DARWIN,
una historia de Malvinas
AGUSTINA LÓPEZ
DARWIN,
una historia de Malvinas
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Portadilla AGUSTINA LÓPEZ DARWIN, una historia de Malvinas
Legales López, AgustinaDarwin, una historia de Malvinas / Agustina López. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2022.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descargaISBN 978-950-556-855-01. Guerra de Malvinas. I. Título.CDD 997.11 © 2022, Agustina López ©2022, RCP S.A. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor. ISBN 978-950-556-855-0 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo Foto de tapa: Adobe Stock - DevilGB, winston, fieldwork Primera edición en formato digital: marzo de 2022 Versión: 1.0 Digitalización: Proyecto 451
I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
X.
Agradecimientos
López, AgustinaDarwin, una historia de Malvinas / Agustina López. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2022.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descargaISBN 978-950-556-855-01. Guerra de Malvinas. I. Título.CDD 997.11 |
© 2022, Agustina López
©2022, RCP S.A.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.
ISBN 978-950-556-855-0
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Diseño de tapa e interior: Pablo Alarcón | Cerúleo
Foto de tapa: Adobe Stock - DevilGB, winston, fieldwork
Primera edición en formato digital: marzo de 2022
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto 451
A mis viejos, que siempre creyeron en mí.
I.
El capitán inglés Geoffrey Cardozo pisó las islas Malvinas una vez finalizada la guerra, en julio de 1982. Tenía 32 años y había peleado en otras zonas de combate. Pero en esta guerra no le disparó a nadie ni vio caer a ningún soldado. Sin embargo, se convirtió en el hombre que tocó por última vez a los muertos del enemigo.
Había viajado para ocuparse de la disciplina y el buen comportamiento de los soldados ingleses que aún estaban recuperándose de las secuelas. Las últimas batallas habían sido particularmente cruentas y tenía que contenerlos psicológicamente y asegurarse de que volvieran al Reino Unido una vez que la Argentina presentara el cese de hostilidades (que llegó varios meses después, en noviembre de ese año). La guerra comenzó el 2 de abril y terminó el 14 de junio. Murieron 650 soldados argentinos y 255 ingleses.
Un mediodía de julio de 1982, a los pocos días de llegar y a un mes de terminado el conflicto, Cardozo se quedó de guardia dentro del cuartel general en Puerto Argentino (Stanley) mientras sus compañeros iban a comer. “Hoy me quedo yo, vayan ustedes y cuando vuelvan, salgo”, les dijo a sus amigos, que gustosos aceptaron la oferta de compartir un plato de comida caliente al lado del fuego.
Mientras esperaba, sonó la radio y atendió. Del otro lado, un grupo de ingenieros que recorría las islas en una tarea de localización de minas le comunicó que habían encontrado cuerpos de soldados argentinos en Monte Longdon. “¿Qué hacemos?”, le preguntaron. Cardozo no sabía qué responder, tampoco en qué estado estaban esos cadáveres, pero pidió coordenadas precisas para localizarlos y las anotó en su libreta.
Cuando el resto volvió de almorzar saltó al helicóptero que siempre estaba apostado en la entrada del cuartel, repartió indicaciones y voló hasta el campo en donde encontraría a su primer chico. Así llama a los soldados argentinos que cayeron en combate: “ my chicos”.
Bajó del helicóptero y se acercó a uno de los cuerpos. Un proyectil lo había alcanzado y tenía la mitad de la cara destrozada, pero estaba entero. “Mierda”, pensó. “Podría estar al lado mío riéndose o llorando, pero no puede porque está muerto”. La obviedad de su observación lo sorprendió. Había visto cadáveres muchas veces, pero nunca había estado completamente solo al lado de uno. No sabía quién era y no había nadie para ayudarlo. Nadie más que él.
La batalla en Monte Longdon fue la última de la guerra y la más sangrienta. Durante la noche del 11 y la madrugada del 12 de junio, días antes de que terminara la guerra, los ingleses bombardearon con artillería el lugar. Luego avanzaron y, bajo una lluvia de proyectiles y bengalas, rodearon y se enfrentaron a los soldados argentinos en un combate cuerpo a cuerpo con bayonetas. Doce horas después habían ganado la posición.
De los 300 argentinos que participaron de ese combate, solo 90 pudieron replegarse. El resto fue herido, tomado prisionero o murió. Uno de los caídos era el joven que Cardozo contemplaba en silencio.
En ese momento pensó en su madre, en cómo lo había besado y abrazado antes de salir para Malvinas. “Mi madre pensó que yo nunca volvería. Y cuando vi a ese chico pensé en ella, en mi mami, y también en la suya. Ese pensamiento se mantuvo en el fondo de mi mente cada vez que encontraba uno nuevo. Mi madre y la de él”, cuenta 38 años después.
Revisó los bolsillos, la campera, el cuello y las manos del cuerpo sin vida, pero no encontró nada que sirviera para identificarlo. No tenía a la vista una chapa militar ni una carta con su nombre.
En ese momento cavó una tumba poco profunda y lo enterró. Dijo una plegaria breve, sacó de un bolsillo su libreta y anotó con cuidado las coordenadas para poder volver a buscarlo más adelante. Lo que no sabía en ese momento era que ese joven tenía 20 años, se llamaba Eduardo Araujo y era el hermano de quien se convertiría, décadas después, en una de las personas más críticas de su trabajo con los caídos argentinos en Malvinas.
Cardozo entendió entonces que estaba frente a una tarea que no iba a poder esquivar. Nadie iba a ocuparse de esos soldados si él no lo hacía. Quedarían allí hasta fundirse con esa geografía caprichosa, entre el viento y la niebla de las islas. Sintió que se lo debía a esas madres desconocidas que le recordaban a la suya y a esos caídos anónimos que adoptaba en cuanto los descubría.
Durante las próximas semanas los llamados al cuartel general para avisar del hallazgo de nuevos cuerpos llegaron casi a diario: “Sí, no te preocupes, Geoffrey va a ir para allá en cuanto vuelva”, respondía quien tomaba la llamada.
Cardozo se ocupó de visitar y registrar en su libreta las locaciones en donde aparecían cuerpos, tumbas o fosas comunes en las que los prisioneros argentinos habían enterrado a los suyos. La tarea era siempre la misma: llegar, anotar, decir una pequeña oración, a veces acompañado de un cura, y luego cavar una tumba poco profunda a la que poder volver cuando se definiera qué hacer con esos cadáveres. Había cientos de ellos, rodeados de minas, entre las rocas, abandonados en aviones que se habían estrellado meses antes o en las costas. Esperando.
Cuando el invierno terminó y la nieve, que hasta el momento había preservado gran parte de los restos, empezó a derretirse, Cardozo pidió una reunión con su general, David Thorne.
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