguna obra magna. Zombis y licántropos no merecen ningún respeto intelectual, pues la sustancia de su condición permanece anclada en el zoo, en la brutalidad, relegados normalmente como personajes secundarios. De igual forma, sin Drácula tendríamos rebaños de vampiros, quizás alguno especialmente conocido, pero no alabaríamos al vampiro como dueño y señor de nuestros miedos, capaz de someternos con una mirada mesmérica porque su inteligencia supera nuestro entendimiento.
En El Horla , el relato de Guy de Maupassant de 1886, el protagonista cita a Voltaire cuando, aterrorizado, constata que está siendo acechado por un chupasangre: «Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, pero el hombre le ha pagado en igual moneda». Esto es lo que, en último término, consiguió la Iglesia al aprovecharse de las fantasías paganas para meternos miedo: que mirásemos al reverso de Dios y nos quedáramos atrapados en su promesa prohibida; que viéramos al cordero y ansiáramos ser depredador; que le diéramos la vuelta a la amenaza y la convirtiéramos en ambición, en sueño. El sueño de ser inmortal; de atesorar el poder del hombre pero sin domesticar al animal; de superar las limitaciones de nuestra raza sumando las ventajas de todas las bestias y también las infinitas posibilidades de la divinidad. La religión, con el concurso posterior de la razón y el arte, acabó situando al vampiro como un anhelo de plenitud, de trascendencia en la tierra, de rebeldía contra la providencia escrita, contra la Palabra de Dios. La arcilla de todo cuanto simboliza hoy.
Dicha transformación arrancó con Drácula , que fija un estereotipo ampliado por las posteriores representaciones teatrales y por supuesto las películas, responsables en última instancia de consolidar lo que Stoker en muchos casos solo apuntó. Stoker quiso integrar cuanto había leído, investigado y recopilado sobre los vampiros —sin ir más lejos, el relato en formato de diario que despliega El Horla —, pero mezcló algunos ingredientes sin fraguarlos, a tientas, indeciso, quizá consciente de la posteridad que moldeaban sus manos. Fue la luz de la candilejas la que despejó las brumas de sus páginas, haciendo más sencillo el retrato del monstruo. El teatro y el cine desbastaron la esencia de Drácula y lo simplificaron en sus atributos principales, que además resultaron inmortales por demostrarse maleables para mutar según el público iba cambiando. El vampiro, el más inteligente de los humanos y la más escurridiza de las bestias, popularizado ya entre las clases modestas, estaba preparado al arrancar el siglo XX para integrarse en ámbitos de la sociedad que no le correspondían, desde la psicología a la política o la economía. Qué listo, carajo.
La antedicha evolución histórica, magníficamente desarrollada —y también desautorizada— en decenas de libros, no sirve sin embargo por sí sola para explicar por qué la gente como yo nos conmovemos con solo con pronunciar la palabra «vampiro». ¿Qué nos magnetiza tanto, qué descubrimos los críos sentados en el pasillo bajo aquella capa que se tragaba la cámara?
Para empezar, el vampiro clásico —que en mi cabeza encarna Christopher Lee—, definido por unos códigos que encuadraban su representación pero que iban a cambiar conforme la sociedad pop se disparaba, era un ser inmortal, con lo cual ya tenía ganada la ansiada dimensión que los humanos no podemos alcanzar. Nadie aspira a convertirse en hombre lobo o en zombi, a no ser que seas Michael J. Fox en Teen Wolf (Rod Daniel, 1985) o Michael Jackson bailando en un aparcamiento de noche, pero es difícil resistirse a imaginarte un sucesor de Drácula, un ser elegante, impenetrable, con una presencia hipnótica, sensual y seductor. Capaz de matarte o de hacerte renacer, una moneda al aire, el miedo a la muerte y la esperanza de la inmortalidad mezcladas en la misma arteria de placer. El vampiro es una posibilidad de superación, como la vida misma cada día que amanece. Difícil resistirse a él. Difícil no apostarlo todo al rojo.
Aunque el agua bendita, la cruz o los ajos le repelieran, nunca parecían verdaderos peligros. Hay algo demasiado naif en asustarte de un bulbo que te comes a diario, que veías manipular a tu abuela cuchillo en mano. Los fans nunca nos tomamos en serio esas herramientas justicieras del folclore y el Credo, incluso cuando comulgábamos en masa los domingos deshaciendo la hostia con la lengua, porque masticarla era una falta de respeto. Si los portadores de semejantes amuletos, de obleas y palos cruzados, lograban en alguna ocasión acabar aparentemente con el vampiro, la muerte se revelaba un simulacro, pues el vampiro siempre resucitaba. No una vez, como Cristo, sino mil, inmarcesible pero indestructible, riendo a cada alumbramiento, para el que además no necesitaba la asistencia de creador ni parturienta: bastaba una gota de sangre ajena que accidentalmente cayera sobre su féretro. Yo no quiero morirme nunca, pero si supiera que voy a resucitar, sin duda me arrojaría encantado a mi fallecimiento para conocer lo que sucede al otro lado y luego regresar vivificado. Poder reiniciarnos, alojar un router dentro. Imagina que cada herida, cada dolor, cada error, cada miseria cotidiana que atenaza tu amor propio y el que dispensas alrededor pudiera desaparecer con tan solo el efecto óptico de dos planos fijos superpuestos en el mismo segundo. Ninguna cicatriz. Qué vida esa en la que todo dolor fuera relativo, donde el pasado y el futuro se pudieran solapar y el azar realmente provocase solo zancadillas. La vida, asfaltada en un presente inagotable. «El sueño va sobre el tiempo, flotando como un velero», que cantaba Camarón.
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